D¨ªa y noche de Madrid
?Daban en Madrid, por los fines de julio, las once en punto; hora menguada para las calles por falta de luna, jurisdicci¨®n y t¨¦rmino redondo de todo requiebro y patarata de la muerte...? Daban las once en la corte de los Austria y se echaba a la calle la turbamulta de navajeros y rufianes en busca de bolsas ajenas, de honra m¨¢s alta, del lance por el lance y del agravio gratuito, desahogo habitual de tanto af¨¢n frenado, de tanta empresa frustrada, de tanto beneficio negado o preterido. Daban las once en un Madrid oscuro, maloliente, peligroso, jalonado de montones de basura y contados faroles. Cuadriilas reci¨¦n salidas a tan escasa luz, venidas en su mayor parte de los alrededores, asaltaban, violaban, enfrent¨¢ndose a la justicia hasta la madrugada, hora propicia para retirarse y hacer balance de famas recientes y gloriosas cicatrices, preludio de a¨²n m¨¢s altas haza?as.Seg¨²n afirman quienes de tales hechos se ocuparon, la ociosidad, la falta de trabajo, el hambre, el esp¨ªritu ave, nturero y la relajaci¨®n de costumbres, achaques generales de la Espa?a del siglo XVII, trajeron a la vida tal fauna social, nacida, no por casualidad, en esta capital, considerada por entonces como una de las m¨¢s sucias y peligrosas de Europa. Es verdad que exist¨ªa un servicio de limpieza encargado de recoger basuras y regar, pero el aire de Madrid, ese aire inmortalizado en versos mucho m¨¢s limpios y di¨¢fanos, se hab¨ªa vuelto irrespirable, cuando no hediondo, a fuerza de talar bosques, incautar prados y cegar mar¨ªantiales a fin de edificar sobre su tierra yerma conventos para la buena salud del alma y palacios donde olvidar miserias terrenales.
Y, por si fuera poco, aquel viento emponzo?ado que minaba pulmones y gargantas, por si no eran bastantes las talas sistem¨¢ticas, los robos en la noche, los asaltos a la mujer en cualquier ocasi¨®n, la Villa tambi¨¦n conoc¨ªa por entonces el tormento cotidiano de los coches. Ni el mismo Felipe Il consigui¨® frenar el entusiasmo de ciertos espa?oles por aquellos nuevos y colosales artefactos en los que, encaramados, miraban a sus contempor¨¢neos con una mezcla de desd¨¦n y arrogancia, como desde la almena de una torre reci¨¦n conquistada. Su profusi¨®n, la necesidad de pasearse, ya que no de viajar, que, a fin de cuentas, es un modo de ilustrarse, llev¨® al mismo Lope a escribir aquello de: ?Est¨¢ la corte de coches, como el mar con varias naves; / hay coches urcas flamencos, coches galeras reales, / coches naves de alto borde, coches peque?os patajes, / coches ingleses ba¨²les, coches cofres alemanes.?
A?o tras a?o, pragm¨¢tica tras pragm¨¢tica, municipios y alcaldes intentaron paliar, ya que no hallar, soluci¨®n a tal desbarajuste. Incluso el mismo rey tom¨® cartas en el asunto, intentando llevar seguridad, orden e higiene a las calles, pero tales esfuerzos quedaron en meros proyectos, chocando en ocasiones con la barrera infranqueable de propietarios, ediles e intereses.
Casi un siglo m¨¢s tarde Madrid, ofrec¨ªa ese aspecto de lugar¨®n tosco y manchego, tan del agrado de sus detractores. Crecido, alzado sin sentido ni proporci¨®n, sin orden ni concierto, parec¨ªa m¨¢s lugar de paso para el m¨¢s all¨¢ que vivienda para el m¨¢s ac¨¢, en torno a un n¨²cleo de edificios nobles, pi?a apretada de iglesias y conventos. Carlos III alz¨® por entonces ese Madrid que lleva su nombre justamente puesto, que fue creado a su gusto y medida, una ciudad de paseos, puertas y fuentes, algo as¨ª como un sitio real para los espa?oles, despu¨¦s de tanto sitio real alzado para s¨ª mismos por sus antecesores.
El rey Carlos, ya metido en obras, se cuid¨® de iluminar las calles, garantizar la seguridad de los madrile?os y devolverles su aire limpio de hedores, culminando su obra con sus famosas ordenanzas municipales. Hay en la prosa de los cronistas y viajeros de su reinado un tono entre soiprendido y entusiasta a la vista de una ciudad moderna surgida, no de la nada, sino del polvo y la desidia, en torno a un modesto alc¨¢zar y a unas cuantas casonas disfrazadas de palacios. Hay, se adivina en tales cr¨®nicas, un aliento de esperanza, ni modesto ni grandilocuente, es decir: lo contrario de las horas que vivimos.
Hoy la ciudad de Felipe IV, abandonada en parte, convertida en museo cuando no en ruina decr¨¦pita, con las calles de los nuevos barrios cerradas, atascadas a cualquier hora, abiertas a la guerrilla urbana de las bandas locales, ciego su cielo de miasmas, emponzo?ado el aire por encima de normas y ordenanzas, una nueva justificaci¨®n viene a asentarse en la ya de por s¨ª adormecida conciencia de los madrile?os. Seg¨²n ella, todos los males que sufren sus ya bastante castigados habitantes no son sino secuela inevitable, l¨®gica, que arrastran hoy consigo quienes detentan para s¨ª el t¨ªtulo de grandes ciudades del orbe. Cualquier otra gran capital padece parecidas servidumbres. Incluso se carga el acento de iron¨ªa cuando se habla de latitudes donde el aire a¨²n puede respirarse, donde salir de noche no es pagar un tributo al riesgo.
Y no es as¨ª. Quiz¨¢ Madrid no vuelva a ser aquella ciudad de anta?o, alegre y confiada, tratada, cuando de ella se habla, con iron¨ªa paternal, con ese acento, entre aldeano y multinacional, tan en boga hoy para asuntos urbanos. Una ciudad no es grande ni moderna por sus bandas nocturnas al estilo de Nueva York, ni al estilo de Tokio, que, seg¨²n dicen, produce el aire m¨¢s contaminado de la tierra, ni por sus aguas con sabor a insecticida, ni mucho menos por su carencia de transportes. La culpa no es de este pueblo de Madrid, al que se obliga a comprar coche para ir a trabajar y se le quita luego porque nadie previ¨® c¨®mo y d¨®nde podr¨ªa dejarlo, que come y bebe cada vez peor, que cada vez debe alejarse m¨¢s de solares que en tiempos fueron suyos; este Madrid donde estadios colosales se levantan sin m¨¢s y en el que una torre llega a romper, contra la prensa toda, la ¨²ltima perspectiva noble de la Villa. Este Madrid de vaguadas en lucha permanente, de colonias a merced de la lluvia, bien querr¨ªa ser algo m¨¢s que un bonito cartel con vistas a elecciones, merecer¨ªa que lo transformaran de una vez para siempre, no en un parque para zombis, sino en una ciudad real reconstruida a la medida del hombre, simplemente habitable, sin estilos Austria periclitados ya, ni rascacielos para pobres, sin monumentos megal¨ªticos, stonehenges con que perpetuar efem¨¦rides patrias o lugares de encuentros para ovnis; este pueblo bien merecer¨ªa llegar a convertirse en algo suyo y distinto a la vez, tal como fueron siempre su perfil y car¨¢cter, lejano a un tiempo de la grandilocuencia del Poder y de la absurda megaloman¨ªa de urbanistas interesados y arquitectos pedantes.
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