Las inquietudes de un mir¨®n
?El cristal del espejo se estaba disolviendo, deshaci¨¦ndose entre las manos de Alicia, como si fuera una bruma plateada y brillante. Un instante m¨¢s y Alicia hab¨ªa pasado a trav¨¦s del cristal? (1). Un instante m¨¢s y todos hemos ? pasado a trav¨¦s del cristal?, para ver lo que ocurre en la C¨¢mara de los Diputados. Ah¨ª comienzan las inquietudes de este mir¨®n e imagino las de otros muchos mirones; porque, efectivamente, como en el caso del sal¨®n de la casa de Alicia, all¨ª todo es distinto. ?Qu¨¦ pasa all¨ª?Por de pronto, una primera impresi¨®n que se obtiene despu¨¦s de pasar a trav¨¦s del cristal es que en este pa¨ªs sucede como en el de la reina roja, en el cual es necesario correr cuanto se pueda para permanecer en el mismo sitio, pero donde ?si se quiere llegar a otra parte hay que correr por lo menos dos veces m¨¢s r¨¢pido?. Esa es la verdad, hay que correr por lo menos dos veces m¨¢s r¨¢pido en casi todo, en el tema de autonom¨ªas, en atajar el paro, en rebajar la inflaci¨®n, en fomentar el crecimiento econ¨®mico (?fomentar?, qu¨¦ gran palabra, hoy en desuso, a pesar de la oportunidad de su significado: ? Dar calor para vivificar o vigorizar?, o ?excitar, promover o vigorizar una cosa?) y en proteger el desarrollo de las libertades. Fomentar, s¨ª; pero, ?c¨®mo? y ?qui¨¦n ha de dirigirlo?
Es indudable que a la primera pregunta hay que responder, m¨¢s que con palabras (recu¨¦rdese lo visto y o¨ªdo), sobre todo, con hechos. Porque ?la cuesti¨®n?, como dice Alicia, ?es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes?. Pero esa es s¨®lo una primera cuesti¨®n, pues a¨²n hay otra m¨¢s delicada. Humpty-Dumpty no tiene empacho en definirla de modo tajante: ?La cuesti¨®n es. s¨®lo qui¨¦n es el que manda..., eso es todo?. ?Es eso todo? ?Es una mera cuesti¨®n de autoridad o, por el contrario, lo es ante todo de acierto y persuasi¨®n? Porque s¨ª es s¨®lo lo primero, ??oh, cu¨¢nto destino depende de tan poca cosa! ?.
Porque recordemos c¨®mo acab¨® aquello, como en el cuentode Carroll: en el cuento, ?las velas crecieron hasta llegar al techo.... parec¨ªan un banco de juncos con fuego de artificio en la cabeza?. En la C¨¢mara, los despilfarros de la televisi¨®n se irguieron hasta llegar al techo..., mientras fuegos de artificio brotaron de los documentos confidenciales. En el cuento, ?en cuanto a las botellas, cada una se hizo con un par de platos que se ajustaron apresuradamente al costado, a modo de alas, y de esta guisa, con unos tenedores haci¨¦ndoles las veces de patas, comenzaron a revolotear en todas direcciones?. En la C¨¢mara, en cuanto a las palabras, venciendo su inclinaci¨®n natural a caer de modo inexorable por su peso, se adornaron con plumas multicolores, les crecieron afilados picos y levantaron sorprendentemente el vuelo por encima de las cabezas de los se?ores diputados: incompetencia..., robo..., mentira..., derroche.... imperialismo..., unidad de la patria.... negociaciones con ETA..., pactos maquiav¨¦licos.... disco rayado... Y, al final, Alicia despert¨® al otro lado del espejo, lugar mucho menos animado y divertido. Y el televidente -por cierto con mucho sue?o-, en el taller o en la oficina.
Si el televidente-tipo fuese -como con frecuencia parece se quiere que sea- un personaje como aquel de Kosinski, alguien cuya realidad se cireunscribe a lo que le ense?an las im¨¢genes de su televisor, es posible que podr¨ªamos pensar que despu¨¦s del debate el pa¨ªs ha quedado en el mejor de los mundos posibles, esto es, en el mundo feliz de las apariencias. Pero, si el televidente normal es un ser con un m¨ªnimo de esp¨ªritu cr¨ªtico -y es de suponer que as¨ª es el caso-, la cosa dista de ser medianamente tranquilizadora.
Porque veamos. Si al igual que, en el cuento de Carroll existe una doble realidad, una a cada lado del espejo, la de fuera del televisor y la que aparece en la pantalla, o la de la calle y la de la C¨¢mara, el asunto es inquietante. Y hay suficientes s¨ªntomas para pensar que esto es as¨ª. Por una parte -apurando hasta el final la analog¨ªa- tenemos esa gran partida de ajedrez en la que los actores (Alicia, el caballero, Tweedledum y Tweedledee, el le¨®n y el unicornio o, en la C¨¢mara, los l¨ªderes y los diputados) saltan de casilla en casilla, movi¨¦ndose mucho, aunque avancen poco. Por otra parte, est¨¢ la realidad de la calle, que corre mucho, aunque parezca que se mueva poco. Por un lado, est¨¢n los falsos problemas que preocupan a los actores (en el cuento, por ejemplo, si a Alicia le resulta m¨¢s barato comprar a la oveja uno o dos huevos, o si el pastel se une cada vez que lo corta Alicia; en la C¨¢mara, la distinci¨®n entre el art¨ªculo 143 y el 151 o las bizantinas discusiones sobre competencias). De otro lado est¨¢n los verdaderos problemas -aquellos que se afirma con aplomo se sabe c¨®mo resolverlos, aunque m¨¢s de uno abriga serias dudas al respecto-, por ejemplo, c¨®mo se va a construir el Estado de las autonom¨ªas (y no olvidemos que es esta una ocasi¨®n hist¨®rica, en la que de la soluci¨®n de este problema depende nada menos que el que sea viable la existencia de Espa?a como comunidad de pueblos, que sea factible que los pueblos puedan asumir su propio protagonismo con un m¨ªnimo de garant¨ªas y, por ¨²ltimo, que sea posible modernizar la anquilosada Administraci¨®n p¨²blica). Y aunque a veces parece que los l¨ªderes se disponen a batirse por estos verdaderos problemas, la verdad desnuel¨¢ es que el tiempo se les va -como a Tweedledum, y a Tweedledee- en ce?irse armaduras hechas con todo tipo de sorprendentes y ruidosos cacharros. Y, sin embargo, los problemas tienen soluci¨®n, algunos s¨®lo soluiciones parciales, otros totales. S¨®lo hace falta un poquito m¨¢s de imaginaci¨®n, de lucidez y de decisi¨®n. Pero antes es preciso auscultar con atenci¨®n el pecho del enfermo, apoyando con deficadeza la oreja sobre la piel del toro. Ahora bien, eso nos lleva a la segunda pregunta: ?qui¨¦n puede hacerlo?
Si el poder no es o ha dejado de ser ya esa ?illusion du bon plaisir? de ¨ªa que nos hablaba Malraux; si para gobernar un Estado es necesarlo en ocasiones (y esta es una de ellas) salirse de la f¨®rmula del Tao, de que hay que hacerlo corno cuando se asa un pez peque?o: con suavidad; si no se debe confundir la grandeza de la cosa con su duraci¨®n, de acuerdo con Tocqueville; y si cada vez se precisa con mayor urgencia quien sea capaz de sintonizar (para conjurarlas) con las ansiedades e inquietudes del momento (?y ser¨ªa mucho pedir un hombre ?de coraz¨®n t¨®rrido y cabeza fr¨ªa?, como quer¨ªa Nietzsche, aunque eso sea harina de otro costal?), ser¨¢. obligado mirar en derredor para contemplar a quien tengamos m¨¢s cerca. ?Qui¨¦n est¨¢ m¨¢s pr¨®ximo?
Est¨¢ de moda decir que el presidente que tenemos y que se deci.a que val¨ªa ya no sirve; que quien mostr¨® tener en su momento la suavidad o la flexibilidad del Tao se ha vuelto r¨ªgido y duro; que quien exhibi¨® audacia en la transici¨®n se halla atenazado por la ansiedad (y en la guerra se pierde mil veces m¨¢s por la segunda que por la primera, de creer a Clausewitz); y que quien sab¨ªa lo que quer¨ªa cuando limpi¨® la casa, ahora, por el contrar¨ªo, ignora lo que hay que hacer. Si esto es as¨ª, una de dos: o antes no ten¨ªa las virtudes que se le eloglaban o ahora sigue poseyendo lo que se afirma ha perdido. Si antes no ten¨ªa tales virtudes, admirable cosa es haber construido este edificio careciendo de herramientas; si, por el contrar¨ªo, las pose¨ªa, hay que suponer que las conserva (?o es que se han evaporado?), aunque quiz¨¢ no las use como debiera. Si lo ¨²ltimo es cierto, la consecuencia viene sola: ¨²selas con seguridad y, sobre todo, con destreza.
?Y por qu¨¦ esta defensa en estos momentos? En primer lugar, porque las obras de consolidaci¨®n del edificio han de continuar a¨²n bastante tiempo, y un cambio en la direcci¨®n t¨¦cnica puede poner en peligro lo erigido; en segundo t¨¦rmino, porque en momentos dif¨ªciles se necesita experiencia y la experiencia es una de esas condiciones que no se improvisan; en tercer lugar, porque quiz¨¢ quien fue corredor de medio fondo no sabe a¨²n ser saltador de altura, pero no cabe duda de que su preparaci¨®n atl¨¦tica anterior le permitir¨¢ lograrlo; y, por ¨²ltimo, porque aunque otra alternativa exista en su propio partido (dado que la posibilidad de llegar al poder las de otros partidos es a¨²n m¨¢s remota) tiene a¨²n que demostrarse y eso siempre sucede al final de un largo proceso.
Perm¨ªtasenos acabar pidiendo prestada una vez m¨¢s a Carroll su brillante l¨®gica. Cuando el rey blanco pregunta a Alicia si puede alcanzar a ver dos mensajeros que se han marchado de la ciudad, y al responder Alicia que no ve a nadie, exclama el Rey: ??C¨®mo me gustar¨ªa a m¨ª tener tanta vista! ?Ser capaz de ver a Nadie! ?Y a esa distancia! ?Vamos, como que yo, y con esta luz, ya hago bastante con ver a alguien! ? Esa es la realidad actual: de momento hay alguien a la vista; en cambio en lontananza apenas se empieza a vislumbrar a nadie. Urge que ese ?alguien? impida nos quedemos con nadie.
(1) Todas las citas que se hacen del Jibro de Lewis Carroll Alicia a trav¨¦s del espejo lo son de la edici¨®n castellana publicada por Alianza Editorial en 1973.
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