Villalar por tercera y ¨²ltima vez
Desde que el honorable sali¨® al balc¨®n y dijo: ?Catalu?a soy yo?, se ha redoblado por estos andurriales el estridente griter¨ªo de los gatos que quieren zapatos, de las Mariquitas que quieren ir de guantes, de las monas que quieren vestirse de seda. En los manuales de historia pr¨®ximos futuros, bajo un ep¨ªgrafe en negrita que dir¨¢ ?El regionalismo?, los estudiantes de bachillerato leer¨¢n: ?Hacia finales de la d¨¦cada de los setenta, bla bla bla, el fen¨®meno hist¨®rico del regionalismo, bla bla bla.? Pero este futuro ?fen¨®meno hist¨®rico? no fue en principio m¨¢s que una pelotita de papel que L¨®pez Rod¨® ech¨® al aire una ma?ana tonta y que el rapid¨ªsimo pelotari Su¨¢rez, a la voz de ?iMia!?, empalm¨® de volea mientras pensaba: ??Qu¨¦ bola, Se?or, qu¨¦ bola!? Y as¨ª, el m¨¢s listo de todos los pol¨ªticos (si bien en la era de los Carter y los Giscard no es al fin tan dif¨ªcil que un castellano fino, con instinto y reflejos para el carpe diem, llegue a brillar como un Sol¨®n o un Lorenzo el Magn¨ªfico) ser¨¢ el prestidigitador que habr¨¢ sabido transformar un engendro de despacho en fen¨®meno hist¨®rico arraigado en el fondo del alma popular.Pero tampoco quiero pensar que esta acci¨®n de nuestro inevitable salvador sea extra?a a una leal intenci¨®n descentralizadora ni es este sensato ingrediente administrativo lo que reprocho en el asunto. La culpa, la grav¨ªsima culpa cultural del presidente -y con ella el dem¨¦rito que marca el techo de su inteligencia y su valor- est¨¢ en la envoltura sugestiva en que ha dejado rebozarse el saludable intento descentralizador. Y aqu¨ª tampoco excluyo que subjetivamente pueda exculpar al presidente la posible transmisi¨®n hereditaria del daltonismo falangista, empecinado en jurar por verde fronda la m¨¢s reseca hojarasca hist¨®rico-foIkl¨®rica y que tan enga?osamente supo transfigurar en fervorosas e id¨ªlicas jornadas neoisabelinas los grises d¨ªas de aquellas buenas y pacient¨ªsimas se?oras del castillo de la Mota, que con sus Coros y Danzas demostraron su ciega capacidad para dejar convicto de cultura viviente y operante lo que no era sino una, por lo dem¨¢s encomiable, restituci¨®n arqueol¨®gica.
Pero aunque tal dolencia le haya impedido ver al presidente la miseria cultural de semejante aditamento hist¨®rico-folkl¨®rico, es dif¨ªcil pensar que la malicia del instinto pol¨ªtico buscador de aquiescencias no haya tenido parte en la opci¨®n de avenirse a la m¨¢s inerte superposici¨®n entre los posibles t¨¦rminos de descentralizaci¨®n en sus aspectos administrativos y las sedicentes unidades hist¨®rico-culturales. ?Podr¨ªamos creer que ha estimado la vieja distribuci¨®n territorial como algo tan perfecto y previsor que contenga en s¨ª mismo, ya cantada, la figura ¨®ptima para una administraci¨®n descentralizada? Inveros¨ªmil. Y si se trata, en cambio, del temor de que una descentralizaci¨®n escuetamente atenida a sensatos criterios administrativos y desentendida de los presuntos l¨ªmites hist¨®rico-culturales dar¨ªa lugar forzosamente a una material¨ªstica configuraci¨®n t¨¦cnico-burocr¨¢tico-econ¨®mica, ignorante y allanadora del esp¨ªritu, es un prejuicio pusil¨¢nime que s¨®lo aqueja a quien est¨¢ en una confusi¨®n muy espa?ola: la de tomar por esp¨ªritu el cad¨¢ver del esp¨ªritu, o sea el culto idol¨¢trico de los nombres y los s¨ªmbolos y la egol¨¢trica embriaguez de la autoafirmaci¨®n.
Pero cualquiera de esos dos puntos de vista no ha sido en todo caso m¨¢s que el alib¨ª de una opci¨®n vinculada a una necesidad extra?a al contenido propio de la descentralizaci¨®n: al presidente le urg¨ªa asegurarse en un m¨ªnimo de tiempo una aquiescencia p¨²blica suficientemente amplia y general, a la vez que le apremiaba poder ofrecer al pueblo algo capaz de tenerlo entretenido. Y as¨ª, lejos de retener el tema de la descentralizaci¨®n en los grises l¨ªmites de la pura reflexi¨®n administrativa, opt¨® por servirse de ¨¦l como instrumento de consolidaci¨®n y estabilizaci¨®n pol¨ªtica, dej¨¢ndolo desbordarse por el cauce m¨¢s barato, donde podr¨ªa, sin embargo, atraerse un poderoso elemento sugestivo: la resonancia folkl¨®rica de una soluci¨®n regionalista del designio descentralizador.
Apartada de las sedicentes unidades hist¨®rico-folkl¨®ricas, la descentralizaci¨®n habr¨ªa carecido de toda fuerza sugestiva, al ofrecer la fisonom¨ªa abstracta y extrapersonal de un cambio de las reglas que organizan el medio y lo definen; coordinada, en cambio, a las divisorias del damero regional, le bastar¨¢ la acci¨®n personificadora de los nombres propios -y sin que cuente para el caso si los nombres de regi¨®n nombran o no colectividades definidas por algo m¨¢s que la propia comunidad de nombre para ofrecerse bajo la figura, eminentemente sugestiva, de un cambio de condici¨®n en las personas.
La directa apelaci¨®n por nombre propio desde el poder central resucita en quien la ten¨ªa m¨¢s que olvidada la inmensa complacencia narcisista de sentirse andaluz, extreme?o o castellano; las actitudes, gestos y clamores reivindicativos desertan de su designio nominal y se repliegan sobre su propio car¨¢cter placentero, convirti¨¦ndose en fines en s¨ª mismos.
?Salve, pa¨ªs de imitaci¨®n, raza de monas, Espa?a ap¨®crifa, Espa?a ca?¨ª! ?Puede haber algo m¨¢s degradante para un hombre o para un pueblo, ya se llame espa?ol o castellano, que disfrazarse de s¨ª mismo, con el l¨²gubre empe?o de parecerse m¨¢s a s¨ª mismo cada vez? ?C¨®mo es que no est¨¢ aqu¨ª entre vosotros el hombre del camello, el ¨²nico espa?ol que ir¨ªa vestido, no de lo que es, lo que era o lo que quiere ser, sino de lo que el sol y el desierto quieren que se vista? (Si Pedro niega a Cristo, el gallo canta, pero si Cristo niega a Pedro, el gallo calla.) Si usarais el espejo no para contemplaros, sino para veros, advertir¨ªais que la castiza zarzuela hist¨®rico-costumbrista de Los Villalares no tiene nada que envidiarle en lo maligno, grotesco y delirante a la solemne ¨®pera imperial de Otumba, de San Quint¨ªn y de Lepanto. Esa zarzuela con que dec¨ªs reivindicar la que llam¨¢is Espa?a real reproduce punto por punto los rasgos m¨¢s caracter¨ªsticos de los pomposos fastos de la que llam¨¢is Espa?a oficial: 1) el fetichismo de la identidad y la autenticidad; 2) el culto de los s¨ªmbolos con la exaltaci¨®n ret¨®rica concomitante; 3) la autoconvalidaci¨®n apolog¨¦tica por identificaci¨®n con una historia y unos antepasados (as¨ª los autonomistas han hablado de dar a las regiones una ?conciencia hist¨®rica?); 4) el reivindicatorismo como actitud y expresi¨®n ontol¨®gica absoluta, permanente y total; 5) la m¨ªstica de esa peculiar¨ªsima instituci¨®n espa?ola llamada acto de afirmaci¨®n (ya ha habido actos regionalistas que se han autodenominado literalmente as¨ª); 6) el gusto por las palabras que empiezan por ?in? y terminan por ?ble?: inalienable, irrenunciable, imprescriptible, etc¨¦tera, y 7) -que subsume a todos los anteriores- cultivar por esp¨ªritu el cad¨¢ver del esp¨ªritu.
Pero el narcisismo de las colectividades es inasequible al rid¨ªculo y este carnaval de falsos palurdos endomingados hete aqu¨ª que, como dicen los anuncios de la televisi¨®n, funciona. Mira por d¨®nde ha ido a ser en los atuendos regionales donde se ha plasmado el nuevo traje nuevo del emperador. Han vuelto los dos sastres, los rostros tan iguales a sus rostros de anta?o que se dir¨ªa que en tan largo tiempo no han envejecido ni por un a?o, ni por un mes, ni por un d¨ªa, ni por un instante. Traje nuevo del emperador, traje invisible que todos dicen ver, que todos reconocen y ponderan, pero que nadie se arriesga a describir y del que nadie osa enunciar tejido, guarnici¨®n, ca¨ªda ni color es, en efecto, esta gran supercher¨ªa de las peculiaridades, los rasgos diferenciales, la personalidad hist¨®rica, los caracteres socio-culturales privativos, pues en un mundo donde no hay dos cosas m¨¢s gemelas que un yanqui y un nip¨®n, que un chino y un egipcio, ?c¨®mo iba a ser distinto un andaluz de un castellano? La identidad de reacci¨®n, el absoluto mimetismo con que, frente a la autonom¨ªa de Euskadi y Catalu?a, todas a una las dem¨¢s regiones han alzado su banderita o su pend¨®n y han coreado como un hatajo de borregos esa especie de voluntario autolavado de cerebro de los esl¨®ganes rimados es ya un dato bastante elocuente de lo que hay que pensar sobre la justificaci¨®n cultural de las autonom¨ªas, am¨¦n de un espect¨¢culo que atrae sobre s¨ª mismo la sospecha de estar favorecido y alentado por el poder central, con la intenci¨®n de escamotear, al amparo de toda esa hojarasca, el alcance y el rigor del contenido administrativo de las autonom¨ªas, contenido cuya justificaci¨®n no necesita, por cierto, basarse en diferencias. ?El polvo del ganado saca al lobo de cuidado?, dice el refr¨¢n, y as¨ª bien podr¨ªa ser que la enorme polvareda narcisista de la sugesti¨®n folkl¨®rica de las autonom¨ªas sea la cortina de humo que est¨¦ sacando de cuidado a ese list¨ªsimo lobezno, para moverse a sus anchas y hacer camino por donde se le antoje, y yo no digo que para mal del pueblo -nunca he cre¨ªdo en malos-, pero s¨ª para la sola forma de bien que ¨¦l le desea y tal como ¨¦l la entiende. Para m¨ª, el mal de degradaci¨®n, de primitivismo, de elementalidad, de infantilismo y (le estupidizaci¨®n que comporta esta hoguera de narcisismo, incoada y atizada sin el menor empacho en torno al tema de las autonom¨ªas, es ya un da?o lo bastante grande, lo bastante irreparable (puesto que ?vaya usted ahora a hacer bayeta y trapos de cocina con todos los pendones y banderas que en este medio tiempo se han alzado y esgrimido!) como para tener una opini¨®n muy baja del modo en que entiende el bien de un pueblo, o de unos pueblos, el presidente Adolfo.
Cuando un estadista quiere mover o inmov¨ªlizar al pueblo suele poner a rendimiento una determinada figura o inclinaci¨®n del ¨¢nimo que sospecha eficaz entre las gentes; pero lo inmediatamente eficaz en el ¨¢nimo de un pueblo es siempre lo m¨¢s primitivo, lo m¨¢s bajo, lo m¨¢s elemental. Si el regionalisnio ha recibido una respuesta tan vivaz no es porque haya encontrado una figura cultural o necesidad o deseo particulares, elaborados y complejos: la respuesta de lo particular elaborado no es nunca pronta; pronta es s¨®lo la respuesta de lo autom¨¢tico, y lo autom¨¢tico pertenece siempre -por inmadurez o por degeneraci¨®n- a lo m¨¢s gen¨¦rico, elemental e informe. La llamada regionalista no ha ido a topar con nada rn¨¢s espec¨ªfico y determinado que el an¨®nimo, incondicionado, indiferenciado resorte narcisista de las comunidades.
El opio de los pueblos que hoy se expende entre los espa?oles no es sino el narcisismo alternativo que el poder central elucubr¨® cuando vio exhausta la rentabilidad pol¨ªtica del narcisismo nacional: el ?nosotros, los espa?oles?, el ?Espa?a y yo somos as¨ª, se?ora?, el gol de Zarra contra Inglaterra en el mundial de Maracan¨¢, constituyen un narcisismo que ha dejado de vender, que ya no consigue colocar un c¨¦ntimo en bonos del Estado entre los espa?oles. Hab¨ªa que reorganizar todo el juego de espejos y producir reflejos diferentes para seguir cumplimentando la acrisolada pr¨¢ctica pol¨ªtica de mantener al pueblo encandilado con alguna identidad. De los vetustos ba¨²les centralistas, el presidente Adolfo, en funciones de ama de llaves del rancio solar hispano, fue sol¨ªcita y amorosamente rescatando los viejos trajes regionales, el de charro, el de baturro, el de pat¨¢n. Es verdad que el com¨²n y uniformador olor a naftalina era tan fuerte que disminu¨ªa hasta la casi total evanescencia cualesquiera cualidades que permitiesen distinguir los trajes unos de otros; se habr¨ªa esperado, pues, ver vacilar a alg¨²n comparsa en el temor de ponerse el que no es, y sin embargo, helos aqu¨ª ya todos en escena, dispuestos a atacar con entusiasmo la chispeante y chocarrera zarzuela costumbrista de Los Villalares. ?M¨²sica, maestro!
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.