Efectos del Buen Gobierno
JULIO CARO BAROJAEn una vetusta y noble ciudad viv¨ªa cierto caballero anciano, que pose¨ªa la mejor biblioteca del pa¨ªs acerca del arte de gobernar. Claro es que en ella hab¨ªa muchas ediciones y comentarios de textos, como La Rep¨²blica, de Plat¨®n, y la Pol¨ªtica, de Arist¨®teles; de Jenofontes, Seudojenofontes, y Cicerones. Llevaba el caballero meditando m¨¢s de medio siglo sobre ellos. Tambi¨¦n gustaba de libros medievales sobre regimientos de pr¨ªncipes y de los espa?oles del Siglo de Oro. Conoc¨ªa al dedillo cu¨¢nto hab¨ªan escrito los padres Mariana y Rivadeneira y los magistrados Castillo de Bobadilla, Villadiego, y Ruiz de Santayana. Tambi¨¦n los escritos de arbitristas y economistas vetustos. De lo moderno estaba. al d¨ªa y sus averiguaciones no dejaban fuera nada. El caballero era muy met¨®dico y morigerado. Todos sus movimientos los hac¨ªa con rigor de cron¨®metro, como le ocurr¨ªa a don Manuel Kant en. su tiempo y su ciudad. La gente sab¨ªa si el reloj de la plaza del ayuntamiento adelantaba o atrasaba cuando iba el caballero a tomar caf¨¦, despu¨¦s de comer, a un cl¨¢sico ?caf¨¦ suizo?, donde se reun¨ªa con otras personas graves que le ten¨ªan por or¨¢culo. El caballero tomaba su caf¨¦ en silencio y despu¨¦s, durante una hora y media, hablaba de pol¨ªtica. Cuando terminaba ya hab¨ªa hecho la digesti¨®n, dada su frugalidad. Agil de cuerpo, juvenil de esp¨ªritu, daba un largo paseo por las murallas. Para ser feliz le faltaba poco. Su amargura proven¨ªa de que todo lo que pasaba en su pa¨ªs, en el dominio pol¨ªtico, le parec¨ªa defectuoso. Lleg¨® as¨ª a notar que de tres y cuarto a cuatro menos veinte, exactamente, sus peroratas constitu¨ªan una cr¨ªtica acerca del Gobierno, fuera el que fuese. Lo que ¨¦ste hac¨ªa no era s¨®lo poco plat¨®nico, poco aristot¨¦lico, poco ciceroniano, sino que tambi¨¦n vulneraba los principios establecidos por los disc¨ªpulos de Santo Tom¨¢s, por los padres Su¨¢rez y Molina de un lado, Domingo de Soto y B¨¢?ez, de otro. Por otra parte: ?Que hubieran dicho de aquellos dislates don Gaspar Melchor de Jovellanos, don Ferm¨ªn Caballero o don Joaqu¨ªn Costa? ?Qu¨¦ ministro hab¨ªa le¨ªdo a Quevedo, a Graci¨¢n, a Saavedra Fajardo? Aquello era desolador. El caballero no ve¨ªa porvenir alguno. Los ignorantes se suced¨ªan. Los hab¨ªa de todas clases y tendencias. Merec¨ªan, sin duda, sus cr¨ªticas aceradas. El conservador ten¨ªa el tup¨¦ de serlo sin haber le¨ªdo a Lord Macaulay. El liberal no sab¨ªa qui¨¦n era Lord Morley. El socialista ten¨ªa oscura noticia de Marx y cre¨ªa que El capital era un librito peque?o. A los t¨¦cnicos les pasaba lo mismo. Nadie sab¨ªa nada de pedagog¨ªa, agricultura o estrategia. Ni siquiera de ingenier¨ªa, que era lo que al caballero le parec¨ªa lo m¨¢s bajo y despreciable en el conjunto de conocimientos t¨¦cnicos necesarios al pol¨ªtico. Pasados los minutos dedicados a la cr¨ªtica, la tertulia se remontaba a la esfera donde se manejan las ideas madres y despu¨¦s descend¨ªa a comentar alg¨²n chisme o esc¨¢ndalo de la vida local en el momento. Dos chicas que se hab¨ªan pegado por cierto apuesto teniente, una casada con un hombre rubio que hab¨ªa tenido un negrito u otras cosas igualmente regocijantes.
Lleg¨®, as¨ª, el caballero a los 75 a?os, cuando en el pa¨ªs sobrevino un inmenso cambio pol¨ªtico. Con sorpresa de todos se constituy¨® un Gobierno admirable. El primer ministro no s¨®lo era sabio, sino tambi¨¦n en¨¦rgico, activo, orador brillante y hombre de coraz¨®n. Cada ministro era una lumbrera en su ramo. ?Qu¨¦ leyes de educaci¨®n, que leyes agrarias, qu¨¦ planes de obras p¨²blicas, qu¨¦ seguros sociales m¨¢s perfectos! Todo era maravilloso. En las universidades se aprend¨ªa, en los museos se ve¨ªan los objetos, los artistas vend¨ªan sus obras sin necesidad de gesticular y los obreros iban a las f¨¢bricas como quien va de verbena. El viejo caballero comprob¨®, con sorpresa, que contra lo que hab¨ªa ocurrido siempre, no pod¨ªa sino alabar al Gobierno. Desde el cambio resultaba imposible que en el ?caf¨¦ suizo? de tres y cuarto a cuatro menos veinticinco se acalorara un poco hablando fuerte y mal del Gobierno, lo cual es verdad que contribu¨ªa a regular su digesti¨®n. Todo marchaba bien y hab¨ªa que reconocerlo. Tan bien que incluso la ¨²ltima parte de la tertulia, dedicada al comentario jocoso y mal¨¦volo, tampoco se pod¨ªa desarrollar. Las chicas no se pegaban por los tenientes, ni las casadas con hombres rubios ten¨ªan hijos m¨¢s o menos amulatados. Sin embargo, aquella perfecci¨®n perturb¨® a los h¨¢bitos del viejo caballero y de sus contertulios. Pronto not¨® ¨¦ste que sin sus minutos exactos de irritaci¨®n diger¨ªa peor. La alegr¨ªa e ingenio que se desarrollaban a la hora de los chismes no se produc¨ªan. Todos los tertulianos empezaron a languidecer. Un magistrado fue el primero en agotarse y dejar este mundo. Luego le toc¨® la vez a un viejo general de artiller¨ªa. Nuestro caballero volv¨ªa a casa cada vez m¨¢s mustio. Contemplaba su colecci¨®n de cl¨¢sicos con indiferencia: a veces hasta con irritaci¨®n. Un d¨ªa llam¨® a su nieta predilecta y le dijo que avisara a cierto librero de viejo conocido. Hizo trato ventajoso para ¨¦ste. Le vendi¨® los libros muy baratos y sigui¨® languideciendo. A los dos a?os del cambio pol¨ªtico muri¨®, sin saberse bien de qu¨¦. Su m¨¦dico, otro asiduo a la tertulia, el m¨¢s joven, que era hombre muy culto, aficionado al arte y que hab¨ªa estado en el Palazzo Pubblico de Siena, por recomendaci¨®n del muerto, para ver los frescos de Ambrogio Lorenzetti, dio a la nieta un diagn¨®stico ininteligible para ¨¦sta: ?Su abuelo ha muerto por Efectos del Buen Gobierno. ? Triste final. Esperemos, deseamos todos los que hacemos algo parecido a lo que hizo el caballero de esta historia durante medio siglo, aunque con menos erudici¨®n, que no nos sobrevenga una muerte parecida.
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