Que vengan a buscarte
Seas anciano o ni?o, en ese acto tan cotidiano de que alguien te espere anida la excepcionalidad del amor

Son dos escenas aparentemente inconexas que sucedieron con cinco a?os de diferencia. La primera de ellas tuvo lugar a finales de marzo de 2020, en una habitaci¨®n de hospital en la que mi abuela se recuperaba de una operaci¨®n de f¨¦mur tras una rotura de cadera. Animada, pronto pudo empezar a ponerse en pie con ayuda de un andador, lo que auguraba una buena recuperaci¨®n. Una de las tardes en que estuvo ingresada, me qued¨¦ con ella para que mi madre, que no la hab¨ªa dejado sola ni un momento, librara. Se march¨® y, a las dos horas, cuando regres¨®, mi abuela, recostada en la cama terminando su habitual crucigrama, mir¨® hacia la puerta. Al ver a su hija, pronunci¨® su nombre en un susurro y su semblante cambi¨® por completo. Mi abuela, en sus cabales, tan l¨²cida como siempre, volvi¨® a tener entonces cinco, seis, siete a?os. Regres¨® a su infancia. Entonces, repiti¨® el nombre de su hija en un tono m¨¢s alto, como si m¨¢s que un nombre fuera un asidero, la puerta a otro lugar. Como si hubiera temido, a lo largo de dos terribles y largu¨ªsimas horas, que la hubiera abandonado y no fuera a volver. Aquel d¨ªa, en la musicalidad tan singular con que mi abuela pronunci¨® un nombre, vislumbr¨¦ los matices de una vida entera. El episodio me impresion¨® tanto que lo inclu¨ª en una novela. Me dije que as¨ª lo recordar¨ªa, pero no fue as¨ª.
La segunda escena sucedi¨® la semana pasada. Trat¨¦, sin ¨¦xito, de dejar a mi hija en una guarder¨ªa. Los primeros d¨ªas tiene lugar la adaptaci¨®n, proceso en que el adulto a cargo del ni?o lo acompa?a para que la separaci¨®n no sea demasiado brusca, de manera que fue ya el tercer d¨ªa cuando la dej¨¦ un rato sola por primera vez. Regres¨¦ al cabo de una hora y me la encontr¨¦ llorando, con el rostro demudado, agarrada a una pelota de toalla azul. Me qued¨¦ detenida. No solo en el lugar, aquella sala luminosa llena de ni?os y educadoras, sino en el tiempo. No fue el llanto, sino la mirada lo que me dej¨® noqueada. Ella, que a¨²n no habla, pero s¨ª se sostiene ya de pie, dijo, a su manera, mi nombre. Me devolvi¨® a la habitaci¨®n de hospital y record¨¦ lo olvidado: una verdad que da sentido a otra. Aprend¨ª, ese d¨ªa, a mis 40 a?os, entre los hipidos de una ni?a de un a?o que hab¨ªa cre¨ªdo que no iba a volver, algo definitivo que tiene que ver con la naturaleza de esa palabra tan manoseada como malentendida, con el amor.
Porque siempre es ¨¦l. O su ausencia. Y a ¨¦l tratamos de acercarnos incesantemente a lo largo de nuestras vidas. Al amor. Recuerdo que a?os atr¨¢s, en una entrevista, le preguntaban a Marianne Faithfull c¨®mo hab¨ªa ido cambiando su imagen acerca del amor y si segu¨ªa a¨²n creyendo en ¨¦l. Al principio, Faithfull rehusaba contestar aduciendo que se trataba de un tema demasiado privado, pero finalmente afirmaba que todav¨ªa cre¨ªa en ¨¦l. Sin embargo, llegada la madurez ¡ªpasaba de los 60 en ese momento¡ª, se agarraba a un amor que no estaba escrito en letras gigantes, relucientes, de molde, sino en discretas min¨²sculas. Desde que la le¨ª, a menudo me he acordado de su respuesta, de esos caracteres ¨ªnfimos en los que se escribe lo importante, las piezas de un rompecabezas que vamos armando a lo largo de los a?os, ese dibujo escondido que emerge casi a trasluz cuando lo inesperado abrocha alguna de esas verdades fundamentales a las que, sin saberlo, vamos aproxim¨¢ndonos.
De repente, encontramos la pieza, o una de ellas. Por eso, el amor es que vengan a buscarte. Al trabajo, al final de un d¨ªa triste, al colegio, a la estaci¨®n de tren, despu¨¦s de un partido agotador, por sorpresa, cuando no lo esperabas, incluso, sobre todo, cuando menos lo merec¨ªas. Cuando eres un ni?o, o no tanto, cuando se ha hecho tarde, cuando dijiste que no hac¨ªa falta ?(pero la hac¨ªa). Porque en el centro de ese acto tan cotidiano, en que vengan a buscarte, en ir a buscar, anida la excepcionalidad de ser visto, de saberse reconocido.
Mi abuela nunca sali¨® del hospital porque mi madre lleg¨® a por ella, pero tambi¨¦n la pandemia, y hay cosas de las que el amor no nos salva. As¨ª, mi hija aprende andar ahora, pero mi abuela no volvi¨® a hacerlo. El amor es eso que nos alcanza a todos en la intemperie, que nos a¨²na en un gesto que nos sostiene, eso que habita en la mirada de una abuela que alcanza, cinco a?os despu¨¦s, a una bisnieta que no conocer¨¢. Somos ¡ªcomo dice este verso precioso de Marina Casado¡ª, todos los muertos que nos amaron. Lo entrev¨ª al fin en una guarder¨ªa, en la expresi¨®n de una ni?a de un a?o que pronunciaba un nombre, en este caso el m¨ªo, que nos estrech¨® a cuatro mujeres en un mismo hilo y me dej¨® vislumbrar, aunque fuera por un instante, parte del dibujo escondido.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.