En posici¨®n de saludo o m¨¢s sobre el "caso Mir¨®"
Refiri¨¦ndose a la requisa de la pel¨ªcula El crimen de Cuenca, se extra?aba aqu¨ª mismo Fernando D¨ªaz Plaja (La ofensa de ayer, 2-IV-80) de que la Guardia Civil de hoy se identificase con la de hace setenta a?os hasta el punto de dolerse por la referencia a unas irregularidades cometidas entonces por n¨²meros del Cuerpo. No lo veo yo tan extra?o, considerando la peculiar¨ªsima forma de identidad que adoptan las instituciones dotadas de uniforme; otra cosa es que el hecho de que duela baste para tener la referencia por injusta y tratar de acallarla. Fernando VII fue el traidor m¨¢s abyecto de la historia de Espa?a, pues hasta en las mejores familias puede darse un bellaco, salvo que las casas reales sufren la desventaja de que sus hechos se guarden con m¨¢s larga y segura memoria; pero si por la consideraci¨®n que ha sabido merecernos la muy digna y estimable persona de su actual descendiente y sucesor, escamote¨¢semos, por ejemplo, las cartas de Valen?ey, en las que El Deseado felicitaba al emperador por sus victorias sobre quienes mor¨ªan con el nombre de Fernando en los labios, proteger¨ªamos la honra de un traidor con menoscabo de la justicia que se debe a la memoria de los traicionados, y estar¨ªamos poniendo la Casa Real por encima de la familia de los espa?oles, y la monarqu¨ªa espa?ola, por encima de Espa?a misma. De igual modo, salvaguardar el buen nombre de los guardias civiles que intervinieron en el crimen de Cuenca supone detrimento de la piedad y la reparaci¨®n que reclaman sus v¨ªctimas y es poner el prestigio del Cuerpo por encima del bien o del da?o de la propia poblaci¨®n cuya asistencia y defensa es el fin declarado del benem¨¦rito instituto y lo que justifica su existencia misma.Aun cuando tome sus datos de lo acontecido, la funci¨®n posible, y por tanto la intenci¨®n acertada, correcta, de la ficci¨®n narrativa -sea literaria o cinernatogr¨¢fica- no es hacernos saber que algo ha ocurrido o convencernos de ello, sino permitirnos experimentarlo de forma imaginaria. Ya s¨¦ que hay una ce?uda escuela, m¨¢s ¨¢vida de justificaci¨®n moral que de agudeza art¨ªstica, que habla de ?testimonio? y de ?denuncia? como funciones que asigna a la ficci¨®n, pero lo ingenuo y descaminado de la idea se apreciar¨¢ con s¨®lo considerar hasta qu¨¦ punto, para funciones tales, para dar fe de lo dado en cuanto dado, para imponer la convicci¨®n de que efectivamente ocurri¨®, la m¨¢s pl¨¢stica, sugestiva e impresionante de las reconstrucciones narrativas -sea literaria o cinematogr¨¢fica- se queda en puro aguachirle frente a la contundencia testimonial del documento m¨¢s balbuciente y fragmentario. Por eso la ficci¨®n narrativa no propende a tomar, de entre lo dado, lo que m¨¢s importa en cuanto acontecido, sino lo que interesa como objeto de experimentaci¨®n imaginaria. Tanto si funda su argumento en sucedidos como si se lo inventa, la representaci¨®n narrativa tendr¨¢n siempre id¨¦ntico car¨¢cter de ficci¨®n. Ateni¨¦ndose, pues, a la ¨ªndole propia de la cosa, lo ver¨ªdico o no ver¨ªdico, lo real o lo inventado de la trama es absolutamente indiferente, y alegar lo ver¨ªdico de los hechos imaginariamente reconstruidos para defender la legitimidad de una ficci¨®n es, en rigor, del todo improcedente, porque implica el equivocado correlato de que si la ficci¨®n representase sucesos inventados habr¨ªa que dar por bueno el alegato en contra. Si las ficciones pudiesen realmente ofender, ?cu¨¢ntos cuerpos, agrupaciones o estamentos no menos benem¨¦ritos podr¨ªan ponerse a reclamar, frente a las siempre viles, insidiosas y antiespa?olas invenciones de literatos y cineastas, el derecho a la susceptibilidad? Por lo pronto, el honorabil¨ªsimo colegio de farmac¨¦uticos estar¨ªa en su pleno derecho de mandar retirar incontinenti un par de obras debidas a la mala sangre de aquel tipejo resentido, aquel t¨ªo feo, el tiparraco aquel indeseable, el cojitranco aquel de Francisco de Quevedo; mientras, por cuanto pudiere llegar a resultar atentatorio para el dign¨ªsimo Cuerpo de alguaciles, la Administraci¨®n local se incautar¨ªa a su vez de otro lotecito, y as¨ª sucesivamente, hasta que el duque de Alba, como consorte de quien se precia de llevar en sus venas la sangre de Olivares, acabase con la obra del manchego, ordenando la quema de aquel viscoso e infame papelorio que empezaba: ?No he de callar, por m¨¢s que con el dedo,/ ya tocando la boca, o ya la frente,/ silencio avises o amenaces miedo...?, y que val¨ªa no menos de cinco a?os de c¨¢rcel y una honra inmortal.
Pero de las ficciones narrativas, de lo que pueda ser m¨¢s propio o menos propio de ellas, as¨ª como tambi¨¦n de la cuesti¨®n formal de las jurisdicciones, o aun del derecho o ya no tan derecho a la libertad de expresi¨®n, de todo ello, que sea lo que Dios quiera; pues, antes que eso, se juega aqu¨ª otra baza que importa mucho m¨¢s. Ya s¨¦ que la representaci¨®n aleg¨®rica moderna que dice que las instituciones p¨²blicas, y entre ellas las de orden y defensa, ejercen unos poderes delegados por lo que llaman la ?soberan¨ªa popular? no es m¨¢s que una p¨ªa re-escritura ideol¨®gica de lo que verdaderamente sucedi¨®, y que tal acto de delegaci¨®n jam¨¢s lo hubo, sino que es s¨®lo una ficci¨®n jur¨ªdica con capacidad de sanci¨®n retrospectiva; mas s¨¦ tambi¨¦n que su prop¨®sito no es servir s¨®lo de mito explicativo del origen de una autoridad, sino tambi¨¦n de modelo proyectivo al que adecuar en su vigencia de hecho esa autoridad misma. Cumplir tal cosa, o sea, hacer veraz la alegor¨ªa y valedera la ficci¨®n jur¨ªdica de que la autoridad de las instituciones no funda sus poderes en enajenaci¨®n o usurpaci¨®n, sino en delegaci¨®n, es tanto como dar lugar a que los particulares puedan fundadamente sentir esos poderes como propios, como propia la instituci¨®n que los ejerce; es permitir que Pilar Mir¨® pueda considerar las instituciones de orden y defensa de su patria como sus propias instituciones de orden y defensa y, por tanto, sentirse al menos medianamente responsable de su efectivo ejercicio de poderes; que sea libre de utilizar testimonios referentes a esas instituciones, manipul¨¢ndolos seg¨²n sus propios criterios de ejemplaridad, para ofrecerlos al p¨²blico refundidos en un objeto de experimentaci¨®n imaginaria, aun cuando la ejemplaridad motivadora se refiera a la imperfecci¨®n y falibilidad de las instituciones mismas. Pero m¨¢s todav¨ªa, aunque en la historia de ¨¦stas no hubiese, de hecho, ejemplo de irregularidades como las que presenta la pel¨ªcula de Mir¨®, ser¨ªa equivocado, como ya he sugerido m¨¢s arriba, reprochar el que se aportasen de invenci¨®n. No habr¨ªa lugar a tacharlo de injusticia, por cuanto la ficci¨®n, aun cuando pueda derivarse de lo dado, no apunta nunca a ello, y menos a¨²n lo juzga. Su impulso natural es prospectar como experimentaci¨®n imaginaria lo que por irreal, por imposible, por no dado, por remoto o por pret¨¦rito se sustrae al acceso directo de la experimentaci¨®n sensible; en el sentido y la validez de tal reemplazamiento es donde ha de buscarse en todo caso, si es que quiere buscarse, un criterio apropiado de legitimaci¨®n.
La rutinaria admonici¨®n de no abandonarse a las instituciones como si fuesen servomotores capaces de gobernarse por s¨ª solos, supliendo la intervenci¨®n de una conciencia vigilante, no se vuelve tan s¨®lo a los que las sirven y regentan, sino m¨¢s todav¨ªa al com¨²n de los mortales, apremiando de modo especial a los particulares para que depongan su empedernida inhibici¨®n social, su end¨¦mico absentismo ante los negocios p¨²blicos, y vuelvan a reconocerse en las instituciones, identific¨¢ndose con su autoridad y sus poderes y recobrando, con respecto a ellas, un sentimiento de protagonismo. (Ultimamente, esto se viene diciendo entre nosotros precisamente en relaci¨®n con las instituciones de orden y defensa.) Por su propia naturaleza de instrumento, la instituci¨®n nadie la tiene, en cuanto tal, si no es cuando la tiene por el mango; lo que quiere decir que no admite m¨¢s forma de apropiaci¨®n que la que se refiere a la responsabilidad. Por supuesto, que al no tratarse de algo tan simple y disyuntivo, tan unidimensional y monoplaza como la sart¨¦n que suele completar el dicho, caben, con la instituci¨®n, varias maneras m¨¢s directas o m¨¢s indirectas de dar satisfacci¨®n al enunciado, aunque sea siempre en forma de responsabilidad. En los particulares, en la poblaci¨®n civil, no podr¨¢ ser la responsabilidad inmediata, decisoria, ejecutiva, de quien g9bierna directamente las instituciones, sino la responsabilidad mediata de la reflexi¨®n moral.
Que la reflexi¨®n moral sobre el poder, su autoridad y sus instituciones busque estratos y t¨¦rminos mucho m¨¢s radicales y profundos de cuanto pueda permitir la referencia a an¨¦cdotas hist¨®ricas e instituciones singulares y concretas no excluye necesariamente la legitimidad y el inter¨¦s de este orden m¨¢s modesto y m¨¢s superficial de reflexiones -que es, por lo dem¨¢s, el ¨²nico que permiten las limitaciones del medio cinematogr¨¢fico, y m¨¢s aun si se mantiene en la observancia del naturalismo-, siempre, naturalmente, que las insidias cong¨¦nitas de la forma narrativa no arrollen la flem¨¢tica distancia de la reflexi¨®n, haciendo prevalecer su reminiscencia oscurantista. Aun as¨ª, ni siquiera esta reflexi¨®n menor seria genuina reflexi¨®n moral si no volviese, del modo m¨¢s deliberado, su atenci¨®n al l¨ªmite,
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como a su encrucijada natural e inevitable. Ah¨ª en el l¨ªmite estar¨¢, evidentemente, y no en ning¨²n otro lugar, aquello que la conciencia moral ha de tener el valor de saber mirar cara a cara. No hay experiencia moral que no comporte un alcanzamiento de l¨ªmites ni hay caso de conciencia que no sea un conflicto fronterizo. Lo mismo vale tambi¨¦n para la acerba, procelosa y turbadora querella moral del poder, la coerci¨®n, las instituciones, la autoridad y el uso de la fuerza; es entre los deshilachados flecos de los m¨¢rgenes jurisdiccionales donde toda vigencia se enrarece y se altera y donde est¨¢n los entredichos que es preciso afrontar. Si a la conciencia no se la deja llegar hasta ese punto y se le impide abarcar la extralimitaci¨®n, la prevaricaci¨®n, el fallo, forz¨¢ndola a soltar y excluir la cat¨¢strofe de la instituci¨®n, como algo que no se acepta entre sus propias posibilidades y que no debe pertenecer a su experiencia ni al horizonte moral en que despliega su atenci¨®n y su cuidado, se reduce artificialmente el alcance de la responsabilidad, dej¨¢ndola muy por debajo de su cometido real, como si deliberada o inconscientemente se la hubiera querido incapacitar o atrofiar para asumir esa funci¨®n, con el prop¨®sito, quiz¨¢ inadvertido, de exonerarla, relevarla y jubilarla.
Por eso, antes que los derechos formales de la libertad de expresi¨®n, antes que las formalidades procesales, antes que las ornamentalidades de la cultura y el arte, antes que los mensajes celestiales del cin¨¦ma-verit¨¦, antes que el prestigio externo de las instituciones, est¨¢ la necesidad de que la poblaci¨®n abandone la infancia y los hombres conozcan los tenebrosos l¨ªmites de sus confianzas y sus seguridades, sabiendo qu¨¦ tienen entre manos y represent¨¢ndose qu¨¦ puede llegar a ocurrir con el uso del m¨¢s terrible de todos los poderes, qu¨¦ podr¨ªan ellos mismos llegar a perpetrar o padecer, y volcando sobre ello toda la atenci¨®n de su conciencia y el cuidado de su responsabilidad, y no s¨®lo de modo individual y dom¨¦stico, sino tambi¨¦n p¨²blico y compartido.
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