El reyecito
La mayor estupidez que en mi ni?ez recuerdo haber o¨ªdo a mi padre fue una frase que me lanzaba, sin venir a cuento, cuando yo me hac¨ªa el remol¨®n para no obedecer alguna orden inc¨®moda o refunfu?aba porque imped¨ªan que me dedicara a alg¨²n menester que no era de su agrado. Me gritaba entonces que no deb¨ªa quejarme jam¨¢s, sino, al contrario, dar gracias a Dios porque ten¨ªa la suerte de vivir como un rey. A m¨ª, en aquellos tiempos, me sacaba de quicio tal afirmaci¨®n, y a¨²n hoy, quiz¨¢ con m¨¢s motivo, me sigue pareciendo una evidente inexactitud. Hasta las personas inteligentes dicen tonter¨ªas en determinadas circunstancias.Porque en aquellos horribles a?os cuarenta la vida del peque?o rey que se me atribu¨ªa ser no era f¨¢cil. Con pocos miramientos, abriendo la ventana de par en par de una habitaci¨®n real bastante destartalada que compart¨ªa adem¨¢s con un hermano, me despertaban a las siete de la ma?ana. El peque?o rey se levantaba de la cama adormilado e hipotenso, se embu¨ªa en un pantal¨®n y un jersei, seguramente heredados de alg¨²n mayor, se calzaba unos zapatones gruesos y baratos, se pasaba superficialmente un poco de agua fr¨ªa por la cara y un peine por el pelo y se iba corriendo al colegio, cargado con un par de kilos de libros de texto y un termo con caf¨¦ con leche, vestigio de un tronado se?oritismo que fue pasado esplendor y que ahora, en el colegio, le humillaba tremendamente, pues los bebedores de leche sufr¨ªan despectivos comentarios mientras los afortunados poseedores de un bocadillo de pan con tortilla infund¨ªan gran respeto.
El reyecito, pese a los problemas que le planteaba la sobrecarga del mont¨®n de libros y libretas, que se descompon¨ªa a menudo al ir sujeto tan s¨®lo por una goma, recorr¨ªa velozmente las pocas manzanas que separaban su casa del colegio de los jesuitas de la calle de Caspe barcelonesa -todav¨ªa hoy, por suerte, calle de Caspe-. Sab¨ªa, por triste experiencia, que si llegaba un par de minutos tarde, ser¨ªa castigado a ir el domingo por la ma?ana a estudiar, castigo que provocaba otro castigo paterno motivado por haber sido castigado en el colegio. O sea, que un ligero retraso matinal provocaba que el ¨²nico d¨ªa de fiesta, el domingo, el peque?o rey tuviera que ir a estudiar al colegio por la ma?ana y se quedara sin ver a su querido Bar?a por la tarde.
Algunas veces, durante el breve recorrido a paso ligero, el reyecito era insultado por algunos ni?os may¨®res callejeros que encontraban ?finolis? estudiar y, m¨¢s a¨²n, llevar el maldito termo, se?al inequ¨ªvoca, al parecer, de un latente y futuro homosexualismo. El peque?o rey envidiaba a aquellos ni?os libres, due?os de la calle mientras ¨¦l iba a la c¨¢rcel, porque los colegios eran c¨¢rceles. A aquellos ni?os, que viv¨ªan pr¨¢cticamente en la calle, nadie les rega?aba por soltar palabrotas, mear en los alcorques o tener las manos sucias. Y adem¨¢s sab¨ªan muchas cosas prohibidas, aprendidas en esa precoz escuela que es la calle. Los perros callejeros tambi¨¦n suelen ser m¨¢s listos, m¨¢s cultos y m¨¢s sabios que los de lujo, que los de casa ?bien?, gracias a una selecci¨®n natural, pues los que no lo son mueren de hambre o atropellados por un coche. Y, al fin y al cabo, la cultura, m¨¢s que un almacenamiento de conocimientos, es una manera de entender las cosas, como ha escrito, poco m¨¢s o menos, Borges.
Muy de tarde en tarde, aprovechando alg¨²n viaje paterno, consegu¨ªa el peque?o rey, con arrumacos y zalamer¨ªas, para los que estaba bien dotado, convencer a su madre de que no le mandara al colegio ?a coger miedo y fr¨ªo ante un pupitre con estampas?. Y entonces, al quedarse solo en la cama durante todo el d¨ªa, el pequefio rey se exiliaba a un maravilloso pa¨ªs poblado de sue?os en los que no ten¨ªan cabida los curas hostiles, ni los castigos, ni las notas.
Pero esto, ?ay!, suced¨ªa con poca frecuencia y, si se descubr¨ªa originaba nuevos castigos y, lo que era todav¨ªa peor, disgusto a la madre del peque?o rey. Y cada ma riana era la misa alas ocho, el desayuno al aire libre aunque helara, todos en fila india y sin poderse hablar; las clases, el estudio. Un breve recreo con pelota de trapo en un patio s¨®rdido, m¨¢s clase el rosario, m¨¢s estudio.
La hora de salida al mediod¨ªa era la una y media, por lo que el peque?o rey sal¨ªa zumbando hacia su casa, donde se com¨ªa a las dos, y llegar tarde significaba tambi¨¦n aqu¨ª el castigo. Se trataba (de que el peque?o rey no tuviera tiempo para la reflexi¨®n, pues pensar es un riesgo, y la ociosidad es la madre de todos los vicios. Sentarse a la mesa representaba otro suplici¨® para el peque?o rey. Su padre, al que ve¨ªa casi ¨²nicamente en esa ocasi¨®n, le preguntaba, invatiablemente, por las notas del colegio, lo que sol¨ªa provocar alg¨²n conflicto. Adem¨¢s el reyecito, por ser el de menor edad, se serv¨ªa el ¨²ltimo, por lo que le correspond¨ªan los trozos menos sabrosos y deb¨ªa comer apresuradamente, ya que
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El reyecito
Viene de p¨¢gina 11a las tres entraba de nuevo en el colegio. Ning¨²n alimento pod¨ªa dejarse en el plato, so pena de quedarse, a la vuelta del colegio, toda la noche castigado delante de ¨¦l hasta que estuviera limpio, como una patena. Al reyecito le qued¨® siempre, al crecer, una cicatriz de repugnancia hacia todo aquello que le obligaron a tragar con el extra?o argumento de que deb¨ªa com¨¦rselo todo, pues hab¨ªa mucha gente que pasaba hambre. ?Como si comerse lo que uno no desea aliviara la situaci¨®n de los hambrientos!
Eran tiempos de penitencia, como escribi¨® magistralmente Carlos Barral. Tiempos de escasez, de cartillas para el pan, de largas colas, de restricciones, de gas¨®geno. Tiempos de austeridad y tambi¨¦n de suciedad. El peque?o rey se ba?aba una vez a la semana en una ba?era vieja y algo el¨ªptica que se calentaba merced a un enorme y anticuado, aun entonces, aparato de gas que funcionaba muy irregularmente. Por eso mismo, m¨¢s tarde, el padre del peque?o rey, que sab¨ªa una barbaridad de electricidad, se decidi¨® a inventar un complicado artilugio que se introduc¨ªaen el agua y en tres largas horas la calentaba. Extra?amente, o quiz¨¢ por una especial protecci¨®n divina, nadie muri¨® nunca electrocutado, aunque bien es cierto que varios miembros de la familia sufrieron considerables descargas el¨¦ctricas por impacientarse en la espera e introducirse audazmente en la ba?era comparti¨¦ndola con el raro artefacto.
Hoy, transcurridos tantos a?os, tengo a veces la horrible tentaci¨®n de decirles a mis hijos la frase que me lanzaba mi padre. Por que es cierto que todos los ni?os viven ahora, en los pa¨ªses desarrollados, como reyes. Y que no se me cite, por favor, alg¨²n caso extrem¨® que me desmienta. El cine, la televisi¨®n, el tocadiscos, la grabadora, el videocasete, todo esto y mucho m¨¢s est¨¢ al alcance de cualquier ni?o. Es la civilizaci¨®n del confort, del audio visual, del croissant en el desayuno, del agua caliente, del refrigerador y el aire acondicionado. Como contrapunto, ha llejado tambi¨¦n el hast¨ªo. ?No era Vaneigem quien escribi¨®, hace ya trece o catorce a?os, que a cam bio de no morir d¨¦ hambre corr¨ªamos el riesgo de morir de aburrimiento? El hast¨ªo, s¨ª. El pasotismo. Porque el confort se ha convertido en un fin en s¨ª mismo, escribi¨® Malcom Lowry. ?Los burgueses, ya viejos a los treinta a?os ser¨¢n traicionados por sus hijos, que dilapidar¨¢n sus fortunas; la tecnolog¨ªa no existe para el servicio del hombre, y la regresi¨®n responde a la defensa de esquemas petrificados?. La ausencia de convicciones e ideales en los pa¨ªses ricos es notoria. El mismo sentido del honor se ha refugiado en los pa¨ªses pobres, en aquellos en que la vida tiene poca importancia. El rendimiento, el beneficio, el aumento del nivel de vida, la productividad, el PNB, hacen mala pareja con el honor. En, alguna parte he le¨ªdo que V¨ªctor Hugo, contemplando la prosperidad de Francia desde lo alto de su roca de Guernesey, se quejaba ya de que el honor disminu¨ªa cuando aumentaban las rentas. La vida es un viaje muy complicado para el que se necesita llevar en las alforjas grandes dosis de paciencia. Tal vez sea conve niente que nunca lleguemos del todet a parte alguna. Quiz¨¢ sea preciso que quede siempre, en nuestra aventura vit¨¢l, un trecho de camino que recorrer.
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