Mendigos
REAPARECEN los mendigos. Sentados en el suelo, a la puerta de los grandes almacenes o en las esquinas de mayor tr¨¢nsito, son como n¨¢ufragos en la resaca del consumo que se retrae. No suelen hablar: exhiben una pancarta mal escrit¨¢. A veces es lac¨®nica (ay kien me de travajo); a veces, larga y folletinesca, relata pormenorizadamente circunstancias personales: el desahucio, la compa?era enferma, los ni?os en la calle, la falta de derecho al seguro de paro, el hambre. Algunos anuncian su origen -?Soy de Ja¨¦n?, ?Soy de Badajoz?-, quiz¨¢ como si eso fuera la explicaci¨®n definitiva de su miseria; tal vez pidiendo la solidaridad de alg¨²n paisano con m¨¢s suerte. Los hay que se tapan la cara, en un gesto de verg¨¹enza.En torno a los mendigos reaparecen las leyendas ¨²tiles de la sociedad. Son las mismas ya escritas antes: las de Cervantes en El patio de Monipodio, las de Brecht en La ¨®pera de cuatro cuartos, o las de Sue, las de Hugo, las de Dickens. La leyenda de que la mendicidad es lucrativa, que es una industria organizada. Dicen que hay esquinas que producen 10.000 pesetas diarias en Madrid; que una media normal es de 3.000, 4.000 pesetas. Reaparecen algunos datos de Misericordia o de La busca: los ni?os alquilados, las cegueras fingidas. Brotan viejas frases ya conocidas: ?Se lo gastar¨¢ en vino?, ?El que quiere trabajar de verdad, trabaja?. Con todo ello, la sociedad se pone la venda en los o os. No quiere ver, no quiere reconocer que entre todos estamos produciendo mendigos, que estamos ampliando cada d¨ªa las zonas de miseria que bordean el n¨²cleo a¨²n confortable de la sociedad. No quiere ver, no quiere reconocer que habr¨ªa que hacer algo. Algo m¨¢s, evidentemente, que la caridad; algo m¨¢s que la limosna. Procuramos exculparnos con el uso y el abuso de la vieja leyenda del mendigo que cuando muere lo hace sobre un colch¨®n repleto de billetes de banco. Es curioso que no hay mentira m¨¢s cre¨ªble que aquella que cada uno se dirige a s¨ª mismo.
El mendigo de la cara tapada por la mano y la peque?a pancarta mal escrita no es, por mucho que nos empe?emos en ello, un personaje de novela de costumbres, un elemento folkl¨®rico en las calles de la ciudad. Es algo que nos recuerda a quienes vivimos y actuamos que lo estamos haciendo definitivamente mal. No basta con aislarle con la despectiva y siniestra calificaci¨®n marxista del ?lumpenproletariat?, ni con la hipocres¨ªa cristiana de que ayud¨¢ndole con la limosna ganaremos una parcelita en el cielo o justificaremos nuestra parcelita en la sierra. Es la v¨ªctima m¨¢s evidente -las hay invisibles- de un orden injusto. Podemos enquistarle en la leyenda, en la asombros¨¢ leyenda de que el pobre es rico o de que pide ?para el vicio?: pero un d¨ªa lo pagaremos. Sobre esta misma tierra.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.