Alarma at¨®mica
PARECE QUE el riesgo de una explosi¨®n at¨®mica en PennsyIvania, como consecuencia de los fallos de las medidas de seguridad en la central de Harrisburg, se ha desvanecido. Queda, sin embargo, la realidad indiscutible de la fuga radiactiva, cuyos efectos nocivos los expertos todav¨ªa no pueden precisar. Este acontecimiento, que convierte a la obsesi¨®n de Hollywood y de los autores de best-sellers por los argumentos catastrofistas en una extra?a premonici¨®n, desmiente el desbordado optimismo acerca de la seguridad de este tipo de instalaciones. Si en Estados Unidos, que marcha a la cabeza de la aplicaci¨®n de la energ¨ªa at¨®mica para fines pac¨ªficos, ha podido producirse una hecatombe, cuya posibilidad, incluso remota, era descartada de plano por los partidarios de las centrales nucleares, ya nadie podr¨¢ sostener que los argumentos de sus cr¨ªticos pueden despacharse de un plumazo y atribuirse s¨®lo a extravagancias o a manipulaciones pol¨ªticas.El debate, sin embargo, no puede ni debe cerrarse por esta espeluznante noticia. Sabemos ya que los ac¨¦rrimos partidarios de las centrales nucleares se han enga?ado al hablar de la inexistencia absoluta de riesgos en su funcionamiento y al presentar esa fuente de energ¨ªa como algo totalmente exento de peligro. Es evidente que ninguna fuente energ¨¦tica lo est¨¢ y que el progreso t¨¦cnico conlleva siempre un riesgo. La pregunta es qu¨¦ capacidad de control de dicho riesgo tiene el hombre: si es ¨¦ste el due?o del mito de su propia sabidur¨ªa o es v¨ªctima de ella.
Seguramente, los desprop¨®sitos avanzados en esa pol¨¦mica por los adversarios de la energ¨ªa at¨®mica aplicada a usos pac¨ªficos han contribuido, por un efecto de boomerang imprevisto, a que los legos depositaran una injustificada confianza en los panegiristas de las centrales. En esa tarea han tenido un papel protagonista los movimientos ecologistas, con su equivocada insistencia en que las centrales nucleares alteraban los ecosistemas de forma m¨¢s intensa y destructiva que las dem¨¢s fuentes de energ¨ªa. Sin embargo, en este aspecto, las centrales hidroel¨¦ctricas, que necesitan para su funcionamiento el anegamiento de enormes extensiones de terreno y que modifican dr¨¢sticamente los ecosistemas de regiones enteras, o las centrales t¨¦rmicas, que polucionan la atm¨®sfera hasta el l¨ªmite de lo irrespirable, son m¨¢s merecedoras de condena que las centrales nucleares. Cat¨¢strofes como la de Ribadelago, en Espa?a; o la de Frejus, en Francia, resultan igualmente dram¨¢ticos recordatorios de los costos humanos de la energ¨ªa hidroel¨¦ctrica. Y la dureza de la vida en las minas de carb¨®n, con sus menguadas expectativas de vida para los trabajadores y su historia salpicada de muertes por derrumbamientos o explosiones, pueden tambi¨¦n servir de reflexi¨®n para quienes piensan que las centrales t¨¦rmicas, alimentadas todav¨ªa en parte con carb¨®n, no tienen porqu¨¦ alterar la buena conciencia de las gentes.
Por otra parte, el tema de las centrales el¨¦ctricas con combustible nuclear ha de ser planteado en el contexto m¨¢s amplio de lo que los habitantes de este planeta desean para su inmediato futuro. La pol¨¦mica sobre el progreso y sobre la crisis de la civilizaci¨®n industrial adquiere, en el debate sobre las fuentes de energ¨ªa, un aspecto concreto, pero en modo alguno se agota dentro de sus l¨ªmites. La aceleraci¨®n de la historia de nuestra especie desde la Revoluci¨®n Industrial de la segunda mitad del siglo XVIII en Inglaterra ha cabalgado a lomos de un impetuoso cambio tecnol¨®gico, cuyo crecimiento casi exponencial ha alterado la faz del planeta entero en menos de dos siglos. Se han modificado costumbres ancestrales, se han aflojado los lazos comunitarios, ha aumentado el desarraigo y la soledad del habitante de las ciudades, la competitividad ha sustituido a la solidaridad, la movilidad social ha alterado el dise?o de las vidas y ha transformado la seguridad del futuro en la imprevisibilidad de un reto. La tecnolog¨ªa ha sido puesta al servicio de la muerte y de la destrucci¨®n, y tambi¨¦n aumenta hasta l¨ªmites inveros¨ªmiles el poder del Estado sobre los ciudadanos. Y, sin embargo, las expectativas de vida se han doblado, las posibilidades de cambio han llegado a regiones del planeta y a sectores sociales condenados antes a la vida vegetativa; el hambre y la enfermedad encuentran en los avances cient¨ªficos y tecnol¨®gicos un freno a las devastaciones que el crecimiento demogr¨¢fico y los reg¨ªmenes inicuos producen.
En la l¨®gica del actual desarrollo, la escasez de energ¨ªa, la insuficiencia del carb¨®n, del gas, del petr¨®leo y de los recursos hidr¨¢ulicos, la incertidumbre acerca de las posibilidades de la energ¨ªa solar, parecen condenarnos a la utilizaci¨®n de la energ¨ªa at¨®mica y a la construcci¨®n de centrales nucleares. El rechazo de esta fuente de energ¨ªa exige, para ser coherente, la renuncia a los niveles de vida de las sociedades, avanzadas y el abandono de cualquier esperanza de elevar los de las regiones atrasadas. Es, evidentemente, una opci¨®n. Pero, para adoptarla, los cr¨ªticos del progreso, que sufren de sus estragos, pero que tambi¨¦n disfrutan de sus beneficios, deber¨¢n contar con la opini¨®n del resto de sus conciudadanos.
Otra cosa sustancialmente distinta es que la energ¨ªa at¨®mica, necesaria para satisfacer en las pr¨®ximas d¨¦cadas los requerimientos de las sociedades industriales avanzadas y para sacar de la miseria a grandes zonas del planeta, sea aplicada de forma segura. Evidentemente, su necesidad no implica en forma alguna que los Estados puedan descuidar o dejar de controlar su seguridad, aunque esto suponga multiplicar los costos de sus instalaciones o desplazarlas del ¨¢mbito de la econom¨ªa de mercado y de la l¨®gica de los beneficios. El debate nuclear debe ampliarse adem¨¢s al punto espinoso de la localizaci¨®n de las centrales y, en definitiva, debe someterse a unas cautelas de las que, a juzgar por cuanto ha sido visto y o¨ªdo hasta el momento, ha carecido tanto por parte de los partidarios de la energ¨ªa at¨®mica como por sus detractores.
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