Los para¨ªsos artificiales
Cuatro semanas sin televisi¨®n. Una idea fant¨¢stica convertida en pel¨ªcula documental. Los alemanes realizaron este experimento decisivo con dos matrimonios obreros y los resultados valen m¨¢s que cualquier sesudo tratado sobre el tema. ?Qu¨¦ les ocurri¨® a esas dos parejas? Sencillamente fue como si un cicl¨®n hubiera arrasado sus vidas sumi¨¦ndolas en el m¨¢s apocal¨ªptico desconcierto.El primer matrimonio intent¨® llenar el vac¨ªo comprando otros aparatos mec¨¢nicos, pero ninguno se adue?aba de sus sentidos como el televisor. Como no sab¨ªan qu¨¦ hacer con el tiempo, ya sin valor, trataron de reanudar las relaciones con familiares y amigos. Toparon con el muro de los otros, ocupados en lo que ellos hab¨ªan perdido. En definitiva, hubieron de organizar nuevamente su desmantelada vida a partir de cero. El segundo matrimonio, cuyos horarios de trabajo solo les permit¨ªan verse por la noche, estaba acostumbrado a matar el poco tiempo que ten¨ªan ante el televisor. Privada del sumo sacerdote que un¨ªa su parco destino cotidiano, la pareja se encontr¨® sola frente a frente, descubriendo simas desconocidas en su relaci¨®n. Todo acab¨® en una profunda crisis matrimonial. Caro les cost¨® el experimento a estos cuatro cobayos, que ten¨ªan la fe del carbonero en la m¨¢xima ?lo que el televisor ha unido, que no lo desuna el hombre ?.
Cuatro semanas sin televisi¨®n, ?qui¨¦n puede soportar eso? Un mes entero sin dios, sin gu¨ªa, sin br¨²jula, sin raci¨®n cotidiana de alienaci¨®n, sin estabilidad, sin horario, sin referencias, sin amor, sin amigos, sin sentido. Cuatro semanas sin televisi¨®n es el vac¨ªo, la subversi¨®n. El orden ya no es caos en reposo.
La clase obrera y la clase media pueden prescindir de muchas cosas porque est¨¢n acostumbradas. Pueden pasarse sin carne, sin sindicatos, incluso sin f¨²tbol, pero que no les quiten la televisi¨®n. Las clases elevadas tienen otras compensaciones: para ellas la televisi¨®n es la vida social.
Segismundo, en su cueva, ignoraba que pudiera haber otra cosa que no fuese la roca que le rodeaba. No se sent¨ªa prisionero. Dentro de su cueva el telespectador tambi¨¦n carece de sentido de la realidad. El problema no est¨¢ en la calidad de los programas, sino en el invento en s¨ª, verdadero gulag de las sociedades occidentales. La televisi¨®n ha tendido las alambradas y el cautivo llega a instalarse confortablemente dentro de ellas sin necesidad de respiro exterior. S¨®lo exige que la pantalla se encienda porque esa es su vida, su tiempo, su compa?¨ªa m¨¢s ¨ªntima. Porque la imagen cambiante le arrebata impidi¨¦ndole ya para siempre quedarse a solas consigo mismo. Si s¨®lo nos es segura nuestra inseguridad, la luz de la pantalla milagrosa proporciona lo que nadie puede darnos: protecci¨®n.
Es sabido que la televisi¨®n es un vicio en el m¨¢s estricto sentido del t¨¦rmino. Un vicio similar a los cl¨¢sicos: droga, alcohol, juego, cleptoman¨ªa, masturbaci¨®n. Se vive por ¨¦l y para ¨¦l. Est¨¢ recreando nuestra vida. Es un diosecillo que nos instala en una nueva realidad.
Cuando se dice que la televisi¨®n es diversi¨®n se est¨¢ haciendo una referencia profunda: significa que nos eleva a un para¨ªso artificial que impide el ensimismamiento y proporciona alteraci¨®n, por emplear la terminolog¨ªa de Ortega. La p¨¦rdida de la conciencia est¨¢ asegurada. ?No vivimos para pensar, sino al rev¨¦s: pensamos para lograr sobrevivir?, dec¨ªa el mismo Ortega. Con el invento televisivo se llega mucho m¨¢s lejos: nos anulamos para poder sobrevivir. El hombre medio cierra as¨ª perfectamente el ciclo de su existencia cotidiana. Su d¨ªa comienza con la alteraci¨®n del trabajo y termina con la alteraci¨®n de la televisi¨®n. Ni un solo momento, en la sucesi¨®n de los d¨ªas, para comprobar su identidad.
El mecanismo se complica y el contagio llega hasta el propio grupo familiar. En su estado l¨ªmite, la familia consigue identificarse s¨®lo gracias al aglutinante televisivo. La pareja, como en el caso del matrimonio alem¨¢n, subsiste por la desdramatizaci¨®n-anulaci¨®n a que le somete el aparato. Si la luz se apaga en un momento dado, el vac¨ªo se proyecta sobre la pareja como un cuchillo, en medio de las sombras el uno no reconocer¨¢ a la otra. Condenados al para¨ªso artificial, la ficci¨®n de que familia que ve televisi¨®n unida permanece unida mantiene su l¨®gica aplastante.
Este moderno opio de los pueblos envuelve de tal manera la vida cotidiana que cabe preguntarse si realmente la televisi¨®n no habr¨¢ acabado con la realidad, convirtiendo al individuo en espectador alterado y al grupo familiar en simple coro.
Los inventos del siglo son sumamente peligrosos. Lo es la energ¨ªa nuclear, lo es la televisi¨®n. Y curiosamente solo se toman precauciones con respecto a aqu¨¦lla. La energ¨ªa televisiva no mata manera dram¨¢tica, pero es un veneno lento y soterrado, eficaz. Penetra en nuestras vidas para regalarnos una muerte m¨¢s sutil: nos va desintegrando, poco a poco; nos va convirtiendo en observadores de una existencia que no es la nuestra. Al final casi no nos damos cuenta de que somos exquisitos cad¨¢veres mustios, ¨²nicamente dotados de ojos inertes y de o¨ªdos para el eco. ?Y si Espa?a se quedara cuatro semanas sin televisi¨®n? Imag¨ªnense ustedes la cat¨¢strofe. La conmoci¨®n ser¨ªa de tal calibre que muy probablemente asistir¨ªamos a grandes manifestaciones de masas aleladas y somnolientas, a suicios colectivos, a la desbandada laboral de trabajadores alucinados, al desplome de la familia y a asesinatos entre c¨®nyuges. ?Qu¨¦ inmensa subversi¨®n de funciones y valores! Los polic¨ªas y los jueces ver¨ªan reblandecido su sentido del deber. Los delincuentes carecer¨ªan de incentivo. Los sacerdotes tratar¨ªan de pescar en ese r¨ªo revuelto. Los pol¨ªticos improvisar¨ªan una nueva metodolog¨ªa que aplicar a las masas fantasmag¨®ricas. Los terroristas perder¨ªan sus papeles, puesto que ya el caos se habr¨ªa adue?ado de las calles.
Treinta y cinco millones de personas a la deriva, sin rostro. Como si hubiera sido lanzada la bomba at¨®mica. Los ¨ªnfimos supervivientes podr¨ªan comprobar los efectos: treinta y cinco millones de tortugas ya no marchar¨ªan hacia las playas, habr¨ªan perdido el sentido de la orientaci¨®n y caminar¨ªan penosamente arena adentro, hacia el desierto, para morir all¨ª sin clemencia, achicharradas por el sol.
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