Andarse por las ramas
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Italo Calvino es un fabulador fascinante. Su novela El bar¨®n rampante -seguramente su obra m¨¢s lograda- es un delicioso cruce de ingeniosa imaginaci¨®n y de cr¨ªtica suav¨ªsima e insinuada de la sociedad, en un momento decisivo de su evoluci¨®n hist¨®rica: el del desarrollo activo de los principios enunciados en el siglo XVIII durante el decenio final del mismo y los comienzos revolucionarios y rom¨¢nticos del XIX. Ojeada apasionante y creadora, con una visi¨®n distinta de los ?fil¨®sofos ilustrados?, el enciclopedismo, la revoluci¨®n francesa, los nobles dispersos tras la batalla de Valmy, las guerras napole¨®nicas, los jesu¨ªtas, la masoner¨ªa...Calvino no se arredra al tratar en un relato novelesco una ¨¦poca tan conocida y estudiada. Su personaje, el bar¨®n C¨®simo de Rond¨®, va a disfrutar de una perspectiva verdaderamente original e ins¨®lita. Calvino le va a hacer que contemple el mundo, a sus gentes y aventuras, desde las copas de los ¨¢rboles. C¨®simo de Rond¨® es un rebelde, que al despuntar su adolescencia se escapa a vivir, sin transigencias ni vacilaciones, correteando por la floresta hasta la hora misma de su muerte, cuando, agonizante, vuelve agarrado al ancla de un ilusionado mongolfier.
Trepar a los ¨¢rboles, correr de rama en rama, enlazando bosques y espesuras -por supuesto, sin intenciones de Tarz¨¢n-, es una f¨®rmula de eva,si¨®n. quiz¨¢ algo inusitada. Pero C¨®simo es -ya lo he se?alado antes- un disconforme, un protestatario. Un disidente algo especial que quiere, a su manera, proseguir interviniendo en los asuntos y aconteceres producidos a ras del suelo. Ama sobre las horquillas y los huecos almohadillados del ramaje, alienta las sediciones empleando como tribuna la ramaz¨®n cercana al piso, se cartea con los ?ilustrados? franceses, ayuda a bandidos y marginados y mantiene su rebeld¨ªa ostensible frente a la familia y el hogar.
La lectura de El bar¨®n rampante -para m¨ª, por lo menos, un espl¨¦ndido hallazgo- me trajo el recuerdo de un relato primerizo de Truman Capote, El arpa de hierba, en el que ya florecen los graduales matices que caracterizan al extraordinario narrador. Capote se mueve en este libro, entre personajes y escenarios que tienen todav¨ªa mucho que ver con el ambiente sure?o de William Faulkner. Pero con una particularidad bastante significativa: la de una huida hacia las copas de los ¨¢rboles de un peque?o grupo de asustados fugitivos ante la dictadura hogare?a de una mujer implacable y de temperamento dominador. Instalados en una caprichosa caba?a construida sobre una ancha hendidura en el tronco de un ¨¢rbol de extendido ramaje, la extra?a cuadrilla emprende una ¨ªntima y curiosa aventura, que entre resonancias rousseaunianas participa de los ensuenos adolescentes generados por espiritualizaciones de un Verne o un Stevenson.
Claro que ni El bar¨®n rampante ni los encaramados pr¨®fugos de Capote concluyen por resolver nada. Ninguna soluci¨®n, salvo la evasiva. La moraleja de ambas narraciones, sin excesos de interpretaci¨®n a la sombra de compromisos pol¨ªticos, poco evidentes sin recurrir a la biograf¨ªa de los autores, es la desoladora del ?andarse por las ramas?.
En ese sentido, tanto Italo Calvino como Truman Capote resultan sumamente eficaces en cuanto al esclarecimiento de la gratuidad de los lances arb¨®reos. Por una parte, la cota de robinsonismo alcanzable por el distanciamiento de unos pocos metros no se presta a los ensayos de reconstituci¨®n inaugural del homo faber, con sus edulcorados primitivismos y ejemplares retornos a la naturaleza. Pensar en la influencia de f¨¢bulas de este tipo en la sociedad contempor¨¢nea parece divagaci¨®n tra¨ªda por los pelos. Y, sin embargo, pudiera resultar menos absurda de lo que se nos muestra a un primer golpe de vista.
El panorama de nuestra actual pol¨ªtica -la de antes y la de despu¨¦s de los cambios en el Gabinete Su¨¢rez- no anda lejos de semejar una peculiar¨ªsima versi¨®n del ?andarse por las ramas?. Para comenzar, las declaraciones de la mayor¨ªa de-los responsables de la pol¨ªtica espa?ola suelen ir precedidas de un ?yo dir¨ªa?, delator inequ¨ªvoco de sus vacilaciones mentales. No s¨¦ de d¨®nde habr¨¢ salido una muletilla tan nefasta. Pero su uso generalizado puede servir de expresivo reflejo de las maneras empleadas para acercarse a los problemas.
Quien comienza a hablar de ese modo, entre condicionantes y ambig¨¹edades, lo primero que evidencia es el temor ante sus propias palabras. No hay duda en que uno de los factores que m¨¢s han influido para la extensi¨®n del desencanto que domina a los espa?oles es la inseguridad que trasciende de nuestros equipos gobernantes. El patente y supersticioso temor al parlamentarismo, que se evidencia en los m¨¢s altos escalones del poder, es una de las manifestaciones m¨¢s claras de vacilaci¨®n frente a sus dotes personales.
Pero no nos enga?emos. E. pol¨ªtico, especialmente en una democracia abierta, es en cierto modo un hijo -a veces un esclavo- de sus palabras. El voto se obtiene a trav¨¦s del convencimiento de los electores, por muy circunstancial que sea la adhesi¨®n lograda. La batalla por la conquista del apoyo ciudadano ha de librarse por medio de las armas del lenguaje, sea ¨¦ste de la naturaleza que fuere.
El pol¨ªtico que persigue la anuencia popular ha de emplearse, pues, a fondo en el uso de la palabra. M¨¢xime cuando la dial¨¦ctica de los hechos se le queda cada d¨ªa m¨¢s estrecha y vaciada. ?Para qu¨¦ disimular? La capacidad administrativa de nuestras gentes de Gobierno resulta, m¨ªresela por donde se la mire, de una probada insuficiencia. Todos, absolutamente todos los problemas -bien heredados o de m¨¢s cercana y explosiva presencia- prosiguen en su acelerada ascensi¨®n, cual si el oficio de la gesti¨®n p¨²blica consistiera en su infatigable espoleo.
Da dolor repetirlo, por su angustiosa monoton¨ªa. Terrorismo, paro, inflaci¨®n, crisis de autoridad, incapacidad para una planificaci¨®n seria del propuesto Estado de las autonom¨ªas, deserci¨®n de la asistencia popular, etc¨¦tera, son materias a las que el Gobierno se dir¨ªa no haber conseguido encajar en el cuadro de las reacciones posibles.
Supongo que algunas de las razones que provocan la ineficacia administrativa, rayana en la ineptitud, puedan tener su origen en los espejismos provenientes de las actitudes egoc¨¦ntricas del poder. En los llamados c¨ªrculos oficiales se vive un encastillamiento casi narcisista y desde?oso frente a las voces de la calle. No se trata de una degeneraci¨®n de la democracia, seg¨²n se puede escuchar a derecha e izquierda; sino de un ensue?o de delirios carism¨¢ticos.
En estas circunstancias es dif¨ªcil que los definidores de las estrategias del Gobierno alcancen una dial¨¦ctica dotada de ciertos niveles de convicci¨®n. No quedar¨ªa demasiado airoso reconocer que la verdadera y ¨²ltima estrategia se centra en el objetivo prioritario -expresi¨®n muy en boga- de perdurar. S¨ª. Perdurar a costa de lo que fuere: de la entrega -en ocasiones expoliaci¨®n- de esto o de aquello; de los compromisos m¨¢s inoportunos y vergonzantes -pan u ox¨ªgeno para hoy, hambre o asfixia para ma?ana-; del montaje de efectismos de casi instant¨¢neo efecto contraproducente; de la continua y desmoralizadora humillaci¨®n de la autoridad.
Sin excesos en el juicio, la realidad es que, a partir del d¨ªa en que fue aprobada la Constituci¨®n, la operatividad del Gobierno se ha caracterizado por una complicad¨ªsima gimnasia de repliegues, de renuncias a la iniciativa, del ?andarse por las rarnas?. Seg¨²n parece -y as¨ª lo proclaman los altavoces y corifeos del poder-, las gracias de nuestros gobernantes se concentran en las
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habilidades de la negociaci¨®n sotto voce. En el secreto de los despachos, en la recoleta discreci¨®n de las estancias reservadas para esos menesteres se negocia sin fatiga, sin pausa, sin desaliento. Las gentes cercanas a los poderosos nos cuentan -naturalmente con sus labios en nuestros o¨ªdos- de las maravillas de astucia, de sutileza, de agilidad en el razonamiento que supone la mayor¨ªa de esas jornadas de tratos, ajustes, componendas y regateos. ??Un aut¨¦ntico regalo para la inteligencia! ?, agregan, para concluir: ??Si los espa?oles pudieran asistir a los festines espirituales que significan - estas negociaciones, no ser¨ªa arriesgado vaticinar para el Gobierno Su¨¢rez una permanencia casi centenaria!?.Uno es cr¨¦dulo y confiado; conoce, adem¨¢s, los m¨¦ritos de Adolfo Su¨¢rez y de varios de sus colaboradores, no dudando de su buena fe y su vocaci¨®n de acierto. Entonces, ?qu¨¦ est¨¢ pasando aqu¨ª? ?Por qu¨¦ insistimos en jugar a la comedia de las equivocaciones? ?Qu¨¦ ?demonios familiares? -u otros de menor int¨ªmidad- se entretienen desencadenando tormentas de confusi¨®n sobre cada iniciativa y proposici¨®n de los espa?oles? Y no seguir¨¦ con la enumeraci¨®n interrogatoria para evitar la-acusaci¨®n de catastrofista.
Pero, antes de concluir, me voy a permitir algunas recomendaciones. D¨¦jese nuestro elenco gobernante de andarse por las ramas. Los problemas de Espa?a no son los de UCD, sino a la inversa. Por otra parte, no se olvide que gobernar es decidir, adelantarse a los hechos, tener el coraje de las convicciones y los prop¨®sitos. No se gobierna ?a la defensiva?. Quien, por falta de imaginaci¨®n o de bravura, se deja empujar por el adversario prefigura, sin darse cuenta, el amargo destino de un voluble ?cortejador del desastre?. Y, adem¨¢s, pase lo que pase, h¨¢blese claro. Las gentes son m¨¢s sensibles y receptivas de lo que se piensa. Saben muy bien que la torpeza y el empobrecimiento expresivos son el angustioso reflejo de la falta de ideas y resoluciones concretas. El pol¨ªtico, aun en los momentos m¨¢s cr¨ªticos, ha de ser un sembrador de ilusiones; el que se conforma con capear desencantos es un mal pol¨ªtico.
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