Los toboganes m¨¢s caros del mundo, para los ni?os ingleses
Henry Moore, en el Hyde Park de Londres
Cuando Heriry Moore supo que los ni?os ingleses se dejaban caer por las suaves superficies de sus esculturas, expuestas en Hyde Park, coment¨® para la prensa brit¨¢nica que era una de las pocas maneras dignas de disfrutar de ellas. Con ello afirmaba ese aspecto l¨²dico e infant¨ªl que tiene siempre el arte mejor, y subrayaba el car¨¢cter vital, jugoso y alegre que ha se?alado siempre en su voluntad de artista Y algo m¨¢s: esa particular manera de ser brit¨¢nica, que calienta la distancia impuesta por siglos de buenas maneras gracias al disfrute -comedido- de los trozos de naturaleza que conserva en el coraz¨®n de las ciudades.Ning¨²n parque es tan disfrutado como los ingleses, y especialmente como Hyde Park. Pocos se mantienen tan vivos, tan verdes, como si no fuera cierto que los pies, calzados o no, pueden destrozar el c¨¦sped, o que no hay ninguna inmoralidad en descansar tumbado sobre la hierba, o tal vez que a los habitantes de las ciudades inglesas les corresponden m¨¢s metros de green-grass per capita... Lo cierto es que, hincadas en la hierba, alrededor del Serpentine, en la zona del parque llamada los jardines de Kensington, se levantan ahora, convertidas en toboganes para el juego de los chicos, nueve inmensas esculturas, monumentos bell¨ªsimos que celebran el ochenta cumplea?os de Henry Moore, y cuyo valor en libras se escribe con una cantidad escalofriante de ceros.
Cualquier domingo por la ma?ana, los paseantes -esas familias de la ciudad, con sus tres hijos de promedio- tendr¨¢n que recorrer un par de kil¨®metros de paseo, por el verde ininterrumpido, para verlas y jugar con ellas. A las puertas mismas de la galer¨ªa del Serpentine, donde el paseo se completa con dise?os, maquetas, objetos encontrados y esculturas menos monumentales, producto del trabajo de Moore durante los ¨²ltimos diez a?os, est¨¢ la primera, una Maternidad de bronce, m¨¢s de dos metros de largo, vol¨²menes y recovecos para el juego. Por las otras caras del pabell¨®n-galer¨ªa, donde al visitante se le ofrece un plano, innecesario por otro lado, dada la habilidosa colocaci¨®n, otras dos m¨¢s, la titulada Draped, casi cinco metros en tres piezas humanoides, cargadas de ritmo y pasadizos, brillos y descansos para las manos infatigables, y la mayor de las tres, la llamada Large two forms, de m¨¢s de seis metros, retorcido laberinto deslizante.
Templo de la vida
A partir de ah¨ª comienza un paseo que ha de bordear el lago Serpentine, en el que viven patos blancos y cisnes negros, y donde, en las horas reglamentarias, puede refrescarse el visitante con una cerveza o incluso comer regularmente y con cocina continental.
Una sola de estas monumentales obras -que s¨®lo en fundici¨®n de bronce han debido presentar una factura tremenda- est¨¢ hecha para ser contemplada, en el sentido cl¨¢sico del disfrute est¨¦tico. Se trata de The Arch, y como otras -las V¨¦rtebras, que es la mayor de todas, o ese tigre que lucha en sombra con un elefante igualmente de sombra- parece haber tomado forma de animal, esta vez toro sagrado, cuerno de puerta de ritos antiguos, y que debe ser vista, la ¨²nica blanca, la ¨²nica que no es d bronce, de lejos, del otro lado del lago, en un claro con un bosque a la espalda que recuerda el primer Turner. Es, seguramente, la huella que queda de esa voluntad ¨®sea en la curiosidad de Moore, palpable en la peque?a exposici¨®n en la que han sido trouv¨¦s extra?as osamentas, tibias y r¨®tulas s¨®lo ligeramente tocadas por el escultor que parece encontrar ah¨ª y en las ra¨ªces torcidas, en las piedras de geoda, es decir, en lo subterr¨¢neo y en bajo-carne, en lo oculto de los tres reinos de la naturaleza, las semejanzas y las ra¨ªces de su imaginaci¨®n. Es tambi¨¦n la se?al de que en estos diez a?os permanec¨ªa en sus manos -que es donde reside la inteligencia escultora- la marca de la imagen y el volumen tot¨¦mico, y esa experiencia t¨¢ctil, subcut¨¢nea de lo sagrado.
Se combina, en esta importante m¨¢quina de goce, la melancol¨ªa de los ¨¢rboles suicidas. A cada paso, los imponentes ¨¢lamos, negros ya de muerte, reciben las miradas sombr¨ªas de los visitadores, mientras los otros, sanos, siguen dando una sombra que nadie sabe lo que durar¨¢. La enfermedad del ¨¢lamo, a la que los bot¨¢nicos dan cien a?os m¨¢s de vida, y que ha costado miles de ¨¢rboles a este pa¨ªs que los ama -nadie puede cortar un ¨¢rbol, aunque sea de su propiedad-, est¨¢ llevando a la asfixia a estos verdes y altos, en los que se pueden imaginar fr¨ªvolos columpios de Fragonard: el diminuto escarabajo canadiense, que al parecer ha pasado ya al continente, pone al ¨¢rbol en situaci¨®n tal que, volviendo le?a su savia, ¨¦l mismo muere para impedir el paso del invasor por sus venas vegetales. Algo de com¨²n en esta visi¨®n entristecida por un cielo con escaso sol, la sombra levantada de los ¨¢rboles muertos y el bronce vivo de las esculturas de Moore: la recuperaci¨®n de una dimensi¨®n metaf¨ªsica, de una reflexi¨®n antigua sobre la fugacidad del mundo y de la vida.
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