Reagan y el ombligo de Woody Allen
Ya est¨¢ todo a punto. Los grupos, los hombres, las ideas. El Centro de Estudios Estrat¨¦gicos e Internacionales (CSIS, anagrama en ingl¨¦s), presidido por David Arshire; el Conservative Caucus, dirigido por Howard Phillips; el Grupo para una Mayor¨ªa Moral (MMG), animado por el reverendo Jerry Falwell y apoyado por la Iglesia cristiana fundamentalista; el Comit¨¦ de Acci¨®n Pol¨ªtica Conservadora Nacional (NCAP), encabezado por Terry Dolan; la Coalici¨®n para una Mayor¨ªa Dem¨®crata (CDM), de Henry Jackson; el Comit¨¦ para la Supervivencia de un Congreso Libre (CSFC), coordinado por Paul Weyrich; el Forum contra los Homosexuales, de Phyllis Schafly, organizaciones cuyos nombres hablan por s¨ª mismos, han sido, entre otros, los soportes grupales de la victoria de Reagan y lo ser¨¢n de su futura acci¨®n pol¨ªtica.Para hacer boca, decidieron, en 1979, limpiar el Congreso de contagiosos progresistas y gracias a diez millones de d¨®lares y a una intensa y eficaz campa?a de ataques personales, algunos de los m¨¢s destacados senadores de EE UU -Birch Bayh, Gaylord Nelson, Frank Church, Georg McGovern, etc¨¦tera- fueron sustituidos el pasado noviembre por insignes desconocidos del reaccionarismo estadounidense. Y ya est¨¢ en marcha la lista negra para las elecciones de 1982. Claro que sus ambiciones son mucho m¨¢s altas, pues no en balde proceden de sus filas los hombres y las mujeres que van a gobernarnos.
La pol¨ªtica exterior en manos de los ultrahalcones Alexander Haig y, sobre todo, Richard Allen, consejero especial de Reagan, uno de los fundadores del CSIS y prol¨ªfico autor de literatura anticomunista; James Edwards, conocido defensor de la pol¨ªtica de Africa del Sur, cuyo proclamado prop¨®sito es el de cerrar el Ministerio de Energ¨ªa, del que acaba de ser nombrado titular; James Watt, incansable perseguidor de organismos ecologistas, al frente del Ministerio del Interior; Jane Kirkpatrick, dem¨®crata del CMD, descubierta por Reagan en 1979, con ocasi¨®n de un art¨ªculo publicado- en Commentary, en el que criticaba a Carter por haber cesado en su apoyo al sha de Ir¨¢n y a la dictadura nicarag¨¹ense, embajadora de su pa¨ªs en la ONU... ?Para qu¨¦ seguir?
Las ideas no pueden estar m¨¢s claras, ni sus inspiradores tampoco. El orden mundial ha dejado de ser pensado por los profesores de origen centroeuropeo, Kissinger y Brzezinski, para ser sujeto de doctrina de otros dos profesores tambi¨¦n de origen centroeuropeo, el ex diplom¨¢tico checo Georg Liska y Edward Luttwak, h¨²ngaro de nacimiento. Sin otra consecuencia que una acentuaci¨®n del giro hacia la derecha. En Econom¨ªa, por un lado, la canonizaci¨®n de los esposos Friedmman, Milton y Rose, y su mensaje salvador: ?Libres para elegir?, y, por otro, la cruzada antimpuestos de Jack Kemp, como panacea universal (Tax Revolt, 1980; A How-to Guide, Arlington House, 1980). En pol¨ªtica general y en vida cotidiana, el presidente no ha querido ceder la palabra a nadie.
En La D¨¦cada Conservadora -Arlington House, Westport, 1980- Reagan nos presenta el conjunto de ideas que van a moldear el futuro de Am¨¦rica: devolver la confianza al pueblo americano; revitalizar el patriotismo de la Uni¨®n; reducir el papel del Estado; meter en cintura a la Administraci¨®n federal; ayudar a los creadores de riqueza; volver a la religi¨®n tradicional; restablecer los valores morales del trabajo, del ahorro, del sacrificio; implantar la contrarrevoluci¨®n.
Este discurso se destina a una clase media y a un proletariado acomodado, especialmente afectados por el ritmo de cambio del radicalismo social de los a?os sesenta y por los recortes econ¨®micos de la crisis de los setenta. Su objetivo es sublimar la frustraci¨®n en militancia neopopulista de derechas.
Lo que no es incompatible, sino complementario con la vieja derecha de siempre: con Williams Buckley, jr., y su National Review, con el ala dura del Partido Republicano, con la gravedad de una situaci¨®n que no tolera ambig¨¹edades, con la en¨¦rgica defensa de un sistema econ¨®mico cuyos resortes fundamentales son la acumulaci¨®n y el beneficio, con el otorgamiento del liderazgo social a los l¨ªderes naturales del capitalismo contempor¨¢neo: las multinacionales. A Ronald Reagan, actor de la serie B y tard¨ªa vocaci¨®n pol¨ªtica, pero en n¨®mina de la General Electrics durante casi veinte a?os-, al vicepresidente George Bush, miembro de la Trilateral y del Instituto Americano de Empresas, y a Richard Allen, fogoso polemista y colaborador de la Administraci¨®n nixoniana, pero, desde siempre, consejero de negocios de las multinacionales, estos argumentos deben salirles de muy adentro.
As¨ª pues, con esta marea derechista en alza y una situaci¨®n pol¨ªtica en baja, el nuevo presidente y sus comanditarios parecen tener v¨ªa franca. Claro que cuando baja la cotizaci¨®n social de los pol¨ªticos sube la de los intelectuales, y ese frente no puede tampoco abandonarse. En ¨¦l cuenta Reagan con los neoconservadores dem¨®cratas del CDM, de Henry Jackson, casi todos intelectuales y muchos de ellos profesores, del que provienen la ya citada Jeane Kirkpatrick y Daniel Moynihan, que fue tambi¨¦n embajador de su pa¨ªs en la ONU.
Pero obviamente no basta, porque, a pesar del actual desencanto EE UU, que con tan agresivo despecho analiza Michel Crozier en Le mal am¨¦ricain, la sociedad norteamericana sigue tal vez siendo una de las m¨¢s abiertas del mundo y sus intelectuales est¨¢n entre los menos corrompidos, los m¨¢s solidarios.
Hay, pues, que confinarlos en lo privado, encerrarlos en sus guetos, reducirlos a la condici¨®n de estructuras deseantes, enmurarlos en s¨ª mismos, entregarlos a la actividad autoespecular, sumirlos en su autoteofan¨ªa. Porque la ideolog¨ªa del yo puede ser la gran arma del consenso social, un consenso por indiferencia, por abandono del terreno. Pues la ?trampa de la autoconciencia? que ha denunciado Edwin Schur en su libro del mismo t¨ªtulo, o la saludable reacci¨®n de Dick Sennet en La ca¨ªda del hombre p¨²blico, ponen de relieve que la desmovilizaci¨®n en lo p¨²blico pasa por la movilizaci¨®n en lo privado y la descalificaci¨®n en lo colectivo por la calificaci¨®n en lo individual. El imperialismo de la intimidad s¨®lo es verdaderamente hegem¨®nico cuando el anegamiento en el yo y en sus oscuras delicias funciona como sustituto simb¨®lico del compromiso social.
La industria de la cultura en la que tan eficazmente convergen los intereses dominantes del sistema con los temas dominantes de su producci¨®n est¨¢ siendo, estos ¨²ltimos a?os, una permanente apoteosis de la intimidad. La ilustraci¨®n m¨¢s inmediata, a nivel de intelectuales de masa, nos la dan las ¨²ltimas obras de Woody Allen. El filme Manhattan, cuyo t¨ªtulo es la evocaci¨®n de un espacio que es el centro de nuestro imperio, consiste en el relato del transcurrir interior de un intelectual jud¨ªo de Nueva York durante unos meses de 1979. La ciudad Manhattan, que en la secuencia inicial, al estilo de los gangsters movies de la Warner Bross, se nos presenta como esa amenazadora y apasionante masa de grises y itegros, en la que todo es posible, se reduce a lo largo de la pel¨ªcula al itinerario estricto de los ritos cotidianos del protagonista -Central Park, el puente de Brooklyn, el Planetarium, dos pares, el Museo Guggenheim- y sirve s¨®lo como resonador est¨¦tico de sus emociones, como "met¨¢fora del pudrimiento de la cultura" en sus propias palabras.
Isaac Davis, 42 a?os, dos veces divorciado, perplejo entre Mary, y Tracy, moderadamente neur¨®pata, heredero de la intelligentsia contestataria de los sesenta, psicoanalizado permanente, nos asocia al espect¨¢culo de la autocontemplaci¨®n, critica y satisfecha de sus estados psicol¨®gicos, de sus tics culturales, de su frustraci¨®n profesional, de sus peripecias er¨®tico-sentimentales, como el confortador repertorio de los morosos y pat¨¦ticos ejercicios de su yo. Cuyo soporte ¨²ltimo, las cosas por las que al final de la historia nos dice que vale la pena de vivir son: ?Groucho Marx, el segundo movimiento de la sinfon¨ªa J¨²piter, la educaci¨®n sentimental de Flaubert, el Patatoes blue de Louis Armstrong, Marlon Brando, las manzanas y las peras de Cezanne, el rostro de Tracy...?. Estos objetos de cultura que pueblan el territorio de su intimidad son los restos del naufragio, los materiales que, seg¨²n Woody Allen, hacen posible la implosi¨®n de lo social en el multiplicado uso del yo.
Mil novecientos diecisiete: cambiar el mundo; 1968: cambiar la vida; 1980: agite su yo. Pues si las multinacionales y el se?or Reagan se ocupan del primero y nos organizan la segunda, ?qu¨¦ nos queda sino el tercero? Y, adem¨¢s, es tan dulce mirarse el ombligo...
N. B. Tal vez esta reflexi¨®n nos ayude a comprender el entusiasmo y la sinceridad con que un abogado espa?ol de multinacionales de prestigioso bufete, sonado apellido y prometedor futuro pol¨ªtico, nos predica simult¨¢neamente las excelencias de lo privado, los peligros de lo p¨²blico y la revoluci¨®n cultural.
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