Qu¨¦ queda cuando se calumnia
Los tribunales que ?juzgaban? a los sospechosos de haber defendido la Rep¨²blica durante la guerra civil o de haber colaborado en cualquier medida con ella, las comisiones de ?depuraci¨®n? de la mitad de los espa?oles desde 1939, introdujeron una modificaci¨®n esencial en los procedimientos de prueba, que eran v¨¢lidos desde hac¨ªa un par de milenios, tanto l¨®gica como jur¨ªdicamente. Es principio universalmente admitido que la obligaci¨®n de probar, el onus probandi, corresponde al que afirma. Entre otras razones, porque lo contrario es casi siempre imposible. Si se acusaba a alguien de haber matado a una vieja en Cuenca o haber incendiado una iglesia en Alicante o silbar la Internacional o el Himno de Riego al bajar la escalera, nadie se molestaba en probarlo, sino que era el acusado el que ten¨ªa que probar que no hab¨ªa hecho tales cosas: ?C¨®mo hacerlo? Piense el lector si podr¨ªa hacerlo ahora mismo.Pues bien, el mismo esp¨ªritu, en materias por ahora menos graves, est¨¢ apareciendo entre nosotros. La misma perversi¨®n de los principios l¨®gicos y jur¨ªdicos se est¨¢ abriendo paso, en medio de una general indiferencia. Es raro el d¨ªa que no encontramos un ejemplo -o varios- de la vieja actitud de 1939, trasladada a otros campos y otros actores.
La denuncia sin pruebas, la calumnia pura y simple, la insinuaci¨®n que produce los mismos efectos sociales, est¨¢n empezando a provocar un clima de inquietud y malestar en unos, de irritaci¨®n en otros, de repugnancia y desaliento en los m¨¢s. Empieza a haber ?profesionales? de la delaci¨®n y la imputaci¨®n, emboscados de diversas maneras, en el an¨®nimo, el seud¨®nimo o el grupo poderoso. La t¨¢ctica es siempre la misma: se lanza la acusaci¨®n -a veces la mera insinuaci¨®n vaga e inconcreta- y se ?espera? que el injuriado se movilice para probar que es falsa. Lo cual, repito, casi nunca es posible; pero aunque lo fuera, pondr¨ªa sobre el inculpado una carga que en modo alguno le corresponde, sino al que afirma, al que lanza la acusaci¨®n.
Se hacen ?pliegos de cargos? contra personas honorables, solventes, capaces, prestigiosas. Estas personas, por exceso de buena fe, por debilidad, por deferencia al p¨²blico, ?entran en el juego? y desmienten con pruebas fehacientes algunas acusaciones. No importa: los acusadores ?olvidan? -o ni siquiera- las acusaciones desmentidas y repiten impert¨¦rritos las dem¨¢s. O bien se lanza la especie de que unas cuantas personas perciben sueldos como ?asesores? de la televisi¨®n; estas personas no han cobrado nunca un c¨¦ntimo, ni han tenido ni tienen tal funci¨®n; pero los que lo afirman no se consideran obligados a probarlo, ni a rectificar cuando es desmentido, ni a dar explicaciones, ni mucho menos a indemnizar por los da?os causados.
Se dir¨¢ que ahora hay libertad de prensa y tribunales de justicia. Es cierto. Pero hay que a?adir algunas precisiones no muy alegres. No siempre los peri¨®dicos publican las rectificaciones; a veces las convierten en ?comentarios?, con cierto horror a la informaci¨®n que los aqueja, escamotean el texto, omiten total o parcialmente las firmas, etc¨¦tera. En todo caso, obligan a los acusados a un penoso esfuerzo, con molestias y p¨¦rdida de tiempo, sin necesidad.
En cuanto a la justicia, es excesivamente lenta. Injurias o calumnias lanzadas en el mes de septiembre, por ejemplo, a pesar de haberse iniciado una querella entonces, no han dado ning¨²n resultado legal a fines de febrero, y parece que los acusadores se burlan un poco del celo de la autoridad judicial. En todo caso, en asuntos de este tipo, la lentitud de la justicia equivale a su ineficacia, porque los efectos sociales de la difamaci¨®n se ejercen sobre la sociedad durante meses -o a?os- y, aun suponiendo que en su d¨ªa hubiese una resoluci¨®n favorable al injustamente acusado, ya no tendr¨ªa ning¨²n beneficio para ¨¦l, pues el asunto estar¨ªa olvidado. M¨¢s a¨²n: ser¨ªa m¨¢s bien perjudicial, pues remover¨ªa la atenci¨®n p¨²blica sobre acusaciones ya relegadas al olvido, que volver¨ªan a lanzar su sombra sobre el buen nombre de la persona afectada. En asuntos de difamaci¨®n, las resoluciones judiciales, si no son prontas, militan a favor del difamador.
Por si esto fuera poco, oigo decir con frecuencia a algunos abogados que, aun trat¨¢ndose de calumnias, es mejor querellarse ,¨²nicamente por injuria, ya que ?es muy dif¨ªcil probar el car¨¢cter calumnioso de la imputaci¨®n?. Es decir, su falsedad. Pero, naturalmente, esto muestra hasta qu¨¦ profundidad ha calado la perversi¨®n de que estoy hablando: se supone -suponen los abogados del inocente- que son ellos los que tienen que probar su inocencia, y no que el acusador tiene que probar su culpa. No cabe mayor inversi¨®n de los papeles.
Las dificultades suben de punto si estos fen¨®menos se dan dentro de las C¨¢maras, porque entonces la ?inmunidad parlamentaria? protege como una coraza impenetrable al que lanza acusaciones que no se prueban.
No es menester subrayar la gravedad que todo esto envuelve. Los que no tienen escr¨²pulos poseen armas que est¨¢n vedadas a las personas decentes, y ¨¦stas se encuentran desasistidas. El p¨²blico no competente, mal informado, se queda con una vaga impresi¨®n de ?corrupci¨®n? que le provoca una n¨¢usea generalizada, un desencanto del r¨¦gimen libre y democr¨¢tico- que es probablemente lo que se busca-. Los que son t¨ªmidos caen en un estado de des¨¢nimo e inhibici¨®n, y pronto quedan fuera de combate. El malestar puede llegar a ser tan grande que se desee ponerle t¨¦rmino ?de cualquier manera?, por ejemplo, mediante una colosal mordaza que deje la difamaci¨®n en las manos de los que ejerzan el Poder, sin compartirla con nadie m¨¢s. Todos los que aspiran a esas formas de poder se frotan las manos, pensando que su hora puede acercarse.
?Hay alguna soluci¨®n? Creo que s¨ª, que hay varias que se completan. Ninguna es f¨¢cil; todas requieren claridad de cabeza, alguna decisi¨®n y algunos esfuerzos. Es menester, sobre todo, negar el supuesto vicioso: hay que pedir pruebas al que afirma, y no escucharlo mientras no las presente, no pedir al acusado lo que hay que pedir al acusador.
Hay que procurar que la justicia opere con la rapidez que es condici¨®n de su eficacia, de su existencia; mostrar que un fallo demorado es un fallo negado a la parte agredida. Al que obstruye con su coche una salida no se le hacen vagos argumentos dos o tres veces despu¨¦s, sino que se le quita el veh¨ªculo de donde estorba, en aquel mismo momento. Y, por supuesto, si alguien se querella por haber sido calumniado, no es ¨¦l quien tiene que probar que se trata de una calumnia, sino el acusador el que tendr¨ªa que demostrar la verdad de su imputaci¨®n.
Pero las enfermedades sociales han de tener principalmente un tratamiento social. Es la reacci¨®n de la sociedad misma la que puede curarlas. La repulsa social al calumniador -y es calumniador todo el que no prueba sus imputaciones- deber¨ªa, podr¨ªa ser fulminante y eficaz. La condenaci¨®n moral, la descalificaci¨®n, el desprecio de los lectores, colegas, miembros de la asociaci¨®n, partido, C¨¢mara, y sobre todo de la opini¨®n p¨²blica, deber¨ªan ser instant¨¢neos y en¨¦rgicos, proporcionados a la gravedad de las imputaciones no sustentadas con pruebas. Bastar¨ªa para ello que los espa?oles -y en especial los que quieren vivir en r¨¦gimen de libertad- viesen a los calumniadores como agresores de la sociedad misma, como agentes de una grave enfermedad -contagiosa-, capaz de postrar a un cuerpo social que se esfuerza heroicamente por recobrar -sin cirug¨ªa- la salud tanto tiempo perdida.
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