El m¨²sico Roland Barthes
Que se me entienda, que no sea tarde para escribir sobre Roland Barthes. Pude, s¨ª, claro, dictar por tel¨¦fono una nota de urgencia, pero estaba lejos del sitio, de mis apuntes, de los libros anotados. M¨¢s: la pena al ver que no se dec¨ªa ni jota del Barthes m¨²sico me obligaba, como tantas veces, a cierto trabajo de antolog¨ªa, antolog¨ªa de citas, pero tambi¨¦n de recuerdos: conozco a ¨ªntimos suyos, segu¨ª con ellos las peripecias del viaje al Wagner de Bayreuth, al Wagner franc¨¦s de Boulez-Chereau. No hace mucho, y en la misma Roma, puede examinar despacio y querer deprisa una buena colecci¨®n de dibujos suyos, dibujos-retrato, porque junto a la precisi¨®n del semi¨®logo, del sabio fabuloso de la lengua, lat¨ªa una human¨ªsima alegr¨ªa: ¨¦l, tan corporal, dejaba all¨ª su mano.Las noticias del luto llegaban desde Par¨ªs; comentaristas romanos como Umberto Eco e Italo Calvino dec¨ªan mucho y bien; pero, ?c¨®mo es posible?, se olvidaban del Barthes m¨²sico. Vengo de Par¨ªs y le he recordado sitio por sitio, desde la casa a la cl¨ªnica, desde el Colegio de Francia hasta su tienda de discos. En ese Par¨ªs vestido de primavera t¨ªmida, en ese. Par¨ªs que, seg¨²n Barthes, ?crea un cuerpo alerta y fatigado?, no hay escaparate de librer¨ªa sin sus obras, centradas en la ¨²ltima sobre la fotograf¨ªa, obra casi p¨®stuma. Pero de la m¨²sica, poco: ?Ay Dios m¨ªo, en qu¨¦ destierro vivimos!, doble destierro, porque tampoco los m¨²sicos han dicho su palabra. En otro viaje m¨ªo coincid¨ª con su primera lecci¨®n en el Colegio de Francia: alz¨® el pav¨¦s una muchedumbre de j¨®venes. Me pas¨® como con el primer art¨ªculo espa?ol sobre Adorno: no hay puente si se escribe de m¨²sica y hay ganas en tanto presumido de la cultura y mandam¨¢s de instituciones de convertir la ignorancia en desd¨¦n. Se?ala el mismo Barthes que el lenguaje de los cr¨ªticos franceses, de los imitadores de Gavoty, se queda en los adjetivos y en la an¨¦cdota, donde se pierde lo que ¨¦l llama ?el grano?, n¨²cleo, semilla, sustancia.
Pues vamos a eso, al grano. La m¨²sica en Barthes no es s¨®lo juego preferido, lo cual es ya importante. Barthes tocaba el piano y no hac¨ªa como Gide, que dese¨® transformar su torpeza de pianista en criterio de interpretaci¨®n: pocos le oyeron, alguno sospech¨® que era pianola lo que se o¨ªa al lado, pero luego pontificaba sobre un Chopin lento y as¨¦ptico. Barthes hace de su ejecuci¨®n de pianista torpe criterio para conocer mejor el cuerpo, la materia, el grano de la m¨²sica. La cita que sigue es una delicia del escritor, una preciosa p¨¢gina de diario, una como foto de su soledad m¨¢s alegre. Al rebelarse contra las digitaciones escritas dice ?que la raz¨®n, evidentemente, est¨¢ en que yo quiero un regocijo sonoro inmediato" reh¨²so el fastidio del ejercicio porque el ejercicio impide el regocijo. El trozo, el pasaje, en la perfecci¨®n sonora que uno se imagina sin llegar a alcan
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zarla realmente, obra como una especie de "fantasma" (recuerdo entre, par¨¦ntesis, la enorme importancia que da al "fantasma" y su repudio de los sue?os): me someto alegremente al santo y se?a del fantasma - ? inmediatament¨¦!-, aunque sea al precio de una p¨¦rdida considerable de realidad?. Quiso para ese piano la m¨²sica rom¨¢ntica, sobre todo, pero se?al¨® hacia atr¨¢s,que El arte de la fuga, de Bach, no necesita de transferencia simb¨®lica, y hacia adelante tuvo la valent¨ªa de se?alar en Webern, en su est¨¦tica de ?fragmento?, la soterrada herencia de Schumann.
No trato de hacer una suma de citas que no s¨®lo alargar¨ªan mucho el art¨ªculo, sino que pudieran dar la sensaci¨®n de una m¨²sica para ratos perdidos. Se?alo, s¨ª, dos cap¨ªtulos para indicar con prisa, con anhelo, la situaci¨®n de la m¨²sica en elcentro del vivir y del hacer de Barthes. En su libro sobre el amor, libro capital que, a diferencia de Gide y heredando al Wagner de Trist¨¢n y a Proust, sirve para toda entrega verdadera, la.m¨²sica palpita como sost¨¦n de fondo, ?y qu¨¦ m¨²sica, amigos m¨ªos!: el Mozart de Las bodas, el Schubert que elogia las l¨¢grimas, la ?canci¨®n triste? de Duparc y, sobre todo, esa ?muerte de amor sin ruido? de la Melisande de Debussy, presente, sin duda alguna, en las improvisaciones del Barthes compositor. En esa l¨ªnea llega a una de esas cumbres del ling¨¹ista y del m¨²sico al examinar la diferencia entre el lied alem¨¢n y la melod¨ªa francesa. El examen es exacto, aunque nos duela su juicio sobre Fischer Dieskau: en el lied alem¨¢n hay una absoluta primac¨ªa de los s¨ªmbolos de la m¨²sica, mientras que en Faur¨¦, en Duparc, en Debussy ?hay como una reflexi¨®n pr¨¢ctica sobre fa lengua, hay la asunci¨®n progresiva de la lengua al poema, del poema a la melod¨ªa y de la melod¨ªa a su plena realizaci¨®n?.
En sus trabajos sobre el mito, en su continuo desenmascarar a la peque?a burgues¨ªa -la grande es la de Proust y Faur¨¦- trata a toda costa de recuperar la esencia de la m¨²sica rom¨¢ntica con la que tanto ha querido. Ese burgu¨¦s, escribe, no vive la emoci¨®n en s¨ª, con su exigencia de compromiso, con su revuelo interior, sino los signos externos de esa emoci¨®n. El grand¨ªsimo escritor que es Barthes hace de la doctrina profunda, delicia literaria -placer de la inteligencia e inteligencia del placer- centrada en experiencias de todos. V¨¦ase la muestra: ?La simb¨®lica del Estado. Escribo esto el s¨¢bado 6 de abril de 1974, d¨ªa de luto nacional en memoria de Pompidou. Todo el d¨ªa, buena m¨²sica en la radio, buena para mis o¨ªdos: Bach, Schubert, Mozart, Brahms. La buena m¨²sica es, por tanto, una m¨²sica f¨²nebre: la metonimia oficial une la muerte, la espiritualidad y la m¨²sica de clase (los d¨ªas de huelga no se oye m¨¢s que mala m¨²sica). Mi vecina, que habitualmente oye m¨²sica pop, hoy no abre su receptor. De esta manera, los dos estamos excluidos de la simb¨®lica del Estado: ella, porque no soporta el significante (la buena m¨²sica), y yo, porque no soporto el significado (la muerte de Pompidou). Esta doble amputaci¨®n, ?no hace de la m¨²sica, as¨ª manipulada, un discurso opresivo??. De ah¨ª su apasionada curiosidad por el otro Wagner; de ah¨ª su tener en la memoria el Dichierliebe de Schumann; de ah¨ª su llegada a las orillas de Mahler, a la hazafla de devolver esos signos a la estricta trama sinf¨®nica, raz¨®n musical y human¨ªsima del continuo travase del lied a la orquesta.
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