El "Billygate": analog¨ªas y diferencias
LA PERSONA que llega a ocupar la Presidencia de Estados Unidos se convierte, durante cuatro u ocho a?os, en el ser humano con mayor capacidad para influir sobre los destinos de los habitantes del planeta. Aunque la C¨¢mara de Representantes, el Senado, el Tribunal Supremo y los Estados federados desempe?an un decisivo papel en el juego de contrapesos y frenos de un sistema basado en la divisi¨®n de poderes, el titular del Ejecutivo, elegido di rectamente por sus conciudadanos y no designado por el Legislativo, acumula competencias, informaciones y privilegios lo suficientemente amplios como para que su autonom¨ªa sea considerable a la hora de decidir en nombre de la naci¨®n m¨¢s rica y con mayor fuerza militar de la historia de la Tierra.Y, sin embargo, esa figura, de la que dependen, en gran medida, la vida y la muerte, la miseria y el bienestar de los seres humanos de los cinco continentes, y en cuyas manos est¨¢ la posibilidad de desencadenar un holocausto nuclear, se halla limitada no s¨®lo por la Constituci¨®n y por los poderes legislativo y judicial, sino que se encuentra tambi¨¦n sometida a las normas no escritas, pero vigentes, en una sociedad pluralista y democr¨¢tica. Resultar¨ªa demasiado f¨¢cil comparar la transparencia de conducta a que se ve obligado un presidente norteamericano, por la vigilancia de los dem¨¢s ¨®rganos y por la mirada de la opini¨®n p¨²blica, con las tinieblas que rodean a los dictadores y que les permiten saquear a sus s¨²bditos y privarles de la vida o de la libertad. La manera en que el presidente Leone, salpicado por el esc¨¢ndalo de los sobornos de la Lockheed, fue protegido en Italia por buena parte de la clase pol¨ªtica y la inconvincente forma con que se replican o se silencian las denuncias respecto a los diamantes de Bokassa o los negocios de la familia del presidente Giscard en Francia son dos ejemplos de la encallecida insensibilidad de los profesionales del poder en pa¨ªses europeos democr¨¢ticos ante las informaciones y valoraciones de la opini¨®n p¨²blica.
Por el contrario, el enorme poder de Richard Nixon, que no ten¨ªa el menor escr¨²pulo en ejercerlo a tope, y la desenfadada soltura con que manej¨® la intimidaci¨®n, la mentira y el cohecho, a fin de contener la riada del Watergate, s¨®lo le sirvieron para aplazar durante alg¨²n tiempo su ca¨ªda., pero no para impedirla. La investigaci¨®n iniciada por dos periodistas del Washington Post dio lugar a una reacci¨®n en cadena que hubiera terminado por el enjuiciamiento del presidente de no presentar ¨¦ste su dimisi¨®n a tiempo. Seis a?os despu¨¦s, las andanzas de Billy Carter como agente a sueldo del coronel Gadafi, que parecen inventadas por un guionista de telefilmes c¨®micos, han sido transformadas en un torpedo contra la l¨ªnea de flotaci¨®n de la ya zozobrante popularidad del presidente de Estados Unidos. Que Jimmy Carter se ofrezca a comparecer ante un subcomit¨¦ del Senado para probar su inocencia no es tanto el gesto voluntario de un hombre que desea defender su honor como la obligada respuesta de un pol¨ªtico que quiere evitar un naufragio electoral.
?Alguien puede resistirse a la tentaci¨®n de establecer comparaciones entre los usos de la democracia norteamericana y las costumbres de la vida p¨²blica espa?ola? En nuestro pa¨ªs, la clase pol¨ªtica y la Administraci¨®n son como un pantano de arenas movedizas, siempre presto a deglutir cualquier denuncia referente a despilfarros, corrupciones, cohechos o esc¨¢ndalos protagonizados por los titulares del poder y a ofrecer la apariencia de normalidad en su superficie despu¨¦s de haberse tragado la presa. En este sentido, el cinismo de los autores de los desaguisados rivaliza con el escepticismo de los encubridores, y ambos contribuyen no s¨®lo a crispar a los directamente afectados por tropel¨ªas que nadie castiga, sino tambi¨¦n a degradar profundamente la moral ciudadana y a hacer indistinguibles las pautas de conducta de un r¨¦gimen autoritario de los estilos de comportamiento en un sistema democr¨¢tico.
El Gobierno y su partido seguramente no han sido conscientes de las irresta?ables heridas que a su prestigio y a la credibilidad de las instituciones democr¨¢ticas han producido, y siguen produciendo, los intentos de silenciar, asfixiar o restar importancia al esc¨¢ndalo de Televisi¨®n Espa?ola. Con independencia de la condena que tal comportamiento merece, desde el punto de vista de la ¨¦tica pol¨ªtica y de los principios de un sistema democr¨¢tico, probablemente exista adem¨¢s un error de c¨¢lculo por parte de los estrategas del ocultamiento, la demora y la amenaza. Porque la aparente frialdad de los ciudadanos espa?oles frente a la impasibilidad, a lo Don Tancredo, con que los medios oficiales han acogido las denuncias y las protestas contra los esc¨¢ndalos de Prado del Rey tal vez sea menos un s¨ªntoma de apat¨ªa o resignaci¨®n que la cauta actitud de quienes simplemente aguardan la oportunidad de ajustar cuentas en unas pr¨®ximas elecciones con los autores, c¨®mplices y encubridores de tanto abuso, tanto despilfarro y tanta corrupci¨®n.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.