?Maquiavelismo o torpeza?
Hace meses que el tema de las autonom¨ªas ha pugnado por saltar a los puntos de mi pluma. He frenado ese deseo, pues no quer¨ªa que mis palabras pudieran ser mal interpretadas y contribuyeran a avivar pol¨¦micas est¨¦riles. Sin embargo, el nivel de las aguas revueltas est¨¢ llegando a tales alturas que es preciso que todos contribuyamos -aunque sea con un esfuerzo de tan modestas pretensiones como el m¨ªo- a limpiar el cauce por donde aqu¨¦llas puedan discurrir sin causar estragos.Una de las desdichas pol¨ªticas que con m¨¢s tes¨®n he combatido durante toda mi vida ha sido la de los excesos de un centralismo nivelador, dispuesto a destruir cuanto hab¨ªa de noble y constructivo en las aspiraciones auton¨®micas de las sociedades infraestatales dotadas de una personalidad indiscutible. El reconocimiento de esa personalidad en el seno de una misma naci¨®n soberana y la concesi¨®n de las facultades de propia administraci¨®n y gobierno proporcionadas al grado de su personalidad y dentro de aquel l¨ªmite infranqueable ha sido una tesis que vengo defendiendo p¨²blicamente desde los a?os veinte.
El grado de esa personalidad y la exigencia del reconocimiento de las correspondientes funciones auton¨®micas nunca ha sido igual en todas las regiones espa?olas. Por eso la aspiraci¨®n, que en algunas no ha sobrepasado los linderos de lo cultural y literario, en otras ha alcanzado extremos de tensi¨®n dif¨ªcilmente admisibles. El ciego centralismo de los Gobiernos de todo tipo se mostr¨® siempre especialmente incomprensivo con aquellas regiones que mayores t¨ªtulos ostentaban para pedir una leg¨ªtima autonom¨ªa, llegando en los ¨²ltimos cuarenta a?os de dictadura a extremos persecutorios indefendibles, que a su vez han engendrado situaciones de violencia que nada puede justificar. Las consecuencias las estamos pagando y no sabemos hasta d¨®nde podr¨¢n llegar.
Que el problema del regionalismo era no s¨®lo insoslayable, sino urgente, es cosa imposible de negar, y no creo que merezca censuras el Gobierno por haber deseado acometerlo. Lo que considero un grav¨ªsimo error -a menos que sea un recusable maquiavelismo- es el procedimiento que se ha seguido para alcanzar el deseable fin.
Lo normal hubiera sido esperar a que las Cortes, en cumplimiento de la misi¨®n espec¨ªfica para que fueron elegidas, hubieran aprobado la Constituci¨®n y, dentro de ella, sentado las bases de la estructura del Estado, de la definici¨®n sin equ¨ªvocos, de la naturaleza de las sociedades p¨²blicas infraestatales, del ¨¢mbito de las respectivas competencias, de la distribuci¨®n de las funciones, de la habilitaci¨®n de los medios econ¨®micos y de las compensaciones entre unas y otras de las entidades dotadas de autonom¨ªa.
Habr¨ªa sido posible as¨ª que los espa?oles alcanzaran un conocimiento suficiente antes de optar por alguna de las posibilidades que la ley fundamental les ofreciera.
Los t¨¦rminos perentorios en que el problema se plante¨® desde el primer d¨ªa en Catalu?a y en el Pa¨ªs Vasco, y el recuerdo de pasados intentos de crear situaciones irreversibles -recu¨¦rdese la proclamaci¨®n del Estado catal¨¢n por Maci¨¢ en 1931, apenas instaurada la Rep¨²blica- tal vez hicieran temer al Gobierno los riesgos que se corr¨ªan por el retraso descontado de la tarea constituyente. Por ello seguramente prefiri¨® lanzarse por el camino de las soluciones provisionales. Creo que al hacerlo as¨ª reincidi¨® en los errores que en cierto modo le oblig¨® a cometer la por tantos t¨ªtulos desdichada ley de Reforma Pol¨ªtica.
Si el retraso en la aprobaci¨®n de la Constituci¨®n pod¨ªa llevar el problema regional a un punto de tensi¨®n peligroso, lo procedente hubiera sido dar una casi absoluta prioridad a la aprobaci¨®n por las Cortes de la que podr¨ªa denominarse algo as¨ª como la ley-marco de las autonom¨ªas. Una ley de rango institucional que hubiera fijado para todas las regiones lo que antes dije respecto a la ley Fundamental del Estado, es decir, las bases de una autonom¨ªa optativa con clara definici¨®n de la naturaleza, personalidad y derecho de las entidades p¨²blicas infraestatales, de los posibles grados de una autarqu¨ªa a la que todos y cada uno de los n¨²cleos regionales podr¨ªan aspirar, de los medios susceptibles de hacer viables las distintas opciones, de la intersolidaridad de las mismas y, en una palabra, de las ventajas e inconvenientes de la soluci¨®n que cada cual pudiera elegir.
En lugar de ello se ha preferido el camino de las negociaciones personales, de los forcejeos oficiosos, del tira y afloja entre el que pide mucho y el que est¨¢ dispuesto a conceder poco. Todo ello al margen del Parlamento y encomendado con esp¨ªritu personalista a negociadores complacientes y de acusada debilidad de car¨¢cter.
Han vibrado siempre nuestras regiones ante el recuerdo de sus instituciones tradicionales, de sus figuras legendarias, de su personalidad desconocida, de su autonom¨ªa atropellada. Esos sentimientos latentes, pero dormidos en buena parte de Espa?a, han despertado pujantes tan pronto como unas regiones a las que se consideraba m¨¢s favorecidas formularon sus reivindicaciones en tono exigente. Sobre el rescoldo de ese estado pasional ha soplado el viento de las f¨¢ciles propagandas nutridas de halagos, las promesas de un resurgimiento punto menos que milagroso, el aliciente del remedio de la postergaci¨®n amargamente sentida, la esperanza de unos beneficios econ¨®micos individuales y colectivos sin contrapartidas de sacrificios a la vista...
?C¨®mo extra?arse de que al conjuro de tan variados factores se hayan formulado peticiones autonomistas con muy variado fundamento y muy diversa convicci¨®n, y se hayan congregado en unos y otros puntos multitudes entusiastas, en las que f¨¢cilmente han logrado infiltrarse radicalismos de todo g¨¦nero y activismos de toda laya?
Los t¨®picos f¨¢ciles, los equ¨ªvocos y la falta de rigor cr¨ªtico de muchas convocatorias han pretendido dar a algunos concursos multitudinarios una legitimaci¨®n hist¨®rica y un enlace con fastos heroicos que ni han tenido ni necesitaban tener para merecer el respeto y la adhesi¨®n de toda la opini¨®n sensata.
?C¨®mo ha podido decirse que el encuentro armado de los campos de Villalar y el sacrificio injusto de los nobles caudillos castellanos que perecieron en el cadalso tiene algo de com¨²n con los actuales anhelos de autonom¨ªa de una regi¨®n, cuya delimitaci¨®n geogr¨¢fica como tal no admiten siquiera todas las provincias que la integran?
Aparte factores sociol¨®gicos y econ¨®micos, que crearon un malestar soterrado en los ¨²ltimos tiempos de los Reyes Cat¨®licos, el factor m¨¢s decisivo para el alzamiento de las Comunidades fue la defensa de las libertades municipales y de su representaci¨®n en Cortes de tan gloriosa tradici¨®n en Le¨®n y Castilla.
La inexperiencia, del joven Carlos, educado sin el menor contacto con los reinos que estaba llamado a regir, y los errores y rapacidades de validos extranjeros -los validos han sido casi siempre funestos para los reyes- provocaron un creciente ambiente de rebeld¨ªa antes de que los comuneros levantaran el pend¨®n de los derechos conculcados de Castilla.
El Rey y las Cortes se enfrentaron en los primeros a?os del reinado de quien luego hab¨ªa de ser llamado, con sobrada raz¨®n, Carlos de Europa. El primer choque lo registraron las Cortes de Valladolid de 1518. La fuerte oposici¨®n de los procuradores oblig¨® al monarca a aceptar y a jurar condiciones harto duras antes de que le concedieran los subsidios que precisaba para sus empresas exteriores. La pol¨ªtica de los favoritos flamencos de minar la rectitud de los mandatarios de las ciudades con favores y regalos en dinero suscitaron la indignaci¨®n general cuando se pusieron de manifiesto sus efectos, dos a?os m¨¢s tarde, en la mayor complacencia de las Cortes de La Coru?a. Segovia llev¨® a la horca a su procurador venal. Burgos, Sig¨¹enza, Salamanca y Avila arrasaron las casas de sus representantes vendidos al oro de los malos servidores del monarca. De estas represalias a la rebeli¨®n armada no hab¨ªa m¨¢s que un paso, y ¨¦se lo dieron Padilla, Bravo y Maldonado al frente de unas mal armadas huestes que fueron f¨¢cilmente destruidas por la caballer¨ªa real mandada por el condestable de Castilla en los tristes campos de Villalar.
?Qu¨¦ tiene que ver esa heroica aunque est¨¦ril defensa de las libertades de anta?o con el improvisado autonomismo de hoga?o?
?Cu¨¢ndo sinti¨® la regi¨®n castellano-leonesa -la noble v¨ªctima de los desbordamientos de la pol¨ªtica exterior del imperio- la menor rivalidad con los reinos de la Pen¨ªnsula, y mucho menos veleidades secesionistas?
Pues lo mismo decimos de otras regiones amantes de su leg¨ªtima personalidad y heridas por una desigualdad inmerecida, sobre las que unos improvisados autonomistas est¨¢n levantando una necia polvareda de rivalidades personales y localistas, de reivindicaciones sociales y econ¨®micas mal encauzadas, y de sordas malquerencias siempre latentes y en ocasiones desbordadas.
De seguir por el camino de las preautonom¨ªas, que despiertan las apetencias de los que a¨²n nada tienen y la insatisfacci¨®n de quienes han recibido instituciones huecas, vac¨ªas de verdadero contenido, se llegar¨¢ a una situaci¨®n ca¨®tica, en que podr¨¢ naufragar la autonom¨ªa misma y con ello quedar gravemente comprometida la paz de Espa?a.
Estamos ante un error grav¨ªsimo, que es preciso rectificar.
A no ser que todos seamos v¨ªctima de un maquiavelismo de cort¨ªsimos alcances, que se haya propuesto precisamente hacer descarrilar el autonomismo al encaminarlo por la v¨ªa del absurdo.
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