Mar¨ªa Casares
Quienes amamos o¨ªr voces nuevas y solemos preferir los libros de memorias a la novela, es decir, aquellos que elegimos la vida con sus nombres y apellidos frente a la ficci¨®n, hemos podido leer, editadas en pocos meses, las autobiograf¨ªas de cinco actrices: Liv Ullman, Sof¨ªa Loren, Mar¨ªa Mercader, Lauren Bacall y, ¨²ltimamente, Residente privil¨¦giee, de Mar¨ªa Casares, todav¨ªa no publicada en Espa?a. Y parece que la divina Garbo ha escrito tambi¨¦n sus memorias, aunque no se publicar¨¢n hasta despu¨¦s de su muerte.?Confesar¨¦ que me place leer esa literatura femenina intimista y a menudo imp¨²dica? No me importa que algunas veces -pocas- desprendan un tufillo sectario. Las mujeres feministas, por muy radicales e injustas que puedan llegar a ser, no consiguen irritarme; en cambio, soy menos paciente con los hombres feministas que detestan esa realidad concreta y entra?able que es la mujer y pretenden convertirla en algo abstracto e inexistente.
Mar¨ªa Casares se fue de Espa?a a los catorce a?os, a los pocos meses de comenzar la guerra civil, cuando su padre, primer ministro de la Rep¨²blica, ya hab¨ªa dejado de formar parte del Gobierno, obligado a dimitir, seg¨²n la versi¨®n de su hija, probablemente m¨¢s reivindicativa que exacta, porque quer¨ªa armar al pueblo en las primeras horas del levantamiento y su amistad con Aza?a y ?ciertas razones de Estado le hicieron callarse y pasar .a la posteridad como un ejemplo de capitulaci¨®n. e incapacidad?. Refugiada en Francia como ?residente privilegiada?, consigue Mar¨ªa Casares, pese a su escaso conocimiento del franc¨¦s y algunos defectos de dicci¨®n, convertirse en poco tiempo en una de las grandes figuras de la escena francesa.
Era en aquel tiempo Mar¨ªa Casares una joven rebelde con raz¨®n, pues la sumisi¨®n conduce a la bajeza a quienes tienen talento y, digan lo que quieran en el colegio, la docilidad y el talento hacen mala pareja; hermosa, con algo felino, ten¨ªa -y tiene- unos grandes ojos muy rasgados y muy verdes, un pelo largo alisado y azabache que terminaba en un mo?o, una voz grave que le brotaba de las entra?as y le sal¨ªa de los mismos adentros. Para los franceses, tan literarios, era el grito de la tragedia espa?ola; desprend¨ªa un enorme erotismo animal y un tremendo poder magn¨¦tico. Ambiciosa, s¨ª, pero la ambici¨®n no es mala en s¨ª misma: depende de la calidad de esa ambici¨®n; apasionada, dispuesta a saltar, ara?ar y morder, era ardiente como el fuego. Se entregaba al teatro con un amor aut¨¦ntico y rabioso. ?No era Tolstoi quien afirmaba amar mucho a su mujer, pero mucho m¨¢s a su novela?
Pero ese amor al teatro no le imped¨ªa amar a las personas y dedicarse con la misma pasi¨®n a otros amores m¨¢s concretos. Un primer amante compartido con su madre, ciertos escarceos lesbianos tan insatisfactorios como algunas de sus aventuras banales heterosexuales y, m¨¢s tarde ya, la compatibilidad del amor con su oficio en sus relaciones con G¨¦rard Philippe y Jean Servais y, por fin, su gran y verdadero amor, Albert Camus. Amor dificil, turbulente, complicado, devastador. Amor culpable, como todos los grandes amores, pues nunca se ama impunemente, siempre se ama contra alguien y a alguien se hiere al amar. ?Guerra y paz? sol¨ªa llamar Camus a ese amor entre ¨¦l y Mar¨ªa Casares.
El amor es un peso, se anda m¨¢s ligero sin ¨¦l. Pero ?compensa esa andadura f¨¢cil, sin mochila ni equipaje? La autora del libro cree que no, se niega a admitir que el sufrimiento sea necesariamente el precio de la lucidez e incluso nos asegura que se act¨²a mejor en escena cuando uno ama y se sabe amado. Hasta los mismos espectadores, a¨²n sin darse cuenta, entran en ese m¨¢gico magnetismo que desprende el amor.
El amor. El teatro. El orgullo. ?Hemos vivido unas magn¨ªficas horas en 1944. Pero han sido casi siempre estropeadas por el orgullo del uno y del otro. El amor-orgullo tiene su grandeza, pero no alcanza la emocionante certeza del amor-entrega?, as¨ª explica Camus el primer fracaso de las relaciones amorosas entre ambos. Hombre de una moral, de una disciplina, de un honor y de un orden que nada tienen que ver con la moral, la disciplina, el honor y el orden establecidos, Camus, asqueado por el neumot¨®rax que agujereaba su pecho y las interminables sesiones de insuflaci¨®n se revela y puede gritar, como Rozanov: ? ?Yo ruego a Dios, pero no al vuestro! ?.
Es curioso. La vida de Mar¨ªa Casares ha estado siempre rodeada por la tuberculosis. Vigilada desde su nacimiento por temor a la herencia y el contagio, pues su padre era tuberculoso, tuberculoso su primer y breve amor y tuberculoso tambi¨¦n Albert Camus. Pero si Santiago Casares Quiroga hab¨ªa hecho de su enfermedad una c¨®mplice, para Camus no era m¨¢s que una sucia enemiga.
Otra deuda m¨¢s que tenemos con Mar¨ªa Casares es que su libro nos acerque al conocimiento de su padre. De familia rica, liberal y progresista, el joven Casares Quiroga era un dandi que buscaba la elegancia y aun la extravagancia. Asist¨ªa a los m¨ªtines anarquistas con su Buick rojo y llevando una largu¨ªsima capa de cashemere, un sombrero que hac¨ªa juego con ella y exageradamente calzado con unos zapatos que ¨¦l mismo dise?aba y le hac¨ªa el mejor zapatero de Madrid. Personaje poco conocido, insultado por los unos los otros, aparece ahora en unas cartas deliciosas divinamente escritas, como un hombre culto, ingenioso, refinado, esc¨¦ptico y c¨ªnico. ?Mi querida Vitola -escribe, muy enfermo, a su hija-, dejo para las horas nocturnas del gran reposo (as¨ª escrib¨ªa el pobre Barbeito poco antes de su muerte, pero ¨¦l no se daba cuenta y yo s¨ª) el examen minucioso y psicoanal¨ªtico de todas las lucubraciones filos¨®ficas de tu carta. Me cuesta discernir, entre sus profundas meditaciones y determinaciones, cu¨¢l es la parte que corresponde a tus reflexiones y la que no es m¨¢s que la consecuencia de los hipn¨®ticos ronquidos de tu compa?era de viaje. Espero que haya m¨¢s de ¨¦sas que de aqu¨¦llos, pues he aprendido a temer tus decisiones cuando son muy delicadas, lo que no quiere decir que vea con un ojo tranquilo tus resoluciones impulsivas?.
Las p¨¢ginas que Mar¨ªa Casares dedica a su padre son de una inmensa temura. Ella hab¨ªa jurado no volver a Espa?a mientras Franco viviera, y el d¨ªa que muere, al enterarse, rompe a llorar dulcemente, silenciosamente, como s¨®lo saben llorar las mujeres. Los hombres lloran por dentro o lo hacen a gritos. El rostro de un hombre llorando es insoportable y hasta rid¨ªculo porque eso no es lo suyo. ?Los hombres han nacido para trabajar; las mujeres, para re¨ªr o llorar, y nosotros, unos cuantos, para pasearnos sonrientes delante de todos ellos?, escrib¨ªa, astutamente, Sar Peladan.
Mar¨ªa Casares no nos explica por qu¨¦ arranca a llorar a la muerte de Franco. Quiz¨¢ desapareciera con ¨¦l su odio o tal vez pasara por su mente, como un rel¨¢mpago, toda una vida agredida, distorsionada. ?Recordar¨ªa en aquel momento el monstruoso oficio publicado en La Coru?a el 26 de noviembre de 1937, ?segundo a?o triunfal?, y firmado por el gobernador civil, Jos¨¦ M? de Arellano? Dec¨ªa as¨ª el horrible documento del odio: ?El nombre de Santiago Casares Quiroga ser¨¢ borrado de todos los registros. Siendo indigno de figurar en el Registro Oficial de Nacimientos, que se lleva en el juzgado rnunicipal instituido para seres humanos y no para alima?as, el nombre de Santiago Casares Quiroga, someto a su consideraci¨®n la procedencia de que se cursen las ¨®rdenes oportunas para que el folio oprobioso del registro municipal de esta ciudad en que se halla inscrito su nacimiento se haga desaparecer, y en este sentido espero me comunicar¨¢ V. E. la prestaci¨®n de ese obligado homenaje a la Espa?a una, grande y libre de Franco. En el acta del colegio de abogados y en cuantos libros figure el nombre repugnante de Casares Quiroga deber¨¢ procederse asimismo a borrarlo, de forma que las generaciones futuras no encuentren m¨¢s vestigios suyos que su ficha antropom¨¦trica de forajido. Dios guarde a V. E. muchos a?os?.
Enemiga de la violencia, del cilicio, del dolor, de la tortura, y tambi¨¦n de aquellos que hacen del sufrimiento la sustancia misma de su vida o tienen necrosada la parte que todo ser humano debe reservar al amor, posee Mar¨ªa Casares una excelente memoria para olvidar los agravios. Ha Regado ya la hora del apaciguamiento, pero no la renuncia al heroico esfuerzo de intentar ser feliz. ?He decidido envejecer en pleno mediod¨ªa y no jugar al escondite con las sombras y la luz?, escribe. Porque no existen motivos para esconder la vejez y disimular una piel que ha adquirido la p¨¢tina del tiempo. Envejecer es ya metempsicosis; hay en esa conquista de edad que nos despoja de muchos privilegios una riqueza nueva de tierras in¨¦ditas, de goces nuevos, de aventuras desconocidas, de innumerables descubrimientos. Y las mujeres hermosas que tienen talento, dec¨ªa Voltaire, al llegar a cierta edad, pasan de un trono a otro trono.
Termin¨® de una vez para siempre esa ansiosa y apasionada b¨²squeda de los signos que deb¨ªan revelarle su propia identidad. Aquel grito desgarrado de la resistencia al franquismo que retumbaba en la escena francesa, vino a Espa?a al morir Franco, represent¨® dos veces al d¨ªa El adefesio, de Alberti, y regres¨® a Francia con un virus hep¨¢tico. Resolvi¨® all¨ª su propia inc¨®gnita, se cas¨® y encontr¨® unas nuevas ra¨ªces y una nueva patria, que era precisamente aquel lugar donde viv¨ªa y donde quiere morir. ?Es tan dificil ser espa?ol!
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