La Constituci¨®n, un a?o despu¨¦s
En estos d¨ªas se cumple un a?o de vigencia de nuestro texto constitucional, per¨ªodo suficiente para poder juzgar su alcance en la vida pol¨ªtica de los espa?oles. Hay que reconocer que esta no ha sido una Constituci¨®n cuyo alumbramiento haya despertado excesivo entusiasmo. Y, sin embargo, nunca en la historia de Espa?a ha existido otra que recibiese un apoyo pol¨ªtico m¨¢s amplio y que, por consiguiente, tuviese ante s¨ª perspectivas superiores de vigencia y duraci¨®n. Incluso sectores pol¨ªticos, como el nacionalismo vasco, que en su d¨ªa optaron por la abstenci¨®n, han acabado, un a?o despu¨¦s, por aceptar la v¨ªa constitucional, al comprobar que sus aspiraciones pod¨ªan encontrar satisfacci¨®n, por este camino, al menos en mayor medida que por cualquier otro.Es cierto que ¨²ltimamente vuelven a o¨ªrse voces que postulan la reforma constitucional. No hay, sin embargo, que acentuar la preocupaci¨®n por las mismas. No s¨®lo por la escasa entidad de las formaciones pol¨ªticas desde las cuales se pronuncian y la remota posibilidad, por tanto, de que la reforma pueda producirse a corto plazo, sino, sobre todo, porque se trata precisamente de formaciones de las que siempre se podr¨¢ temer algo mucho peor que la mera reforma, la cual en definitiva se halla prevista por la propia Constituci¨®n y supone una cierta aceptaci¨®n de ¨¦sta.
Dejando de lado esta cuesti¨®n, el fen¨®meno m¨¢s inquietante para asegurar la supervivencia de nuestra Constituci¨®n hay que buscarlo en lo que los juristas germanos llaman el ?sentimiento constitucional?; es decir, en la conciencia de que la Constituci¨®n es necesaria y vinculante, capaz de introducir cambios sociales y pol¨ªticos mediante la transformaci¨®n en ?actos? de sus ?potencias? normativas. Desde el mismo d¨ªa de su promulgaci¨®n, el texto constitucional se independiz¨® de la voluntad de sus autores y, desde entonces, su interpretaci¨®n y aplicaci¨®n han ido adquiriendo una din¨¢mica propia, en la que dicho ?sentimiento? por parte de jueces, parlamentarios, gobernantes, juristas y ciudadanos marca la orientaci¨®n y el ritmo.
En este fen¨®meno, mucho m¨¢s cultural que estrictamente jur¨ªdico, se insertan el arraigo y la extensi¨®n que, en el ¨²ltimo a?o, han cobrado dos ideas estrechamente relacionadas entre s¨ª. La primera de ellas es la de que la Constituci¨®n ?no es suficiente por s¨ª sola? y que, para cumplir sus funciones con plenitud, precisa de un desarrollo legislativo m¨¢s bien largo y complejo. La segunda es la de que ?no debe exagerarse? la necesidad de que todas las decisiones pol¨ªticas y legislativas se atengan a lo dispuesto por la Constituci¨®n; pues, en cuanto norma jur¨ªdica de naturaleza formal, estar¨¢ siempre supeditada a exigencias materiales y habr¨¢ ocasiones en que convenga ?flexibilizar? el respeto que se exige a la misma.
La primera de estas dos im¨¢genes de la Constituci¨®n resulta ajustada a lo que representa en tanto que normativa de car¨¢cter org¨¢nico, es decir, de instrumento de organizaci¨®n del Estado. Ahora bien, son escasos los aspectos de esta organizaci¨®n para los que la Constituci¨®n ofrece una soluci¨®n acabada, susceptible de aplicaci¨®n inmediata. Por el contrario, son muchas m¨¢s las cuestiones de organizaci¨®n pol¨ªtica para las cuales no puede ofrecerse soluci¨®n alguna, si no es a trav¨¦s de un desarrollo previo por v¨ªa legislativa de las normas constitucionales correspondientes. No es casual, en este sentido, que el programa legislativo que el Gobierno y las Cortes tratan de llevar a cabo en los ¨²ltimos meses se haya orientado, ante todo, a satisfacer estas necesidades de tipo org¨¢nico. El caso m¨¢s notable es, sin duda, el de los estatutos de autonom¨ªa. Lo cual es l¨®gico si pensamos que la Constituci¨®n, en lo que se refiere a la organizaci¨®n territorial del poder, se mantiene en un plano preconsticucional, esto es, no crea de facto un Estado de autonom¨ªas, sino que establece m¨¢s bien los mecanismos para que ese Estado vaya constituy¨¦ndose en el futuro. En este sentido, pues, nuestra norma fundamental es una Constituci¨®n inacabada.
As¨ª, la tarea de organizar el Estado resulta por definici¨®n (por definici¨®n constitucional) un proceso legislativo lento y pre?ado de complejidad. El mayor problema que se plantea aqu¨ª para la ?actuaci¨®n? de la Constituci¨®n no es tanto el de su aplicaci¨®n directa, sino el de los riesgos de perversi¨®n de sus principios organizativos b¨¢sicos a lo largo de ese proceso. Por ejemplo cuando recientemente se hablaba -y se sigue hablando- de la necesidad de ?racionalizar? el proceso auton¨®mico existe el peligro de que lo que se pretenda sea sustituir la racionalidad constitucional (la que deriva de la Constituci¨®n) por una racionalidad distinta o, lo que es lo mismo, adulterar la concepci¨®n constitucional de las autonom¨ªas. Ante ese peligro, no est¨¢ de m¨¢s recordar que si en el texto constitucional queda algo claro en relaci¨®n a la autonom¨ªa de nacionalidades y regiones es que ¨¦sta se proyecta no como algo excepcional que es aplicable a algunas zonas del territorio, sino como un principio general de la organizaci¨®n de todo el Estado.
El motivo radica en que, junto a la concepci¨®n de las autonom¨ªas como una respuesta a situaciones de particularismo hist¨®rico, cultural y ling¨¹¨ªstico, la Constituci¨®n ha optado por una concepci¨®n de mayores miras que considera la descentralizaci¨®n del Estado como una t¨¦cnica de libertad y participaci¨®n.
Derechos y libertades
Pasando a una perspectiva distinta, la de los derechos y libertades reconocidos en la Constituci¨®n, no cabe ya admitir la definici¨®n de ?inacabada? o de ?incompleta? atribuida a ¨¦sta. Es cierto que, en este ¨¢mbito, hay varios casos en que la plena efectividad de un derecho depende de un desarrollo legislativo ulterior (por ejemplo, en relaci¨®n a la libertad en el matrimonio o a la protecci¨®n de los consumidores). No obstante, hay muchos otros en los que, aunque ese desarrollo sea posible y hasta conveniente, la falta de legislaci¨®n complementaria (o la inconstitucionalidad de la existente) no implica que la Constituci¨®n no sea susceptible de aplicaci¨®n inmediata (por ejemplo, en relaci¨®n a la libertad de expresi¨®n o a la de reuni¨®n o asociaci¨®n). Adem¨¢s, incluso en aquellos supuestos en que la legislaci¨®n complementaria sea necesaria, la Constituci¨®n puede surtir ciertos efectos directos de una importancia capital. As¨ª, la ausencia en tales supuestos del desarrollo legislativo posterior a la Constituci¨®n no supone siempre que deba considerarse vigente la legislaci¨®n sobre esos mismos supuestos anterior a la Constituci¨®n, pues uno de los pasajes del texto constitucional en que se manifiesta con mayor intensidad la superioridad de ¨¦ste como fuente del derecho es, precisamente, su disposici¨®n derogatoria, en virtud de la cual deben considerarse derogadas ?cuantas disposiciones se opongan a lo establecido en la Constituci¨®n?. En consecuencia, nos encontramos con actuaciones de los poderes p¨²blicos cuya apoyatura jur¨ªdica casi nadie acostumbra a poner en tela de juicio y que, sin embargo, son manifiestamente anticonstitucionales. Es el caso, entre otros, de algunas intervenciones de la fuerza p¨²blica con ocasi¨®n de manifestaciones, que se reprimen, no s¨®lo con reprobable dureza a veces, sino al amparo de una legislaci¨®n inconstitucional y que, por tanto, debiera considerarse derogada. La justificaci¨®n, como ha ocurrido en una reciente sentencia de la Audiencia Territorial de Madrid, de que es necesario recurrir, ante la inexistencia de desarrollo legislativo del art¨ªculo 21 de la Constituci¨®n, a los aspectos adjetivos de la legislaci¨®n franquista en materia de reuni¨®n puede llevar a una peligrosa inseguridad constitucional.
La imagen que el Tribunal Constitucional, los jueces ordinarios y, en general, los juristas se hagan de la fuerza vinculante y de la capacidad de obligar de la Constituci¨®n es, en definitiva, el factor primordial, pues de ella depender¨¢ que se opte por una interpretaci¨®n de la Constituci¨®n conforme a las leyes o por una interpretaci¨®n de las leyes conforme a la Constituci¨®n. La imagen de la Constituci¨®n ?incompleta? opera, evidentemente, en el primer sentido. Por el contrario, si se modera el terror a las lagunas legales (cuya existencia, seg¨²n KeIsen, es tan s¨®lo el producto de prejuicios ideol¨®gicos) y se considera que la integridad del ordenamiento jur¨ªdico puede y debe obtenerse, a falta de preceptos legales, mediante el recurso a los principios generales que se contienen en la Constituci¨®n, la opci¨®n se inclinar¨¢, con seguridad, en el segundo sentido. Esta ha sido precisamente la orientaci¨®n que parece haber seguido el Tribunal Supremo en una reciente e important¨ªsima sentencia en la que el concepto de indisolubilidad se rechaza como integrante del ?orden p¨²blico? matrimonial en aplicaci¨®n de los principios constitucionales sobre el matrimonio.
Si la imagen de la Constituci¨®n ?incompleta? conduce a una consideraci¨®n subordinada de las normas constitucionales, lo mismo ocurre con la idea que en el ¨²ltimo a?o se ha extendido en nuestra clase pol¨ªtica -de que el valor de las formas constitucionales es inferior, o de segundo orden- en relaci¨®n a exigencias materiales o de fondo, apreciadas por el legislador o por el gobernante de turno. Nadie discutir¨¢ que una Constituci¨®n sea susceptible, mediante su interpretaci¨®n, de irse adecuando hist¨®ricamente, y en este sentido ya resulta un t¨®pico aludir al ejemplo que proporcionan los doscientos a?os de vigencia de la Constituci¨®n americana. Pero para que esa adaptaci¨®n se realice es preciso aceptar que las categor¨ªas constitucionales no son pura forma, sino que se hallan inyectadas de contenido o de materia pol¨ªtica (as¨ª podr¨ªa hablarse de un ?valor de fondo de las formas?, en el cual reposa justamente la exigencia de un respeto estricto a las normas constitucionales). Y todo lo contrario sucede cuando comienza a propagarse y aceptarse la idea de que las formas constitucionales son algo abstracto, independiente y alejado de la realidad pol¨ªtica.
Fondo y forma
Un ejemplo bien pr¨®ximo lo tenemos en el debate suscitado en torno a la constitucionalidad del decreto-ley antiterrorista. Uno de los argumentos m¨¢s poderosos que se han utilizado en favor del mismo es, en efecto, el de que, aunque sea formalmente inconstitucional, resulta pol¨ªticamente necesario y de que, en el conflicto -as¨ª planteado- entre la forma y el fondo, debe optarse por este ¨²ltimo. Sin embargo, al margen de otras consideraciones (que discutir¨ªan esa necesidad pol¨ªtica), un argumento similar equivale, en el caso de aceptarse, a iniciar el deslizamiento por una pendiente en la que se tiene la seguridad de controlar los movimientos en el punto de partida, pero no en la llegada, pues con el deslizamiento puede destrozarse la posibilidad misma de detenerse voluntariamente. Se trata de una cadena l¨®gica de preguntas y respuestas, donde Ia contestaci¨®n afirmativa a una pregunta de la cadena coloca m¨¢s cerca de responder tambi¨¦n afirmativamente, a la pregunta siguiente. ?Es una formalidad que las normas relativas a los derechos y libertades hayan de ser aprobadas, mediante ley org¨¢nica, por el Parlamento? ?Es una formalidad la asistencia de abogado a los detenidos? ?Es una formalidad la prohibici¨®n de los malos tratos y de la tortura?... Y as¨ª hasta las ¨²ltimas preguntas de la cadena, que bien podr¨ªan ser: ?Son una formalidad las instituciones democr¨¢ticas? ?Es una formalidad el r¨¦gimen constitucional de la libertad en su conjunto?
Es sabido que se ha achacado tradicionalmente el fracaso de nuestras Constituciones a la desilusi¨®n en parte que sufr¨ªa el pueblo cuando comprobaba la incapacidad taumat¨²rgica del texto constitucional para resolver todos los problemas patrios. Algo de esto se puede ver tambi¨¦n probablemente en la actualidad. Pero para la supervivencia de la Constituci¨®n, es decir, de la democracia en nuestro pa¨ªs, puede ser mucho m¨¢s peligroso un sentimiento que aflora en la clase pol¨ªtica fundamentalmente. En efecto, el deterioro que puede sufrir el orden constitucional, cuando se afirme en las conciencias un sentimiento de menosprecio hacia las formas constitucionales y sus exigencias, es, desde luego, incalculable. Nadie debe llamarse a enga?o, pues los ejemplos que proporciona la historia contempor¨¢nea impiden que esta afirmaci¨®n pueda ser tachada de exagerada. As¨ª, de cuando en cuando ser¨ªa conveniente recordar c¨®mo la aparici¨®n del r¨¦gimen nazi en Alemania estuvo estrechamente vinculada a una poderosa reacci¨®n antiformalista en la interpretaci¨®n de la Constituci¨®n de Weimar, hasta el punto de que no fue necesario introducir reforma alguna en la misma. Bast¨® con la extensi¨®n y generalizaci¨®n de aquel sentimiento. No parece superfluo recordar as¨ª a donde puede conducir la indiferencia constitucional, cuando se cumple un a?o de la vigencia de nuestro texto fundamental.
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