Del aprendizaje de la democracia
Senador del PSOE por OviedoNos esforzamos todos en dejar atr¨¢s el dominio de la simplificaci¨®n que d¨¦cadas de autocracia ha impuesto como inercia en nuestro pensamiento y en nuestras reacciones. Una dictadura conlleva la reducci¨®n de la complejidad de la vida social y pol¨ªtica. El hombre reducido que se forma en las dictaduras es casi inevitablemente, un simplificador. ?O esto o lo otro?, muchas veces; ?O esto o el caos?, dice el aut¨®crata; y el dominado responde con otra simplificaci¨®n excesiva; ?Todo lo que proviene del aut¨®crata me lesiona; soy incompatible con ¨¦l?. De hecho, en las autocracias no hay opositores; hay disidentes y resistentes. Se mueven quienes las padecen y quienes son sus instrumentos en un clima de beligerancia; puede haber treguas, pero nunca paz. En estas circunstancias ni dominadores, ni dominados pueden confesar sus errores. Ser¨ªa demasiado grave; podr¨ªa ser explotado, por el contrario, en esta sorda lucha sin cuartel. La democracia es otra cosa. Extremadamente dif¨ªcil. Requiere un aprendizaje; un sabio —m¨¢s que sabio, prudente— uso de la contestaci¨®n a la postura del antagonista pol¨ªtico y una conciencia de que con ¨¦l existe un plano com¨²n. Ll¨¢mese este plano com¨²n, bien general, inter¨¦s nacional o mero compromiso para evitar que aparezcan grietas irremediables en los cimientos generales, el hecho es que la democracia se nutre de la oposici¨®n clara e inequ¨ªvoca, de la dura cr¨ªtica, pero tambi¨¦n de una solidaridad a algo que est¨¢ por encima de las diferencias. Ello permite a quienes act¨²an en la vida p¨²blica que ha correcci¨®n de un error no se transforme en una claudicaci¨®n. Facilita el aprendizaje a trav¨¦s del irremplazable sistema de aprender en los propios errores y de ilustrarse en los ajenos.
Respecto al anunciado viaje del Rey a la Rep¨²blica Argentina debemos, me parece, mantener la posici¨®n que mejor sirva al momento presente. Es necesario que, por una parte, se evite una hostilidad generalizada y que se corresponda a esta mesura con una apertura a la posibilidad de correcci¨®n. Lo condenable no es un posible error, sino el empecinamiento en ¨¦l.
Se detecta una secuela de la tendencia a extrapolar conceptos en la presentaci¨®n de la denominada ?doctrina Estrada? para justificar el viaje del Rey a Argentina. Se ha llegado a decir que este viaje es la consecuencia obligada de un pretendido deber de trato igualitario con todos los Estados. Es necesario, pues, una muy breve referencia al verdadero alcance de esta doctrina. La f¨®rmula propuesta por el canciller Estrada se refiere, en primer lugar, exclusivamente al supuesto de reconocimiento de Gobierno, o m¨¢s precisamente, al efecto sobre el mantenimiento de relaciones diplom¨¢ticas cuando acontece un cambio de Gobierno. En este caso, Estrada recomend¨® que era innecesario que el Estado que manten¨ªa relaciones diplom¨¢ticas con el pa¨ªs donde ocurr¨ªa el cambio entrase a calificar la idoneidad ideol¨®gica o pol¨ªtica del nuevo Gobierno, manteniendo las relaciones en el mismo nivel si el nuevo Gobierno controlaba el orden y ejerc¨ªa la administraci¨®n. Este principio, entendido en su verdadero y limitado alcance, es operativo y responde a una necesidad en un mundo en cambio, y compuesto por muchos pa¨ªses inestables, incluso esta ? desideologizaci¨®n? del reconocimiento podr¨ªa considerarse liberal, al oponerse a consideraciones tan ideol¨®gicas como las que prosperaron en la doctrina legitimista de la Santa Alianza. Espa?a ha utilizado esta f¨®rmula durante d¨¦cadas no solamente bajo el franquismo— y parece que no ser¨ªa mala cosa seguir utiliz¨¢ndola: evita fricciones y no otorga valor ideol¨®gico a los reconocimientos.
Distintas relaciones con cada Gobierno
Pero, no es l¨ªcito extrapolar su sentido, haci¨¦ndole significar lo que no dice ni literalmente, ni en su contexto. En ning¨²n caso equivale a afirmar que la intensidad de las relaciones deba ser igual con todos los Gobiernos, con aquellos afines en ideales y en proyectos de sociedad y con los que violan repetida, no ocasionalmente, los derechos humanos. No puede excluir el juicio ¨¦tico y pol¨ªtico. Este juicio, un Gobierno democr¨¢tico no lo elabora en la soledad as¨¦ptica de los gabinetes de trabajo: lo traduce de la opini¨®n de su pueblo y de la posici¨®n de las fuerzas pol¨ªticas que —para decirlo con la expresi¨®n de nuestro futuro texto constitucional— ?concurren a la formaci¨®n y manifestaci¨®n de la voluntad popular?. Si no cupiese la gradaci¨®n de trato, el mundo se convertir¨ªa en algo irreal: la buena educaci¨®n puede obligar a bailar con todas las muchachas que asisten a la fiesta no a hacerles a todas la corte: sin duda no a sacarlas al jard¨ªn: ninguna norma de urbanidad impone el gregarismo ni el amancebamiento. Los jefes de Estado asumen la representaci¨®n exterior de sus Estados. As¨ª lo dicen las constituciones. Personifican, lo digan o no, a los pa¨ªses. En los reg¨ªmenes presidencialistas, junto a esta representaci¨®n, encabezan los Gobiernos y, en consecuencia, dirigen y ejecutan la pol¨ªtica exterior. Tratan de los asuntos pendientes con otros Gobiernos, negocian. No los jefes de Estado de reg¨ªmenes no presidencialistas. Cuando existen asuntos pendientes, expectativas de importantes tratos, el contacto y el trato corresponden al Gobierno, al primer ministro y a los ministros.
Ser¨ªa irreal y excesivamente formal deducir que las visitas de jefes de Estado en reg¨ªmenes constitucionales y parlamentarios carecen de contenido concreto y real. Lo tiene y mucho. Pueden influir en la resoluci¨®n y encauzamiento de los negocios. Pero, su contenido esencial no es su resoluci¨®n. Crean un clima y ello es suficientemente importante. Pero no pueden quedar a la resulta del ¨¦xito o fracaso de los asuntos. Seria comprometerles con resultados cuya responsabilidad es de los Gobiernos y por lo que esto ser¨¢n elogiados o criticados, llegando la cr¨ªtica a hacerles retirar al electorado su confianza en la pr¨®xima elecci¨®n. Un Rey constitucional es, para garant¨ªa y preservaci¨®n de la instituci¨®n, no responsable.
Los jefes de Estado representan a los pueblos y los valores en que estas comunidades participan. En un momento de reconstrucci¨®n democr¨¢tica, tras una larga dictadura, estos valores son — al menos para buena parte de la poblaci¨®n incompatible con las desapariciones, con las detenciones irregulares de las polic¨ªas y de los grupos parapoliciacos con el terror en las largas madrugadas en que se escucha desvelado y angustiado el ruido de la detenci¨®n de un autom¨®vil los pasos en la escalera, la insistente pulsaci¨®n del timbre de la puerta...
En la reconstrucci¨®n pol¨ªtica espa?ola en curso contamos, entre otros importantes activos, con la innegable popularidad del Rey. Popularidad interior y exterior. Representante de parlamentario de una regi¨®n de dilatada y heroica tradici¨®n liberal, de tradici¨®n, asimismo socialista, he podido comprobar en gentes de antecedentes no ciertamente mon¨¢rquicos un creciente respecto hacia su figura, respeto basado en una esperanza de un futuro democr¨¢tico y progresista. Igualmente, como tantos otros, he detectado esta esperanza en pa¨ªses extranjeros que son, o aspiran a ser, democr¨¢ticos o liberales. Con la graciosa y eficaz ayuda de la Reina, don Juan Carlos ha sabido crear un clima de esperanza. Por razones obvias, esta simpat¨ªa y expectaci¨®n son mayores en los pa¨ªses americanos de lengua espa?ola. La tentaci¨®n de usar al Rey en las relaciones internacionales debe ser, pues, muy poderosa. Pero es menester saber hacer buen uso y no caer en la imprevisi¨®n y en el exceso. Un Rey no puede quedar sujeto al ¨¦xito o fracaso de un negocio: ni siquiera al resultado de la liberaci¨®n de compatriotas indebidamente detenidos. Ni es su funci¨®n ni debe ser su riesgo.
No me cabe duda de que la visita, de mantenerla, se saldar¨ªa con un enorme ¨¦xito de masas. Viven en la Argentina m¨¢s de un mill¨®n de espa?oles: muchos de ellos desean en su subconsciente poder sajar el quiste esquizofr¨¦nico que represen amar entra?able y nost¨¢lgicamente a la patria y detestar o despreciar a sus pasados Gobiernos. Pero, ?basta esto? ?Justifica un ¨¦xito de p¨²blico o incluso la aparici¨®n milagrosa de ciertos compatriotas desaparecidos, el riesgo del desgaste?
Despu¨¦s de Argentina ?habr¨¢ raz¨®n para no viajar a Chile? Chile donde, para ser veraces, impera hoy un grado mejor de represi¨®n que en Argentina. Pero un Chile que los espa?oles de las generaciones j¨®venes —incluso de la generaci¨®n del Rey— han identificado con la p¨¦rdida de una gran esperanza.
Nada m¨¢s delicado, ni m¨¢s importante, que esa dif¨ªcil dosificaci¨®n entre presencia y distancia a que est¨¢n obligados las personas a las que la Historia ha concedido un valor de representantes de una comunidad. Nada m¨¢s exigible que la obligaci¨®n de quienes gobierna que evitar que tales figuras puedan correr el riesgo de la mala interpretaci¨®n.
Tras la ret¨®rica vac¨ªa, y compensatoria de la ¨¦poca pseudoimperial del r¨¦gimen franquista, la realidad es que con los pa¨ªses americanos de lengua espa?ola, tenemos muchos v¨ªnculos comunes, padecemos bastantes malentendidos, se nos abren con ellos posibilidades importantes. En concreto, con Argentina buen n¨²mero de espa?oles estamos unidos por lazos muy profundos. Uno entre millares, tengo enterrada en el cementerio bonaerense de La Chacarjta a mi abuela paterna, me naci¨® una hija porte?a y publiqu¨¦ mi primer libro —cuando nos acog¨ªamos a mayor libertad editorial fuera de las fronteras— en la editorial Losada, de la calle de Alsina.
Son nuestros parientes y amigos. ?Parientes y amigos? (Kith and Kin) eran invocados por el ala derecha del Partido Conservador brit¨¢nico en los a?os cincuenta para oponerse a toda condena de la pol¨ªtica racista de apartheid surafricana. La misma invocaci¨®n en los sesenta para impedir que Londres cumpliese con su deber frente a la secesi¨®n racista de lan Smith en Rhodesia. En los a?os cincuenta las inversiones inglesas en la Uni¨®n Surafricana exced¨ªan los 1.500 millones de esterlinas, de entonces. Los contratos —construcciones navales, montajes de autom¨®viles, etc¨¦tera— en juego eran considerables. La soberana brit¨¢nica era reina de la Uni¨®n Surafricana —desde 1953 hasta la declaraci¨®n de la Rep¨²blica en 1960—. Miembros ambos pa¨ªses de una comunidad organizada y real. Incluso en cuestiones de nacionalidad hab¨ªa m¨¢s matices que una diferencia tajante. Isabel II, de Gran Breta?a, no visit¨® durante su reinado a la Uni¨®n Surafricana. Nadie menos ideologizado que un tory. Pues bien, fue un ministro conservador quien, venciendo la resistencia del lord Salisbury, ahog¨® por el voto anti-apartheid en la ONU y un primer ministro tory y formado en Eton, MacMillan, quien en 1960, en El Cabo, lanz¨® al Parlamento blanco surafricano la m¨¢s tremenda requisitoria contra el racismo: el discurso de ?los vientos del cambio?. No es l¨ªcito dudar en las motivaciones ¨¦ticas del estadista anglosaj¨®n. Pero, concurr¨ªa, ciertamente otra raz¨®n: mantener la credibilidad democr¨¢tica y liberal del Reino Unido.
No necesito decir que est¨¢ lejos de mi imaginaci¨®n la escena de un gobernante espa?ol condenando los secuestros en un discurso a los postres de un banquete en la Casa Rosada, o en el hemiciclo del, habitualmente desierto, Congreso bonaerense. No. No se trata de presi¨®n espectacular. Simplemente de no mezclar a la Corona en operaciones que se prestan a mala interpretaci¨®n en el extranjero y, sobre todo, en Espa?a. Es dudoso, en todo caso, que la visita pueda influir de manera apreciable y durable en una orientaci¨®n democr¨¢tica de aquel pa¨ªs. No cabe negarlo a priori de manera tajante. Ahora bien, los espa?oles tenemos experiencias recientes que abonan la duda. El viaje de Eisenhower a Madrid no impidi¨®, a?os despu¨¦s, la represi¨®n de las huelgas de Asturias, ni la ejecuci¨®n de Grimau; el de Nixon las ejecuciones de Hoyo de Manzanares.
Si los intereses concretos lo exigen, si hay alguna posibilidad de influir ?desde la amistad?, podr¨ªa desplazarse o el presidente del Gobierno o alguno de sus ministros. En este caso, el eventual ¨¦xito ser¨ªa justo premio al riesgo corrido. Pero no el monarca. Es necesario en este per¨ªodo de asentamiento de la a¨²n fr¨¢gil democracia, evitar cualquier sombra o equivoco sobre su figura.
Aprendizaje por la correcci¨®n de los errores
Dec¨ªa al principio que bajo la autocracia, dominadores y dominados se enfrentaban desde absolutos. Dif¨ªcil, si no imposible, era corregir, reconocer errores. Pero en democracia no existe, no debe existir, un enfrentamiento existencial. Un error, un fracaso, un traspi¨¦s del Gobierno no es necesariamente un triunfo de la Oposici¨®n; ni, inversamente, un desatino de ¨¦sta, un robustecimiento de aqu¨¦l. Estamos en la misma barca. Es esencial que ¨¦sta pueda cambiar de remeros cuando as¨ª lo decida el pa¨ªs en las urnas. Corregir un error cuando se hace por buenas razones no debe preocupar con exceso a quien realiza la correcci¨®n. Bien al contrario, manifestando con rapidez su capacidad de enmendar, demostrar¨ªa una sensibilidad respecto a lo que siente la opini¨®n p¨²blica, un valor moral y una comprensi¨®n del sentido del proceso en que nos encontramos que merecer¨ªa una actitud de honesta compresi¨®n.
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