De Ben Beley a Gazel
Excusa mi silencio. El tiempo transcurrido fue f¨¦rtil en vicisitudes y acontecimientos que, por haber sido difundidos por otros medios, me eximir¨¦ de referirte aqu¨ª. La guerra entre peninsulares y archipielague?os, aunque no solventada todav¨ªa por las armas, absorbe las energ¨ªas del mundillo literario y es objeto de apasionadas discusiones en cen¨¢culos y tertulias. Los salones cultiparlantes de ¨¦sta, tan mustios y desaboridos hasta hace unos meses, han cobrado de golpe una tonificante vivacidad. Ser recibido en ellos es operaci¨®n tan arriesgada como adentrarse en un campo minado: exige altos, cautelas, sondeos, repliegues t¨¢cticos, ingenio avizor, inocencia fingida. M¨¢s que guerra abierta, incursiones, emboscadas, rastreos, astucia silvana, d¨²ctil sagacidad de guerrilla. El tema de conversaci¨®n es obligado e, imitando a sus abuelos del catorce, algunos pisaverdes empiezan a lucir una advertencia en la solpa: ?No me hable usted de archipi¨¦lagos ni de pen¨ªnsulas.?Esta novedad, y el despliegue de industria que la acompa?a, ha tenido cuando menos la virtud de sacar a escritores, gacetilleros y chupatintas del triste letargo en el que se hallaban sumidos.
?Recuerdas lo que me escrib¨ªas en vida del ¨²ltimo dictador peninsular?: ?Los extranjeros, al ver las obras que salen a luz en Espa?a, tienen a los espa?oles en un concepto que no se merecen. Pero aunque el juicio es falso, no es temerario, pues quedan escondidas las obras que merec¨ªan aplausos.? El comprensible y bienintencionado error en que incurr¨ªamos alent¨® tambi¨¦n las ilusiones de quienes soportaron la mortal quietud de aquellos a?os, confiados en que cualquier tiempo futuro -como el pasadoser¨ªa mejor. Pero falleci¨® el espad¨®n de vejez, soplaron vientos de libertad, rompi¨¦ronse los diques que apresaban las letras y, ante el desconsuelo de todos, no apareci¨® nada superior ni distinto a lo que, dentro o fuera, se publicara hasta entonces. A cuarenta cursos acad¨¦micos de silencio siguieron acelerados cursillos de inanidad sonora, ripio ideol¨®gico, ret¨®rica fiambre, palabrer¨ªa huera. La monta?a hab¨ªa parido un rat¨®n, y ya no quedaba el recurso de echar las culpas de ello a la censura. Retirada la providencial hoja de parra, el creador -novelista, poeta, dramaturgo, ensayista, fil¨®sofo -luc¨ªa ominosamente desnudo. Des¨¢nimo e inquietud flotaban en el ambiente; ?c¨®mo remendarle entonces los inexistentes calzones?
?Apenas me creer¨¢s, mi buen Gazel, si te digo que aquella calma chicha, el cultural soponcio, hac¨ªa a?orar a algunos la noche feliz de la dictadura, en la que todos los gatos eran pardos! La pr¨¢ctica tradicional del sistema de trueque -?si me citas, te cito?, ?si me alabas, te alabo?, ?si me lees, te leo?- provocaba bostezos y una creciente desafecci¨®n de los lectores. Peninsulares y archipielague?os no sab¨ªan qu¨¦ hacer ni a qu¨¦ santo encomendarse hasta que alguno se acord¨® de Juan Ruiz de Alarc¨®n, G¨®ngora y Quevedo, de aquel ??Qui¨¦n parece con sotana/empanada de ternera?/ ?Qui¨¦n, si dos dedos creciera,/ pudiera llegar a rana??, y decidi¨® imitar su ejemplo.
La invectiva literaria es arma universal y nuestros cl¨¢sicos andalusis la usaron generosamente. Tu conocimiento cabal de ellos me dispensa de traer a colaci¨®n algunos versos que habr¨ªan colmado de ?acre voluptuosidad a don Miguel de Unamuno, tan aficionado a estas lides donde se templan los ingenios, si hubiese tenido ocasi¨®n de leerlos. Pero Ibn Hazm e Ibz Quzman, como G¨®ngora y Quevedo, no han pasado a la historia en raz¨®n de sus s¨¢tiras de estimulante ferocidad: compusieron El collar de la paloma y bell¨ªsimos z¨¦jeles, las Soledades y el Busc¨®n. Los ¨¦mulos peninsulares y archipielague?os parecen haber arrumbado, en cambio, sus vagarosos proyectos en aras de un compulsivo af¨¢n de embestida. En los mentideros literarios de la Insula Matritense nadie habla ya de novelas, poemas, ensayos, obras dram¨¢ticas, tratados filos¨®ficos. Se comenta tan s¨®lo la estocada de Fulano, el pinchazo en hueso de Mengano, el airoso par de banderillas que Zutano le plant¨® a Perengano: pura terminolog¨ªa taurina. Ello me ha llevado a la conclusi¨®n de que archipielague?os y peninsulares tienen a lo menos un punto en com¨²n: su furibundo amor a la lidia. Aunque tus memorables proyectos de canalizaci¨®n sigan prosperando, los heterog¨¦neos y variopintos insulanos comulgar¨¢n en el coso a fuer de disc¨ªpulos y admiradores de Manolete.
No creas que exagero. Ayer me di una vuelta por los corrillos m¨¢s visitados y la agitaci¨®n era indescriptible: pasodobles, vendedores de pipas de girasol y gorros de visera, improvisados oradores, abucheos, silbidos. Hinchas letraheridos se increpaban unos a otros con gritos de ?? Muletilla! ?, ??Buf¨®n! ?, ?Torero de mentira! ?, ??Menos trapazos y desplantes y arr¨ªmate al bicho! ?, ? ?L¨¢rgale un tiento!?, ??Don Tancredo grotesco! ?, ? ?Monosabio rid¨ªculo! ? Los aficionados se agrupaban en pe?as como en los sanfermines, aplaud¨ªan el estilo del diestro favorito y acog¨ªan con procaces insultos la faena del adversario. Despuntaba entre la facundia partidista una taifa de mozos muy j¨®venes, casi barbilampi?os.
-?Qui¨¦nes son ¨¦stos? -pregunt¨¦.
-Son los defensores de la tradici¨®n liberal y democr¨¢tica -me inform¨® mi vecino.
Me volv¨ª a contemplarle. Podr¨ªa tener hasta cinco pies y una pulgada de altura y era m¨¢s bien corpulento para su talla; el rostro amarillento y enfermizo, pero con cierta expresi¨®n de fanfarroner¨ªa; los, ojos pardos, muy oscuros, eran vivos y brillantes. Iba vestido, o m¨¢s bien desvestido, malamente, con una gorra de cuartel y un capote de reglamento, viejo y muy holgado, que hac¨ªa las veces de bata. Mi buen amigo George Borrow, que estaba junto a ¨¦l con su traductor Manuel Aza?a, se adelant¨® cort¨¦smente a presentarnos:
George Borrow: es Baltasarito, el hijo de la patrona de la pensi¨®n en donde me alojo. Al saber que yo era ingl¨¦s, quiso pasear conmigo porque tiene mucha afici¨®n a los ingleses por sus ideas liberales. Es socio fundador de la pe?a peninsular Legado Espiritual de Liberalidad.
Yo: ?Puede saberse cu¨¢l es el objetivo de ¨¦sta?
Baltasarito: Como su nombre indica, la defensa de nuestros nobles ideales. Las obligaciones de sus miembros son ligeras y sus privilegios grandes. Por ejemplo, yo he visto a tres compa?eros m¨ªos pasearse un domingo por el Prado, armados de estacas, y apalear a cuantos les parec¨ªan sospechosos. M¨¢s a¨²n: tenemos la costumbre de rondar de noche por las calles, y cuando tropezamos con alguno que nos desagrada caemos sobre ¨¦l.
George Borrow: Supongo que todos sus compa?eros sustentan las mismas opiniones liberales que usted.
Baltasarito: ?Qu¨¦ quiere usted, don Jorge! Soy joven, y la sangre joven hierve en las venas. Mis amigos me llaman el alegre Baltasar y mi popularidad se funda en la jovialidad de mi car¨¢cter y en mis ideas liberales.
Regres¨¦ a la habitaci¨®n a escribirte. La idiosincrasia peninsular o archipielague?a ha sido siempre muy peculiar, y me acordaba del d¨ªa en que el ilustre don Manuel Fraga, tras pacientes estudios de flema brit¨¢nica a orillas del T¨¢mesis, arremeti¨® directo, sujet¨¢ndose los tirantes, contra quienes pon¨ªan en duda la incontrovertible verdad de su castizo liberalismo. ?Algo como para dejar pasmada a gente tan curada de sustos como nosotros, los marruecos!
En resumen, peninsulares y archipelague?os han tomado al pie de la letra lo de la literatura considerada como una tauromaquia, pero me temo que si Leiris asistiera al espect¨¢culo se llevar¨ªa las manos a la cabeza. Los que gustamos de ficciones, poemas y ensayos, y nos regalamos en su lectura, aguardamos con resignaci¨®n el momento en que, desatendiendo al excitado coro de hinchas, los diestros abandonen al traje de luces y vuelvan a su descuidado oficio de novelistas, dramaturgos, fil¨®sofos o poetas. El erial no mejora convertido en ruedo. ?O habr¨¢ que dar raz¨®n al can¨®nigo don Jos¨¦ Mar¨ªa Blanco, cuando ironizaba desde Liverpool: ?S¨®lo cuando se atacan unos a otros los escritores espa?oles hablan de veras??
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