El sexo del escritor
El destino es la palabra. Juan Benet. Sa¨²l ante Samuel.
A casi nadie se le escapa que las elucubraciones enjundiosas., por no decir ut¨®picas, realizadas sobre el sexo de los ¨¢ngeles no han conducido a nada positivo . Sin embargo, aqu¨ª uno no va a hablar de las condiciones genitales de los escritores, sino que va a meter baza en el tema de su oficio huyendo de bizantinismos y en la esperanza de aportar un modesto -y clarificador- grano de arena. En realidad, esta cala viene dada por las declaraciones que hizo recientemente el escritor norteamericano Harold Robbins. Este magnate de los best-sellers, dos millones de d¨®lares al a?o en concepto de derechos de autor, doscientos millones largos de ejemplares vendidos a lo largo de su vida como fabricante de libros, finalizaba su conversaci¨®n, en el Herald Tribune, afirmando que ?vivo del sexo; el sexo me da de comer?.Dentro de una barata simplificaci¨®n, y a tenor de las palabras de Robbins, cabr¨ªa deducir que el escritor, o se infla a meter sexo en sus p¨¢ginas, o se muere de inanici¨®n, porque sin ese ingrediente no va a vender un solo ejemplar de lo que escriba. Evidentemente, el editor, como agente econ¨®mico que es, tira a lo suyo, es decir, busca la rentabilidad m¨¢xima a la inversi¨®n realizada. No hay que olvidar que el editor no se rige por los ang¨¦licos estatutos de una entidad ben¨¦fica y que, como el escritor, se halla inserto en una sociedad, la del terror¨ªfico siglo XX, en la. que discurren, como intuy¨® Marx en el precedente, ?las aguas heladas del c¨¢lculo ego¨ªsta?.
Dentro del contexto mercantil generalizado, en el que las gigantescas y despiadadas burocracias imponen sus modelos de sociedad y unas pautas de comportamiento, navega desamparado el escritor profesional.. Las del Oeste capitalista, rabiosamente competitivas, rinden culto al dinero, mientras que las del Este mitifican, dogm¨¢tica y represivamente, el Poder. En aqu¨¦llas, se manipula el concepto de libertad para producir y vender m¨¢s; en ¨¦stas, la libertad no existe -?para qu¨¦ la libertad?, ense?¨® Lenin c¨ªnicamente- En ambas se ense?orea, como escribi¨® Edgar Morin, el binomio explotaci¨®n / dominaci¨®n, si bien sus f¨®rmulas andan en crisis, precisamente por el aseteo a que continuamente el escritor las somete.
Ci?¨¦ndome al mundo capitalista, el de las libertades formales, las condiciones objetivas y subjetivas que el escritor encuentra para desarrollar su oficio son hostiles y colmadas de tentaciones y est¨ªmulos antiintelectuales. En definitiva, el medio es contrario a la lectura, a la obra escrita que realiza. Y si desea acomodarse al feroz consumismo que le rodea, el escritor debe condicionar su creaci¨®n y hacerse servil por mor de la comercialidad reinante. El antagonismo no tarda en aparecer para el escritor pura sangre: ? Creo que escribirte hace m¨¢s humano?, confiesa Doris Lessing, cuando, en puridad, los factores que aprisionan al escritor son radicalmente antihumanos.
Lo m¨¢s curioso de la contradicci¨®n vital del escritor reside en que la hostilidad ambiental le sirve, a su vez, de elemento de creaci¨®n. As¨ª, acertadamente, dir¨¢ Octavio Paz: ?La voz del escritor nace de un desacuerdo con el mundo o consigo mismo, es la expresi¨®n del v¨¦rtigo ante la identidad que se disgrega. El escritor dibuja con sus palabras una falla, una fisura?. El v¨¦rtigo, la alienaci¨®n y la neurosis nacidos en el enloquecedor ritmo de hoy sirven, parad¨®jicamente, de motor al escritor, le proporcionan la necesaria tensi¨®n en su creaci¨®n. Aun cuando Joyce dijera a la temprana edad de dieciocho a?os que quer¨ªa plantar cara al mundo, hay que dejar claro que el escritor no ejerce de sacerdote revolucionario, ni de paradigma ejemplarizante, aunque sea un ser cr¨ªtico y disconforme en su ra¨ªz -su cr¨ªtica empieza en s¨ª mismo- Tampoco posee el monopolio de la verdad, menos a¨²n del dogma. Es un ser corriente y moliente, dotado de unas antenas receptivas peculiares, con las que oye, ve, lee y vive.. El escritor, adem¨¢s de su especial sensibilidad, para ejecutar su obra necesita llevar a cabo un distanciamiento, hecho este que efect¨²a en el silencio, o, como define Mircea Eliade, ?en el r¨¦gimen nocturno del esp¨ªritu?. Esa paz interior, el escritor unas veces la logra a braga enjuta, y otras, sumergi¨¦ndose en para¨ªsos artificiales. Y el precio que el escritor -n¨¢ufrago, m¨¢s bien- paga por ello es la soledad. Soledad que le convierte en un ser marginal por definici¨®n, y que aunque ¨¦l no tenga miedo a ese etiquetado -lo asume plenamente-, la sociedad en que vive s¨ª lo tiene, y pavoroso. Que el montaje actual de aparatos y cachivaches no es m¨¢s que una huida, la negaci¨®n a estar solos.
El escritor, ese ser solitario y marginal, que junto a la funesta man¨ªa de pensar emplea el tiempo en expresarse, no est¨¢ al servicio de nadie, que su compromiso es individual, con su yo, m¨¢s ¨ªntimo. Algunos dir¨¢n que peca de orgullo y de resentimiento social. Nada m¨¢s alejado de la verdad este enfoque. El escritor -como un ejecutivo, o una chica de alterne- se ve frecuentado, en su tarea, de sue?os, de obsesiones, de fantasmas y de angustias. En realidad, lo que ocurre es que se ve alimentado por una ambiciosa necesidad de libertad y de autenticidad en su expresi¨®n. En el ejercicio de la libertad espiritual m¨¢s extensa se inscribe su tarea y escribe sus obras; en la b¨²squeda de ser honesto consigo mismo se derrama cuartilla tras cuartilla, porque en el fondo es lo que da credibilidad a su obra. El escritor vitalmente necesita expresarse, pero para ser eficaz, socialmente, se sabe fuera del poder y del dinero. El escritor, para mantener su independencia, no hace otra cosa que escribir de s¨ª mismo, y en contraste diario con la realidad circundante que le enfada, atosiga y tienta.... y a la que censura sin piedad.
?Se escribe en privado; se lee para dentro?, dijo la Stein en alguna parte. El escritor, con sus ojos y a solas, hambrea lecturas y p¨¢ginas a rellenar. T. S. Ellot apuntar¨¢ que quiere -o lo intenta- ?sacarse algo de dentro?. Y esa operaci¨®n quir¨²rgica, pura catarsis, la ejecuta con trabajo, disciplina y m¨¦todo. Eso de la bohemia y del ?dilettantismo? en el escritor son unas reliquias del pasado. Por otra parte, el escritor, en su faena, utiliza un material harto escurridizo y, por ende, exigidor de un gran esfuerzo: el lenguaje, cuerpo vivo y en constante evoluci¨®n. Cada tema y cada personaje elegidos obligan al empleo de un lenguaje determinado, es decir, el escritor, desde la autonom¨ªa de su creaci¨®n, practica un doble y delicado proceso: el de elecci¨®n y el de selecci¨®n. No puede inventar su realidad sin antes haber pasado el conjunto de sus materiales -temas, lenguaje y personajes- por el alambique del citado proceso. S¨®lo as¨ª lograr¨¢ maridar adecuada y convincentemente fondo y forma. Unicamente de este modo conseguir¨¢ que suene su voz propia, que su estilo quede como impronta inequ¨ªvoca de su obra -el estilo soy yo, parafraseando a Benet- Una obra. propia y honesta, o sea, bien hecha, es lo que permanece de un escritor, lo que de ¨¦l importa. Lo dem¨¢s es an¨¦cdota.
William Faulkrter, el genial fabulador del cerrado y profundo sur norteamericano, manifest¨® en su d¨ªa que ?los que son buenos no se preocupan por tener ¨¦xito o por hacerse ricos; todo lo que necesitan es un l¨¢piz y un poco de papel?. Esto lo dijo cuando ya hab¨ªa triunfado, y en un mercado de lectores cercano a los doscientos millones. Pero la realidad es muy otra, y bien dura, en especial en nuestro pa¨ªs, en el que cerca de un 60% de la poblaci¨®n no cuenta con un libro en su casa. Y este ?canijismo? lector condiciona tanto al escritor corno al editor. El primero, porque en un entorno de pegatinas y fasc¨ªculos semanales es dif¨ªcil ejercer de escritor coherente, salvo que se corrompa atendiendo la frivolidad analfabeta del lector. El segundo, porque para hacer buen balance en su gesti¨®n s¨®lo prima el producto que vende bien, es decir, el factor comercial arrincona la buena obra literaria. Escritor y editor se ven, as¨ª, condicionados por las modas al uso, por el best seller.
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todos sabemos que el best seller no es literatura, sino un suced¨¢neo con cubierta de colorines y mucho sexo en sus p¨¢ginas.
?Y qu¨¦ hace un escritor en un supermercado de subproductos literarios en oferta, como los detergentes? Unos se dedican al pluriempleo administrativo para ganarse la subsistencia, mientras el tiempo de ocio lo gastan en ir enhilando pacientemente una obra honesta. Otros, deseosos de ¨¦xito y dinero, intercalan sexo a troche y moche en sus p¨¢rrafos, porque as¨ª es posible un reconocimiento -p¨²blico y unas ventas altas que satisfacen a sus editores. Los gustos testiculares del mercado lector apetecen escenas de alcoba sin fin.
No, no estoy haciendo un juicio de valor sobre lo que hacen algunos de mis compa?eros. Tampoco planteo, bajo criterios puritanos pacatos, un manique¨ªsmo facil¨®n a causa de una fama no lograda. Simplemente expongo unos hechos que pretenden ayudar al an¨¢lisis correcto de nuestro oficio. Pero es claro que el escritor -una persona humana que hace su tarea entreg¨¢ndose de cuerpo y alma, que sangra sus p¨¢rrafos hasta con el sexo- se ve tentado todos los d¨ªas con meter ?senos agresivos y besos h¨²medos? en sus textos, porque as¨ª el ¨¦xito viene solo. El caso del h¨¢bil Harold Robbins -como el de sus erotizados seguidores- sale en apoyo de las tesis de este trabajo. Ahora bien, no hay que olvidarse de lo que sentenci¨® certeramente Andr¨¦s Amor¨®s: ?La literatura -no la hacen supermanes, sino hombres sin m¨¢s; por eso lleva, a la vez, el sello de todas las, posibles miserias y grandezas?. Para m¨ª que lo' que hacen Robbins y compa?¨ªa, aun siendo leg¨ªtimo, no es literatura, es otra cosa, se trata de un subg¨¦nero literario, de una mercanc¨ªa en la que trasiega un concepto tosco, vulgar y falso -por primario- de la existencia -la relaci¨®n hombre/mujer, minimizada a una sesi¨®n de cama de a d¨®lar la p¨¢gina- El oficio del escritor, y de_a?adidura su obra, es algo m¨¢s serio y complejo que todo eso -y su pluma no es un vibrador con mando a distancia- Que la vida no se puede reducir -y degradar- a un fren¨¦tico enfrentamiento de penes tridimensionales contra pubis m¨¢s o menos fastuosos, ni la tarea del escritor a una vicaria funci¨®n de agitador sexual por entregas.
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