Democracia y providencialismo
Embajador de Espa?aLas instituciones, en s¨ª mismas, no suelen ser radicalmente buenas o malas. Lo que ya puede ser mejor o peor es el esp¨ªritu, las intenciones ¨¦ticas y sociales, que condujeron a su creaci¨®n. No hay duda que un sistema institucional concebido para la salvaguardia de la libertad, la justicia y el gobierno de todos para todos resultar¨¢ -en principio- m¨¢s ajustado a los ideales de convivencia pac¨ªfica y so?ada felicidad. Nadie se atreve a discutir que la democracia, como tal democracia, ha intentado -en sus m¨²ltiples personificaciones- servir esos prop¨®sitos bienintencionados. Sin embargo, una vez tras otra, y en ocasiones con consecuencias y estr¨¦pitos dram¨¢ticos, la historia ha asistido al derrumbamiento de sucesivos ensayos de organizaci¨®n y conducci¨®n democr¨¢ticas.
El denodado W. Churchill -en frase que casi da verg¨¹enza traer a colaci¨®n una vez m¨¢s- dijo algo similar a lo siguiente: ?Con todos sus defectos, la democracia es el sistema pol¨ªtico menos malo que conozco.? Churchill, que era un viejo pol¨ªtico y un viejo soldado, sab¨ªa ser sincero por encima de sus astucias. Por ello no le importaba reconocer la existencia de fallos en los ideales y m¨¦todos por los que hab¨ªa luchado toda su vida, dimanantes -?c¨®mo no!- de los vicios y defectos de la condici¨®n humana. El mismo probar¨ªa, en carne propia los dardos del desencanto y de la ingratitud.
El hombre es capaz de idear -o so?ar- los m¨¢s puros artilugios, los mecanismos m¨¢s sutiles y contrabalanceados para intentar, por medio de ellos, el logro de las propuestas de una sociedad que le ofrezca seguridad y respeto.
Todas las aventuras para las conquistas de los reinos de Utop¨ªa han sido estimuladas por id¨¦nticas ilusiones. Lo malo no est¨¢ en los organismos e instituciones creados a mitad de camino entre la ilusi¨®n y la promesa, sino en el uso que de ellos hagan los hombres, sus cuidadosos proyectistas e inventores. No es cuesti¨®n de dejarse llevar por una concepci¨®n m¨¢s o menos pesimista acerca de los condicionamientos humanos. Todos hemos conocido -o nos lo han ense?ado las p¨¢ginas de las historias- a grandes so?adores de la libertad, que a la hora de tener entre sus manos los resortes para su regimiento y tutela se fueron dejando degradar hacia el autoritarismo, la arbitrariedad y la tiran¨ªa. Probablemente, habr¨ªa que llegar a la desoladora conclusi¨®n de que el hombre -y sin demasiada malicia en sus intenciones- suele resultar un p¨¦simo administrador de sus propios sue?os y construcciones.
No nos es dado dudar de la bondad de los prop¨®sitos de gran parte de las gentes implicadas en los afanes de la transici¨®n. Muchos de ellos nos lo han demostrado con sus bregas y sacrificios; hasta con la ejemplaridad de sus posturas. Sin embargo, en el instante mismo de verse en el trance de concretar los instrumentos democr¨¢ticos, garantizadores de la puesta en marcha del pleno ejercicio de la libertad, se dir¨ªa que los chirridos provenientes de casi todos los mecanismos de gesti¨®n y gobierno del pa¨ªs est¨¢n proclamando el fallo de los hombres vinculados, de una manera u otra, a la cosa p¨²blica.
Claro que hay que apartar a un lado lo que, inevitablemente, destila el arrastre de los tiempos. Aquella quimera del hombre rousseauniano, ¨ªntegro en la pureza propia y la de su contorno, es ya poco menos que inimaginable. El de hoy, resabiado mal que nos pese, hay que aceptarlo con sus carencias, sus escorias, sus dejaciones y sus apetitos. Tambi¨¦n ¨¦l mismo se ha querido hacer sujeto de sus sue?os y sus ilusiones.
Muchas veces he llegado a concebir que el aborrecible culto a la personalidad -tan desaforadamente extendido en las sociedades contempor¨¢neas- no es producto exclusivo de la vanidad y el endiosamiento de los glorificados, ni desenfrenado empe?o adulatorio de ac¨®litos e incondicionales, sino una implacable exigencia de las colectividades gregarias. Bajo las alas oscuras del gregarismo anidan las m¨¢s tremendas aberraciones y descarr¨ªos. La circulaci¨®n de las frases prefabricadas, de consignas de munici¨®n, de demagogias intemperantes y est¨¦riles suelen acompa?ar a los desarrollos viciosos en las democracias. Los f¨¢ciles entusiasmos se alternan, en similar inoperancia, con las estrepitosas ca¨ªdas por las barrancas del desencanto.
Todos estos peligros y otros muchos m¨¢s -tal el de la descomposici¨®n misma del sistema pol¨ªtico que acaba de estatuir nuestra flamante Constituci¨®n acechan tras de las codiciosas pasiones de buena parte de los pol¨ªticos. En cuanto un aprendiz de estadista -por variadas que sean sus agilidades y astucias- se siente en posesi¨®n de los embriagadores artilugios del poder, sus tentaciones primeras -consustanciales por lo general con sus apetitos de perduraci¨®n en el mando- suelen ser las del lidera to a todo evento. Y a partir del instante en que esos cosquilleos comienzan a tomar forma, la ur gencia por masificar, por gregarizar, a sus seguidores, en presencia y potencia, se le va tornando una maniobra obsesionante.
El pol¨ªtico acostumbra a sentir apetitos semejantes de poder ba jo los m¨¢s diversos sistemas de regulaci¨®n estatal. La ventaja te¨®rica de la democracia est¨¢ en impedir que esos deseos se tornen exorbitantes y factibles. Existe una propensi¨®n, bastante com¨²n en las gentes aposentadas en el mando, a considerar que el aumento de dificultades y situaciones cr¨ªticas s¨®lo puede ser respondido con la ampliaci¨®n de facultades y jurisdicciones personales. Es, quiz¨¢, la primera atracci¨®n, el impulso inicial hacia el providencialismo. De ah¨ª a considerarse un predestinado, un ?hombre del destino?, la distancia no es mucha.
Claro que no hace falta pasar por el 18 Brumario para comenzar a sentirse el ?escogido por la providencia?. La idea del indispensable -o del inevitable, por lo menos- se puede ir elaborando, incluso, al socaire de las tramoyas democr¨¢ticas. Existen ejemplos -y patrones- para todos los gustos y embaucadoras fantas¨ªas. Su seducci¨®n se despliega m¨¢s all¨¢ del personaje, de los equipos del Gobierno, alcanzando el ancho abanico de los opositores y los intrigantes.
La democracia, en sus supuestos actuales -sin ambiguas y anacr¨®nicas invocaciones atenienses- est¨¢ montada sobre los dispositivos de la racionalidad. Obra esencial del intelecto del hombre, su genealog¨ªa la entronca con los rigores racionalistas. Pretender cruzarla con los vendados ojos del destino equivale a verter, sol¨ªcitamente, arena en los engranajes. Sin prisas, sin azoramientos, una de las condiciones para la continuidad y conservaci¨®n de la democracia es la de tener prestos a sus hombres de recambio. En cuanto una democracia comienza a ser supeditada a los movimientos y azares de un personaje, es que ya se est¨¢ iniciando su decadencia.
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