Nuestra ciencia/1
Certera y oportunamente distingui¨® Mara?¨®n las dos formas cardinales del patriotismo: el obvio ?patriotismo de la patria? y el menos obvio ?patriotismo del tiempo?, ese que nos vincula que debe vincularnos, m¨¢s bien, porque a la esfera del deber pertenece- a la particular situaci¨®n hist¨®rica en que nos haya tocado vivir. Por arduo que nuestro tiempo sea, por fuerte que ante ¨¦l surja en nosotros la tendencia hacia la enso?aci¨®n nost¨¢lgica o hacia la enso?aci¨®n ut¨®pica, amarte con amor de perfecci¨®n es, m¨¢s que virtud, signo de salud an¨ªmica. Mal anda de ella quien habitualmente viva en el horror a su presente, en la ?parontofobia?, seg¨²n el sonoro t¨¦rmino que para ese estado propuso el fil¨®logo Manuel de Rabanal. Pues bien, a esas dos direcciones del patriotismo alude el t¨ªtulo de mi reflexi¨®n. A la ciencia que hoy se hace y a la ciencia que hacemos los espa?oles se refiere, en efecto, el pronombre ?nuestra?.Nuestra ciencia. Hace tres cuartos de siglo se preguntaba Cajal: ??Por qu¨¦, encerrando Espa?a una poblaci¨®n igual a la suma de los habitantes de Suiza, Suecia y Holanda, han surgido de ella menos ideas cient¨ªficas que en cualquiera de esas naciones?? Con mayor energ¨ªa que entonces debemos hacernos nosotros esa punzante interrogaci¨®n, porque mayor importancia que entonces tiene hoy la ciencia en la vida de los pueblos. Es, nada m¨¢s evidente, la tan tra¨ªda y llevada cuesti¨®n de la ciencia espa?ola. Para lo que en ella es historia pasada, puro conocimiento de lo que aconteci¨®, dos valiosos, ineludibles estudios, nos ha ofrecido la investigaci¨®n hist¨®rica de estos ¨²ltimos a?os: uno ya publicado, la Historia de la ciencia espa?ola, de Juan Vernet (Madrid, 1975), en cuyas p¨¢ginas compiten la informaci¨®n y la ponderaci¨®n, y otro a punto de salir de las prensas, Ciencia y t¨¦cnica en la sociedad espa?ola de los siglos XVI y XVII, de Jos¨¦ Mar¨ªa L¨®pez Pi?ero, espl¨¦ndido estudio minucioso, objetivo, polidimensional; atento, por tanto, a los aspectos demogr¨¢ficos, sociopol¨ªticos, socioecon¨®micos y sociorreligiosos de la producci¨®n cient¨ªfica, no s¨®lo a su esencial dimensi¨®n intelectual o t¨¦cnica- de lo que a tal respecto hicimos los hispanos en nuestros dos m¨¢ximos siglos. Sobre el firme suelo historiogr¨¢fico que ofrecen, juntos, el libro de Vernet y el de L¨®pez Pi?ero, deber¨¢ levantarse hoy la inc¨®moda, pero necesaria, pregunta de nuestro genial hist¨®logo; a la cual, ac¨¦pteseme la autorreferencia, algo creo haber respondido yo en mi recient¨ªsimo ensayo Cajal en la historia de Espa?a.
Vengamos tan s¨®lo a lo que desde hace un siglo ha sido nuestra ciencia. Bien penoso se nos muestra el punto de partida: lo que nuestra producci¨®n y nuestra informaci¨®n cient¨ªfica fueron desde la guerra de la independencia hasta la restauraci¨®n de Sagunto. Pese a la existencia de modest¨ªsimas colinas personales, cuya contemplaci¨®n produce en nosotros una mezcla de simpat¨ªa, ternura y amargura, penoso p¨¢ramo es entonces la vida cient¨ªfica de nuestro pa¨ªs. Que nos lo digan un suceso y un juicio. En 1849, durante un viaje tur¨ªstico a la Espa?a de Merim¨¦e, un gran sabio alem¨¢n, A. K?lliker, visit¨® nuestro museo de Ciencias Naturales. El director de ¨¦ste, distinguido entom¨®logo, no sab¨ªa manejar el excelente microscopio que decoraba su despacho. ? Luce en su laboratorio -escribir¨¢ luego K?lliker, recordando su viaje- un magn¨ªfico microscopio franc¨¦s, y como yo le preguntara si hab¨ªa investigado algo con ¨¦l, me respondi¨® que no hab¨ªa tenido todav¨ªa ocasi¨®n de aplicarlo a sus trabajos cient¨ªficos por desconocer su manejo. Rog¨®me que hiciera alguna demostraci¨®n con dicho instrumento. Entonces, con mi amigo Wittich, proced¨ª a mostrarle los gl¨®bulos de la sangre humana y la fibra muscular estriada, ante cuyo espect¨¢culo revel¨® alegr¨ªa infantil y nos dio gracias calurosas. ? El juicio procede de la obra de Juan Vernet antes mencionada: seg¨²n su bien documentado autor, el retraso de la matem¨¢tica espa?ola por los a?os de la Restauraci¨®n y la Regencia puede ser cifrado en medio siglo. Entre 1815 y 1875 hubo, s¨ª, espa?oles que se esforzaron por hacer alguna ciencia original, o al menos por leer parte de la que entonces se hac¨ªa en Europa, pero el recuerdo de su animosa y acantonada tarea no quita tristeza a la realidad de que emergen esa an¨¦cdota y este juicio.
En virtud de una serie de concausas -paz pol¨ªtica y social; relativa libertad de pensamiento; creciente estimaci¨®n de la ciencia en el mundo occidental; extinci¨®n de las ?altas llamaradas de esfuerzo? (Ortega) que durante los decenios anteriores hab¨ªan sido las vidas espa?olas- a partir de 1875 florece sobre nuestro suelo un grupo de espa?oles rigurosamente ins¨®lito e innovador; hombres que en sus respectivas ciencias est¨¢n al d¨ªa de Europa -y producen una obra que, con eminencia mayor o menor, seg¨²n los casos, puede contar en la historia universal de la disciplina a que pertenezca: Cajal, Ol¨®riz, San Mart¨ªn, G¨®mez Oca?a, Ferr¨¢n, Turr¨®, Torres Quevedo, Bol¨ªvar, Calder¨®n, Torroja, en lo tocante a las ciencias de la naturaleza; Men¨¦ndez Pelayo, Juli¨¢n Ribera, Eduardo de Hinojosa, Manuel B. Coss¨ªo, en lo relativo a las ciencias humanas. ElIos y sus m¨¢s inmediatos disc¨ªpulos y sucesores son los titulares de la moderna ciencia espa?ola.
Entre 1920 y 1935, nuestra ciencia no hab¨ªa quitado a¨²n todo su fundamento real a la anterior pregunta de Cajal, pero se hallaba en ¨®ptimo camino para hacerlo. El propio Cajal, cuya cabeza sigue dando espl¨¦ndidos frutos, se halla rodeado por los grandes de su escuela; s¨®lo el malogrado Ach¨²carro falta. ?La pretendida incapacidad de los espa?oles para todo lo que no sea producto de la fantas¨ªa o de la creaci¨®n art¨ªstica, ha quedado reducida a t¨®pico rampl¨®n?, escribe, orgulloso, el a?o en que le jubilan de su c¨¢tedra. Junto al suyo, varios grupos cient¨ªficos en pleno auge: el de Men¨¦ndez Pidal, el de As¨ªn Palacios, el creado por Hinojosa, los de Bol¨ªvar y Hern¨¢ndez Pacheco, Ortega y Zubiri hacen del nuestro -por f¨ªn- un idioma filos¨®fico. G¨®mez Moreno, Bosch Gimpera y Obermaier descubren a Europa tesoros de nuestro pasado. Cabrera, Palacios, Catal¨¢n y Duperier crean f¨ªsica de calidad. Moles establece pesos at¨®micos con vigencia universal. Los qu¨ªmicos Obdulio Fern¨¢ndez y Antonio Madinaveitia han alcanzado nivel europeo en su magisterio. Mara?¨®n, Lafora, Garc¨ªa Tapia y Goyanes producen medicina de exportaci¨®n, y fisiolog¨ªa de exportaci¨®n comienzan a hacer, junto a Negr¨ªn, Ochoa y Grande. El farmac¨®logo M¨¦ndez empieza a ser lo que ahora es. Rey Pastor, Terradas y Rodr¨ªguez Bachiller ponen a la altura de los tiempos la menesterosa matem¨¢tica espa?ola. La fisiolog¨ªa de Augusto Pi y Su?er y su escuela, la qu¨ªmica de Emilio Jimeno y la de Antonio Garc¨ªa Ban¨²s brillan en Barcelona. Novoa Santos ense?a en Santiago, y luego en Madrid. En Zaragoza, Rocasolano y los suyos cultivan con ¨¦xito la qu¨ªmica coloidal y la del suelo. Garrigues renueva nuestro derecho mercantil. Dos o tres decenios por este camino, y Espa?a hubiese producido -repetir¨¦ una f¨®rmula m¨ªa- la ciencia correspondiente a un pa¨ªs europeo de veinticinco millones de habitantes.
Lo impidi¨® el trauma terrible de nuestra guerra civil, y no s¨®lo por la copiosa emigraci¨®n de hombres de ciencia a que la contienda dio lugar, tambi¨¦n -y en no menor medida- porque la ciencia misma no interesaba de veras a los gerentes de la reconstrucci¨®n del pa¨ªs. ?Por qu¨¦ de la direcci¨®n del Instituto Cajal no fueron encargados Tello y Castro, los dos sabios m¨¢s autorizados para asumirla? ?Por qu¨¦ la restauraci¨®n de los estudios f¨ªsicos no fue encargada a Palacios y Catal¨¢n? ?Por qu¨¦ Moles, que hab¨ªa quedado en Espa?a, no pas¨® de la persecuci¨®n al magisterio? ?Por qu¨¦ no se encomend¨® a Men¨¦ndez Pidal, G¨®mez Moreno, D¨¢maso Alonso y Rafael Lapesa la prosecuci¨®n de las tareas que hasta 1936 hab¨ªa llevado a cabo el Centro de Estudios Hist¨®ricos? ?Por qu¨¦ la conducta con Ortega y con Zubiri fue la que fue entre 1939 y 1950? Si a los que durante esos a?os fueron rectores de nuestra pol¨ªtica general y nuestra pol¨ªtica cient¨ªfica les hubiese interesado de veras la ciencia -subrayo: de veras-, ?habr¨ªan prescindido de los hombres que acabo de mencionar y de otros a ellos semejantes?
Bien: loque fue, fue, yaunque no debamos olvidarlo, tampoco podemos quedamos, ante su espect¨¢culo, a la manera de la mujer de Lot, e incluso agravando su gesto famoso, en la in¨²til consideraci¨®n de ?lo que hubiera sucedido si ...?. A partir de ese d¨®ble pasado -crecimiento prometedor entre 1875 y 1935, trauma retrogradante entre 1939 y 1950se ha constituido la ciencia que hoy tenemos. ?Qu¨¦ pensar de ella? Y sobre todo: ?c¨®mo, sobre la base de lo que ella es, podr¨ªamos conquistar la meta en que hoy debe transformarse la consigna antes mencionada: producir la ciencia correspondiente a un pa¨ªs europeo de 35 millones de habitantes? Creo que el tema bien vale otro art¨ªculo.
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