La intolerancia
EL CARDENAL Taranc¨®n, en una reciente Carta cristiana, se?ala oportunamente como un vicio de nuestra sociedad la dificultad creciente de la convivencia. Tendemos a ?subrayar las sombras que acumulamos en las posturas de los dem¨¢s?; en las discusiones, ?m¨¢s que la defensa de la propia ideolog¨ªa interesa anular a las contrarias?. Monse?or Taranc¨®n se refiere, como es su magisterio y el destino de su mensaje, a la comunidad cristiana y a la vida de la Iglesia; pero la extensi¨®n del mal sobre la vida civil est¨¢ poniendo en, peligro la coherencia de la sociedad que trata de formarse al amparo de unas normas de conducta que llamamos democr¨¢ticas. Es indudable que la democracia no consiste, ni s¨®lo ni b¨¢sicamente, en ejercer el derecho al voto, respetar absolutamente la Constituci¨®n y compensar la independencia de los tres poderes cl¨¢sicos; no solamente no es codificable como forma absoluta, sino que cualquier c¨®digo que se haga -y el primero es, evidentemente, la Constituci¨®n- ha de emanar de un principio b¨¢sico, que es el de la tolerancia.La tolerancia, dec¨ªa el belga Spaak, uno de los grandes luchadores por la construcci¨®n de una Europa s¨®lo posible por la convivencia de pueblos diversos, ?no hace renunciar a ninguna idea ni nos obliga a pactar con el mal; implica, simplemente, que ese uno acepte que los otros no piensan como nosotros, sin, por ello, odiarlos?; para Gandhi, que unific¨® espiritualmente un pueblo de castas, religiones y razas, es la ?regla de oro de la conducta?, porque, ?jam¨¢s pensaremos todos de la misma manera; nunca veremos m¨¢s que una parte de la realidad y bajo ¨¢ngulos diferentes?.
En un pa¨ªs como el nuestro, donde una parte poderosa de la Iglesia predic¨® la ?santa intolerancia?, donde la intransigencia ha sido considerada como virtud, es dif¨ªcil -y se supone cu¨¢l es el benem¨¦rito esfuerzo del cardenal Taranc¨®n, que ha tenido ya que o¨ªr de la intolerancia de quienes deber¨ªan ser sus fieles rimar su nombre con el de ?pared¨®n?- este cambio a la tolerancia y a la permisividad, y no solamente consider¨¢ndolos como bondad para el error ajeno, sino como posibilidad de error propio. Todav¨ªa en el nombre de Cristo Rey se blanden porras y cadenas de hierro contra cabezas ajenas, y no s¨®lo por su supuesto contenido, sobre el que no se interroga a la v¨ªctima, sino por la longitud de los cabellos, indignos, por lo visto, de ser portados as¨ª en las proximidades del cuartel general de Fuerza Nueva. Y todav¨ªa sectores de la Iglesia tratan de imponer su leg¨ªtimo, pero particular, criterio acerca de cuestiones de la convivencia sobre las costumbres, las ideas y los pensamientos de la sociedad civil, que no deben estar sometidos a m¨¢s autoridad que la que de ella emana.
La herencia de la intolerancia, el orgullo de un poder antiguo y ya periclitado, la soberbia de unas ideolog¨ªas que ya no pueden imponerse, son herencias de los tiempos de la santa intransigencia y de la intransigencia de poder; que hayan penetrado en bases sociales que no disponen de ese poder, o de ideolog¨ªas que por definici¨®n antigua y renovada deben tender a exigir la tolerancia de los dem¨¢s abriendo previamente la suya propia, es un vicio denunciable como corruptor de la sociedad. Hace bien el cardenal Taranc¨®n en querer apartarla de la vida de los cristianos, y hay motivos m¨¢s que suficientes (ley del Divorcio, Centros Escolares...) en la actualidad espa?ola para que la propia intolerancia eclesial de sectores. que bien sabemos nada tienen que ver con el propio Taranc¨®n- sea sometida a meditaci¨®n seria por nuestra sociedad.
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