Las escuchas telef¨®nicas
LA INFRACCI?N de normas penales por funcionarios p¨²blicos, obligados a respetarlas por compromisos de honor y tambi¨¦n por las remuneraciones que reciben con cargo a los presupuestos, adquiere una connotaci¨®n todav¨ªa m¨¢s grave cuando quienes violan las leyes pertenecen, adem¨¢s, a cuerpos especiales encargados de perseguir a los ciudadanos que atentan contra ellas. Las escuchas telef¨®nicas realizadas por funcionarios p¨²blicos sin previo mandato judicial constituyen una alteraci¨®n del orden jur¨ªdico id¨¦ntica a cualquier otro delito que viole los derechos a la intimidad de las personas. Un acontecimiento, relativamente reciente, mostr¨® hasta qu¨¦ punto sociedades de vieja tradici¨®n democr¨¢tica interna consideran una cuesti¨®n de principios la protecci¨®n de las libertades ciudadanas frente a las crecientes invasiones del Estado. Porque el asunto Watergate no finaliz¨® hasta que el encadenamiento de responsabilidades y complicidades lleg¨® hasta la propia presidencia de la Rep¨²blica norteamericana. y forz¨® a Richard Nixon a dimitir de su cargo.La reivindicaci¨®n -en declaraciones a Diario 16- por algunos miembros del Cuerpo General de Polic¨ªa de la inaudita haza?a de haber registrado las conversaciones telef¨®nicas del ministro del Interior abre un nuevo cap¨ªtulo en, la historia de los abusos del poder y de la arrogancia de quienes utilizan para fines particulares las atribuciones de la funci¨®n p¨²blica que desempe?an. Asombra, ante todo, el descaro y la jactancia con que varios funcionarios, a quienes se han confiado competencias y medios materiales para hacer respetar la ley, proclaman haberla quebrantado. Si la tristemente c¨¦lebre nota de la Asociaci¨®n General de la Polic¨ªa, fechada el pasado 30 de agosto, bordeaba ya las fronteras de lo tolerable, resulta, dif¨ªcil excluir la hip¨®tesis de que ahora se trata de una provocaci¨®n, ideada para someter al Gobierno a una prueba de fuerza. Porque nos hallamos, de confirmarse los hechos, ante una insubordinaci¨®n en toda regla, protagonizada por un grupo de funcionarios de un cuerpo b¨¢sico de la seguridad estatal que se esfuerza por arrastrar tras de s¨ª, invocando la solidaridad profesional, a todos sus compa?eros. Una insubordinaci¨®n que, de a?adidura, no deja al Gobierno salida alguna para la negociaci¨®n con quienes la han protagonizado. Si a los custodios de la ley se les permite infringirla, a ning¨²n ciudadano se le podr¨¢ exigir que la cumpla.
Se pone, as¨ª, espectacularmente de manifiesto el fondo de la cuesti¨®n que est¨¢ latiendo en todo el conflicto entre un sector del Cuerpo General de Polic¨ªa, por un lado, y el resto de la Administraci¨®n y la sociedad espa?ola, por otro. Los absurdos intentos de transformar a los partidos pol¨ªticos, a las instituciones democr¨¢ticas y a las m¨¢s altas jerarqu¨ªas del Estado en culpables de la impunidad de los atentados terroristas no se reducen al deseo de proyectar en los dem¨¢s las propias responsabilidades. Tambi¨¦n implican una protesta porque la nueva legalidad democr¨¢tica somete a control parlamentario y judicial las actuaciones policiales, excluyendo de su campo de atribuciones y competencias lo que no se halla conforme a derecho o lo que abiertamente lesiona o viola los derechos humanos de la persona. Con la reivindicaci¨®n de su acci¨®n ilegal, el grupo de funcionarios que la ha perpetrado decide tomarse la injusticia por su mano; es decir, hacer patente que aspira a que entre sus derechos figure el de no respetar los derechos de los dem¨¢s y no hallarse sujetos a la ley que obliga al resto de los espa?oles. Pero no puede existir Estado de Derecho si los miembros del aparato estatal no se someten a las mismas normas que vinculan a la sociedad entera. De otra forma, estar¨ªan abiertas de para en par las puertas para que los custodios de la ley se transformaran en propietarios del poder y los ciudadanos en s¨²bditos. Los espa?oles protestan porqu¨¦ los servidores del orden p¨²blico son asesinados a mansalva por cobardes criminales que ocultan sus delirios tras supuestas motivaciones pol¨ªticas. Pero ahora est¨¢n absortos ante el hecho de que algunos guardianes de la sociedad quier¨¢n descargar sobre la propia sociedad sus responsabilidades.
La gravedad de las revelaciones hechas a prop¨®sito de las escuchas telef¨®nicas alcanzan casi el techo del absurdo cuando se repara en que es el titular de la cartera del Interior, a cuyas ¨®rdenes se halla el Cuerpo General de Polic¨ªa, la v¨ªctima de esa tropel¨ªa. Hay que recurrir a las novelas de Le Carr¨¦, o a la inversi¨®n especular de la paradoja de Chesterton en El hombre que fue jueves, para familiarizar a la imaginaci¨®n con este desprop¨®sito: el ministro de la polic¨ªa espiado por la propia polic¨ªa, que en su loco proyecto de conseguir la autonom¨ªa total dentro del Estado rompe incluso el v¨ªnculo que le une con la Administraci¨®n. ?De verdad cree ese sector de funcionarios que el sueldo que reciben les llueve m¨¢gicamente del cielo y no de los bolsillos de los contribuyentes, o que la placa y la pistola de que disponen les pertenecen como propiedad privada y no como simple delegaci¨®n del cuerpo social?
Digamos adem¨¢s que el intento de implicar a los medios de comunicaci¨®n -entre ellos, este peri¨®dico- en esta rocambolesca insubordinaci¨®n de miembros de un Cuerpo del Estado contra el Estado se halla, simplemente, fuera de lugar. En principio, porque la ¨²nica conversaci¨®n telef¨®nica que ha tenido recientemente el director de este peri¨®dico con el ministro del Interior dur¨® un minuto escaso y fue para concertar una cita. Si lo que se ha grabado -seg¨²n los arrogantes funcionarios- es una conversaci¨®n directa y personal el tema nos parece m¨¢s preocupante todav¨ªa. Por lo dem¨¢s, hay que esperar a o¨ªr. las cintas o leer su transcripci¨®n para dar fe de si efectivamente nos encontramos ante un est¨²pido caso de espionaje o ante una falsificaci¨®n.
En cualquier caso, la prensa independiente lo es no porque est¨¦ siempre en contra de todas las posturas, sino porque no embandera por presi¨®n o necesidad ninguna. En el conflicto entre el se?or Mart¨ªn Villa y los sectores insubordinados del Cuerpo General de Polic¨ªa, la autoridad del Estado y la dignidad de la sociedad est¨¢n siendo defendidas por el ministro del Interior; ese mismo ministro cuyo cese o dimisi¨®n irrevocable se pidi¨® en un editorial del que todav¨ªa no hemos dicho nada en contra, a ra¨ªz de los lamentables y sangrientos sucesos de Pamplona y Renter¨ªa. Si el Gobierno hubiera hecho valer su autoridad a tiempo, no se encontrar¨ªa ahora en posici¨®n tan desairada.
Por ¨²ltimo, es cierto que no debe juzgarse una instituci¨®n por los hombres -o por parte de los hombres- que en ella trabajan. Espa?a necesita una polic¨ªa democr¨¢tica, y estamos convencidos de que en su gran parte esa polic¨ªa est¨¢ ya encuadrada en la existente. Nos parecen explicables y comprensibles las reacciones humanas, de compa?erismo o de esp¨ªritu de cuerpo. Pero ni el pa¨ªs puede prescindir de los muchos y competentes polic¨ªas que ya posee, ni permitir que los restos autoritarist¨¢s puedan echar a perderla instituci¨®n entera.
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