De la "prensa canallesca" a la "prensa asesina"
A MEDIDA que transcurren los d¨ªas, el suicidio de Robert Boulin, ministro de Trabajo en el Gobierno de Raymond Barre y titular casi sin interrupci¨®n de otras diversas carteras a lo largo de la V Rep¨²blica, deja de pertenecer al dram¨¢tico ¨¢mbito de las decisiones personales para insertarse en la punta del iceberg de un asunto pol¨ªtico cuya naturaleza, dimensiones y alcances permanecen todav¨ªa ocultos. Las acusaciones p¨®stumas del veterano gaullista, que hizo suyo el pensamiento de Rilke sobre la elecci¨®n de la propia muerte, contra ciertos ?medios pol¨ªticos? del establishment franc¨¦s, y las graves inculpaciones ¨¦tico-pol¨ªticas contra Alain Peyreffitte, ministro de Justicia, van a poner presuniiblemente en marcha uno de esos largos, turbios y complejos affaires de los que no suelen salir indemnes ni la honorabilidad de algunos hombres p¨²blicos ni el prestigio de unas instituciones democr¨¢ticas indebidamente utilizadas en provecho de intereses privados o ambiciones inconfesables. Sobre todo si se recuerda que el mismo semanario que dio a la publicidad el caso Boulin tambi¨¦n revel¨®, hace poco m¨¢s de dos semanas, cu¨¢les eran los motivos de agradecimiento personal -transformados luego en directrices de la diplomacia francesa en Africa Central- del presidente de la Rep¨²blica hacia el grotesco emperador Bokassa, generoso donante de diamantes a la familia del se?or Giscard cuando ¨¦ste era ministro de Finanzas, y el rocambolesco episodio del robo de los archivos del derrocado dictador por servicios paralelos franceses.Sin embargo, la primera reacci¨®n de esos mismos ?medios pol¨ªticos?, inculpados desde la tumba por Robert Boulin, y de los dirigentes de un Partido Comunista que todav¨ªa no han olvidado la ¨¦poca en que los escritores independientes eran ?v¨ªboras l¨²bricas? o ?hienas dactil¨®grafas?, fue descargar la responsabilidad dolosa de ese suicidio sobre los ¨®rganos de prensa que se hab¨ªan hecho eco del presunto esc¨¢ndalo. Algo sabemos del odio y del desprecio hacia los periodistas de algunos sectores de la clase pol¨ªtica de este pa¨ªs, donde el franquismo agonizante acu?¨® la expresi¨®n ?prensa canallesca? para denominar a los profesionales de la informaci¨®n y de la opini¨®n que discrepaban de los criterios oficiales y se esforzaban por hacer llegar a los lectores noticias no desfiguradas e ideas cr¨ªticas. Pero preciso es reconocer que los hombres p¨²blicos de la vieja democracia francesa han dejado cortos a los representantes de la ultraderecha espa?ola al inventar el nuevo insulto de ?prensa asesina?.
Ciertamente, no han faltado casos en la historia en que la prensa ha podido merecer ep¨ªtetos tan duros y contundentes. Se han producido, y se siguen produciendo, en todos aquellos sistemas en que el poder controla mediante la censura todos los medios de comunicaci¨®n y utiliza las columnas de la ¨²nica prensa que existe, que es la prensa oficial, para calumniar, desprestigiar y linchar moralmente a sus adversarios sin darles la m¨¢s m¨ªnima posibilidad de r¨¦plica. Evidentemente, no fue esta la situaci¨®n que tan dram¨¢ticamente tuvo que soportar el fallecido ministro de Trabajo, o que tan dificultosamente sobrellevan los hombres que gobiernan nuestro pa¨ªs, y, sin embargo, cuando el secretario general del PCF de nuncia ?las campa?as de descr¨¦dito personal, alimenta das de afirmaciones sin pruebas, de alusiones p¨¦rfidas, de manipulaci¨®n de hechos deformados o agrandados, cuando no basadas en la falsificaci¨®n, la mentira y el odio?, y propone ominosamente ?que ya es tiempo de acabar con m¨¦todos que degradan la vida pol¨ªtica del pa¨ªs y amenazan la dernocracia?, no est¨¢ hablando, parad¨®jicamente, de una prensa fascista, sino de la prensa francesa. Y cuando el se?or Chaban-Delmas, presidente de la Asamblea Nacional, invita a ?meditar y extraer las lec ciones de este drama, de este asesinato, que no alcanza solamente a Robert Boulin, sino a Francia y a la opini¨®n p¨²blica?, no hace sino secundar la infame y a?orante acusaci¨®n del se?or Marchais contra la libertad de expre si¨®n, fundamento y garant¨ªa de todas las dem¨¢s liberta des. Porque, como escrib¨ªa en Le Monde Robert Escarpit, si bien ?hay que saber que un susurro puede matar?, tambi¨¦n es verdad que aquello que le confiere su ?mortal poder¨ªo? es ?el intolerable silencio de las respuestas? en contraste con ?el intolerable trueno de las preguntas?.
Los hombres p¨²blicos, y especialmente los que ocupan el ¨¢rea gubernamental, acumulan tal cantidad de poder para influir sobre la vida y el destino de sus conciudadanos, que todos los frenos y precauciones para que no abusen de su privilegiada posici¨®n siempre ser¨¢n pocos. Su exposici¨®n a la cr¨ªtica y a la denuncia de las eventuales colusiones entre su fortuna personal y el erario p¨²blico es una parte del precio que deben pagar por la profesi¨®n que voluntariamente han elegido y, a la vez, una garant¨ªa para quienes, con sus votos y sus impuestos, les conf¨ªan la gesti¨®n del Estado. Pues, al fin y al cabo, las primeras advertencias contra la corrupci¨®n del poder, y contra la corrupci¨®n absoluta del poder absoluto, no fueron expresadas, como todo el mundo sabe, por ning¨²n liberalista resentido, sino por un aristocr¨¢tico liberal ingl¨¦s, con una vasta experiencia de la vida p¨²blica.
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