Guillermo P¨¦rez Villalta
Bueno, parece que m¨¢s de uno empieza a no poner la mano en el fuego por la incorruptibilidad de los dogmas que, apenas anteayer, parec¨ªan prometer la salvaci¨®n de este mundo, el mejor de los posibles. El culto al cambio desaparece ante la desconfianza y el aburrimiento, sobre todo del aburrimiento. Tambi¨¦n en el terreno de la pl¨¢stica ese hast¨ªo empieza a dejarse sentir. Buena parte de la creaci¨®n de estas ¨²ltimas d¨¦cadas adolec¨ªa a menudo de un considerable empobrecimiento de contenidos. Las obras agotaban r¨¢pidamente la capacidad de atraer nuestras miradas. ?Cu¨¢ntas obras de los sesenta no nos dicen ya nada? Aquello ten¨ªa que ver con el culto a la velocidad (?tan a?os veinte, en el fondo!). No deb¨ªamos mirar atr¨¢s, ni siquiera al atr¨¢s de nosotros mismos. Vivir al d¨ªa. El arte terminaba as¨ª convirti¨¦ndose, en numerosas ocasiones, en una emoci¨®n instant¨¢nea, ef¨ªmera como la moda. El conceptual suced¨ªa al pop, ?como la yenka al madison?. ?No recuerdan ustedes aquello tan ?aggiornado? del happening? Sin embargo, ya comienza a hartarse uno de tanto aburrirse en virtud de lo ?necesariamente justo?. De un tiempo a esta parte, comienza a volver aquella onda tan pecaminosa del placer de la pintura., y cada vez de forma menos vergonzante. Adem¨¢s, la creaci¨®n de una obra pict¨®rica implica perduraci¨®n, fijaci¨®n en el tiempo, y ello hace necesario que se llene de algo que la haga soportable, tanto para quien la elabora como para quien la padece.Frente a esa clase de vacuidad de la que habl¨¢bamos, pinturas como la de Guillermo P¨¦rez Villalta (y no s¨®lo ella, por supuesto, pues dicen que grandes cosas nos han de deparar los ochenta), son riqueza, acumulaci¨®n inagotable. Cada cuadro invita a m¨²ltiples lecturas, quiere hablarnos de mil cosas, narrar historias, describir sensaciones, reflexionar sobre el espacio, sobre el artista, sobre la acci¨®n de pintar o sobre la pl¨¢stica misma. La escritura es as¨ª narraci¨®n y discurso sobre la propia pintura. El pintor nos habla en el cat¨¢logo de esta acumulaci¨®n como una propuesta laber¨ªntica ?donde el espectador pueda enredarse en un asunto conogr¨¢fico para, despu¨¦s, tropezar con una esquina puramente pl¨¢stica ( ... ), caer por el ilusorio pasillo de la perspectiva para chocar, de repente, con la pintura plana?. Cada recodo nos traer¨¢, sucesivamente, lo atmosf¨¦rico o lo constructivo, el dripping o el boogie-woogie. Como en una suerte de mirar hacia atr¨¢s sin ira, la pintura y su historia se comprimen en algo que se distancia cada vez m¨¢s del pastiche na?f de etapas anteriores, incluso del chiste a lo cr¨®nica, para desembocar en una s¨ªntesis mucho m¨¢s astuta, en un discurso mejor trabado.
Guillermo P¨¦rez Villalta
Galer¨ªa Vandr¨¦s. Don Ram¨®n de la Cruz, 26. Madrid.
El espacio y su representaci¨®n
Uno de los puntos centrales de ese discurso, fruto de su vocaci¨®n paralela por la arquitectura, es toda su reflexi¨®n sobre el espacio y su representaci¨®n. Surgen as¨ª juegos muy diversos. En In octu oculi se entrelazar¨¢n en un continuo la ilusi¨®n perspectiva, la representaci¨®n en planta y una imprecisa insinuaci¨®n. En la serie de m¨¢scaras el espacio sufrir¨¢ una antropomorfizaci¨®n. Pero estos juegos se centran sobre todo en el estudio de la perspectiva como simulacro y sus posibilidades de distorsi¨®n. Vemos as¨ª como una obra, aparentemente muy cl¨¢sica, como El encuentro presenta un problema bastante complejo. Dos espacios contiguos, fiables en su ilusi¨®n de realidad, crean entre s¨ª un espacio inexistente, falacia mental que, sin embargo, permite el paso de la narraci¨®n a su trav¨¦s. La lectura de la escena de izquierda a derecha lo hace necesario, afirm¨¢ndose as¨ª la autonom¨ªa de la ficci¨®n pict¨®rica frente a su apariencia de descripci¨®n de lo real.
Expresi¨®n dram¨¢tica
Frente a quienes han querido ver en el trabajo de Guillermo P¨¦rez Villalta una obra en exceso amable, la presente exposici¨®n viene a acentuar algo que, a mi juicio, se encontraba desde siempre impl¨ªcito en sus cuadros. Me refiero a una continua insistencia, en la mayor¨ªa de estas obras, por todo lo que supone inestabilidad, desequilibrio, como expresi¨®n de un drama. Son los objetos a punto de desplomarse en Conversaciones en voz baja. Es tambi¨¦n la figura que se precipita en El discurso de la verdad, el aro vacilante o la curvatura de los l¨ªmites en In octu oculi. Incluso, en Personajes a la salida de un concierto rock todo es tensi¨®n. Y las continuas referencias a la vanidad, vanidad del mismo juego de la representaci¨®n, que es, sin embargo, un juego peligroso. Uno de los cuadros supuestamente m¨¢s apacibles, como es El encuentro, tiene as¨ª en su centro una grieta, un abismo personificado por ese espacio imposible. Abismo que, a nivel visual, rompe el equilibrio aparente de la composici¨®n y, a nivel iconogr¨¢fico, es reflejo de un desgarro en cuanto que, como se nos comenta en el propio cat¨¢logo, se trata de una alegor¨ªa de la creaci¨®n. Entre el artista y su inspiraci¨®n existe una herida dific¨ªlmente salvable, una especie de censura mental entre la visi¨®n y la obra. As¨ª las cosas, resulta un acento particularmente interesante la deformaci¨®n que sufren las figuras en el trabajo de P¨¦rez Villalta. Fruto en parte, de una torpeza antiacad¨¦mica, por qu¨¦ negarlo, acaba por convertirse en riqueza sem¨¢ntica. Me confesaba el pintor que s¨®lo ahora comienza a sentirse a gusto con esas figuras. Este es un punto en el que sus habilidades no le han allanado precisamente el camino. Sin embargo, el resultado es a la postre una ventaja.
Figuras y narraci¨®n
Expresionistas malgr¨¦ elles, las figuras en su distorsi¨®n acaban por servir mejor a la narraci¨®n. Me viene a la memoria un lienzo del Lotto, una de las m¨¢s bellas anunciaciones de la historia de la pintura, en el que la deformaci¨®n de los personajes en un espacio perfecto realza magistralmente lo fant¨¢stico de la escena. As¨ª son las figuras de P¨¦rez Villalta, refuerzo sem¨¢ntico de construcciones siempre misteriosas.S¨®lo un cuadro, entre lo esencial de esta exposici¨®n, resulta verdaderamente apol¨ªneo: es El taller, ficci¨®n del espacio real del retiro del artista. Todo aboga aqu¨ª a la disciplina, la reflexi¨®n y el orden en ese trabajo diario del que, seg¨²n Baudelaire, ser¨¢ hija la inspiraci¨®n. Toda la tensi¨®n, todo el drama, en cambio, se verter¨¢ en la obra, representada por ese lienzo protagonista que en todos los cuadros (no en vano, tiene su propia perspectiva), y que no vemos, como tampoco Podemos asomarnos al interior de la cabeza del artista, ¨²nico espejo que est¨¢ aqu¨ª para reflejarnos la creaci¨®n.
M¨¢s de un lector se sorprender¨¢ al vernos as¨ª entregados a la pasi¨®n, peligrosamente inclinados hasta la verborrea. Pero ciertas obras (y, por supuesto, la que nos ocupa), como ciertos amores, pueden movemos a todo menos a la indiferencia. El odio ser¨ªa, desde luego, m¨¢s disculpable.
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