Los toros
Por lo visto, el otro d¨ªa el ministro de Cultura no ten¨ªa mejor cosa que hacer, de modo que se revisti¨® de gala y se fue a presidir el reparto de unos premios taurinos, esos trofeos muy machos que ritualmente, cada a?o, despu¨¦s de una cena con natillas de postre, se ofrecen a unos se?ores cuyo oficio consiste en dar cuchilladas a unos animales que no tienen culpa de nada, ni del estado comatoso de nuestra cultura, ni de la basura sanguinolenta de su propia muerte. Para decirlo pronto y mal, la fiesta de los toros es un espect¨¢culo hortera y tercermundistas, rodeado de gangsters aceitosos de tercera divisi¨®n, de p¨ªcaros chorizos, de hedores de desolladero, de se?oritos latifundistas, patriotas con puro y clavel, de japoneses turistas que se llevan de recuerdo unas banderillas embadurnadas con sangre de conejo, de negocios sucios bien sombreados por la bandera nacional. Muchos espa?oles, entre ellos nuestro ministro de Cultura, creen que esta cochambre, sobre la que alguna vez se abre la flor de una ver¨®nica, es arte verdadero. El ministro de Cultura de este pa¨ªs se elev¨® po¨¦ticamente por encima de la digesti¨®n de una lubina dos salsas y formul¨® un canto apasionado a los maletillas de su tierra andaluza que cruzan los latifundios buscando la gloria de la billetera. Puede decir lo que quiera, porque una cena bien servida suele desatar la facundia. Uno, por su parte, ya ha pedido asilo cultural en Andorra. La cosa viene de lejos. La fiesta de los toros est¨¢ asistida desde antiguo por una literatura entre lo estofado y el laurel bajo la inspiraci¨®n del perro Paco. Todo consiste en mezclar la elegancia del verso gongorino con el sabor de un pincho de morcilla, en sacudir la caspa sobre las cuartillas de la mesa camilla y so?ar con una raza de hombres morenos y patilludos pose¨ªdos por el valor. Despu¨¦s llegan unos fil¨®sofos y hablan del sacramento de la muerte, el rito del minotauro, ya se sabe, una misa idealista donde se consagra esta olla podrida.
Un cuerno de toro blandiendo hacia el aire t¨®rrido del verano el paquete intestinal de un joven so?ador de billetes es un espect¨¢culo lleno de belleza. Las moscas verdosas que zumban alrededor de la carnicer¨ªa de los matarifes con sonido de violonchelo convierten el desolladero en una sala de concierto a pleno sol. Los costurones de los pencos cosidos sobre la marcha con una aguja saquera es una buena aportaci¨®n para los amigos de la UNESCO. El coloquio de los chanchullos en el patio de caballos, mientras los encargados desploman sacos terreros sobre los ri?ones de las bestias, es un di¨¢logo de Plat¨®n amenizado con cerveza. Todo eso debe estar asumido por el ministerio del ramo. Pero al organismo de cultura hay que a?adirle una direcci¨®n general encargada de los piensos compuestos.
Este sacrificio miserable de los toros siempre se ha visto como una expresi¨®n de la pol¨ªtica. En el Parlamento se fabrican muchas met¨¢foras taurinas, los discursos se traban como una faena, la oposici¨®n se establece en el tendido del ocho y en las mejores tardes todo tiene en el hemiciclo el ritual de una sangrienta capea en honor del santo patr¨®n. No creo que la fiesta nacional, llena de t¨¢banos, deg¨¹ellos impunes y trampas africanas, sea la causa de nuestra decadencia cultural y pol¨ªtica, como pensaba Eugenio Noel, sino todo lo contrario. Es la villan¨ªa de nuestra cultura y una larga pol¨ªtica ratonera la que mantiene en pie un espect¨¢culo fomentado por toda suerte de vilezas.
El p¨²blico es muy libre de acudir a la fiesta que quiera, de aplaudir cornadas y sablazos, protestar animales cojos y emocionarse con los cuajarones de sangre. Yo no me meto. S¨®lo digo que un ministro de Cultura de un pa¨ªs civilizado produce una impresi¨®n deprimente cuando avala con su palabra una basura llena de moscas. Y eso es lo que ha pasado.
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