Parece que fue ayer
Durante aquel verano calinoso los habitantes de Madrid y Guillermo Cabrera Infante que se hallaba de paso, no ligero, advirtieron que sus nervios se reblandec¨ªan y sus huesos de santo empezaban a rechinar con males s¨²bitos y torturador es, con dolores fulgurantes y corrosivos, por todas las esquinas y estaciones, hasta que, ya debilitados sus sentidos, se precipitaron hacia adentro y se encogieron bajo la negra red de la infecci¨®n manchega.Y aconteci¨® que los ojos contra¨ªdos y empa?ados ya no distingu¨ªan la red secreta de hipocres¨ªa armada, y las huellas de baba, acumuladas en sus cielos por encogidas percepciones de centralismo vergonzante, les parecieron aire transparente de la sierra. Porque sus ojos se redujeron a las dimensiones del ojo humano y, contra¨ªdos todos los habitantes en forma de reptiles lagarteranos, no midieron m¨¢s de siete pies gatunos de estatura.
En los seis d¨ªas finales de julio se retiraron de la existencia, y en el s¨¦ptimo, o primero de agosto, descansaron, bendijeron ese d¨ªa con enfermiza esperanza y olvidaron su vida pasada.
Al amanecer de ese s¨¦ptimo d¨ªa se oy¨® una voz desde un tejado: ,
??Qu¨¦ hace Ull¨¢n en la casa de Umbral?? Y el silencio se acomod¨® sobre mi mesa y me dict¨®: ?Guard¨¢rsela?.
Pero nadie puede prestar su identidad. Y uno evoca, con tono apocal¨ªptico y algo herm¨¦tico, lo que nunca ocurri¨® en esta ciudad. A saltos y zancadas, como dijo Montaigne y repiti¨® Lezama, los profesionales del aburrimiento, los que se quedan lejos de las playas nudistas, despu¨¦s de adquirir una alborotada psicolog¨ªa de cesantes, recorren parques y caf¨¦s donde anclarse. Existe en Madrid, por las zonas del hundimiento y de la angustia s¨¢dica, la otra ciudad adonde llegan los paseantes de un escepticismo regalado, en un nadismo de sal¨®n, que comienza por no hacer nada; sigue por no aceptar que alguien lo pueda hacer, y termina en que, si alguien lo hace, suda envidia fr¨ªa y prepara mordiscos de oso enmadro?arlo con espuma de ars¨¦nico auton¨®mico. Son los presuntos intelectuales de la negaci¨®n total (para qu¨¦), que han enterrado, sin saberlo, su acad¨¦mica obra en el desierto; vitalistas que sudan en las tabernas paternales momentos muy intensos, aventuras de mucha fulguraci¨®n y fuga, viendo al final, como en el poema de Baudelaire, esas nubes que pasan, que pasan de todo. Si se sentaran estas noches en una terraza. ver¨ªan desfilar:
A un recluta que pasea borracho, busca un guante blanco que se le perdi¨® el domingo por estos andurriales. El sofoco le va extrayendo los vapores, las espirales del chinch¨®n. Le da la mano a una hoja y murmura: ??Estamos apa?ados, titi! ?. Luego, se queda dormido.
A una ambulancia que avanza entre dos coches de polic¨ªa. Con innumerables ojos, detr¨¢s de esas ventanillas de cortinas gris¨¢ceas, la sangre, siempre an¨®nima y siempre sorprendida, paga justicia por pecado,
Bajo el calor, hay fr¨ªo en estas noches madrile?as. Fr¨ªo de soledad, a la salida de las discotecas. Fr¨ªo en las terrazas, desde donde el o¨ªdo solitario hace acopio de muy equ¨ªvocas frases de vida y agon¨ªa. Fr¨ªo en la nuca, cuando suena la alarma de otra ambulancia crepuscular. Se acab¨®.
Pero todo contin¨²a. Catalina la Grande y su pajecillo reciben una candileja que les chorrea el blanco como guedejas sobre s¨¢banas. Pompeyo y Ptolomeo toman una barquita en la Casa de Campo para matarse. Suena otra sirena. Mar¨ªa Antonia contempla con el conde Cagliostro la redoma, grita y el hechicero ya no est¨¢. Un guardia se precipita busc¨¢ndole, pero s¨®lo encuentra a un gitano que ronca dulcemente con una rana sobre la lengua. Cuando estallan las tres bombas, la rana da tres saltos. Luego crece y aparece Blas Monz¨®n condecorado, flamante y af¨®nico, con capa roja y negra. Se acab¨®. Les habitantes de Madrid son tal vez dichosos con la luna creciente, mas el primer empuj¨®n que reciben hacia la realidad es que todo fue ayer, que hoy s¨®lo queda un aguafiestas ma?anero para quitarle el polvo a las pelucas.
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