De la cr¨ªtica al terrorismo
Los herederos de los rebeldes juveniles han sido las bandas terroristas. Occidente dej¨® de tener disidentes y las minor¨ªas opositoras pasaron a la acci¨®n clandestina. Inversi¨®n del bolchevismo; incapaces de apoderarse del Estado y establecer el terror ideol¨®gico, los activistas se han instalado en la ideolog¨ªa del terror. Un portento de los tiempos: a medida que los grupos terroristas se vuelven m¨¢s intransigentes y audaces, los Gobiernos de Occidente se muestran m¨¢s indecisos y vacilantes. No es que sean menos fuertes, sino que han perdido autoridad moral para ejercerla fuerza. Este es uno de los signos de los tiempos. En la d¨¦cada de los sesenta, la rebeli¨®n estudiantil los desconcert¨® y no supieron oponer a las demandas y acusaciones de los j¨®venes sino f¨®rmulas hueras. Hoy pagan las consecuencias. As¨ª estamos ante dos expresiones complementarias del nihilismo contempor¨¢neo: los Gobiernos no pueden oponer al fanatismo de los terroristas sino su escepticismo.La m¨¢s franca justificaci¨®n de la necesidad del Estado la dio Hobbes: ?puesto que la condici¨®n humana es la de la guerra de todos contra todos?, los hombres no tienen m¨¢s remedio que ceder parte de su libertad a una autoridad soberana que sea capaz de asegurar la paz y la tranquilidad de todos y de cada uno. Sin embargo, el mismo Hobbes admit¨ªa que ?la condici¨®n de s¨²bdito es miserable?. Por tanto, la erosi¨®n de la autoridad gubernamental en los pa¨ªses de Occidente deber¨ªa regocijarnos a los amantes de la libertad; el ideal de la democracia puede definirse sucintamente as¨ª: un pueblo fuerte y un Gobierno d¨¦bil. Pero la situaci¨®n nos entristece porque los terroristas parecen empe?ados en darle la raz¨®n a Hobbes. No s¨®lo sus m¨¦todos son reprobables, sino que su ideal no es la libertad, sino la instauraci¨®n de un despotismo de sectarios. De ah¨ª que la blandura de los Gobiernos, lejos de desarmarlos, los haya vuelto m¨¢s intolerantes y audaces. No obstante, por m¨¢s nociva que sea la acci¨®n de estos grupos, el verdadero mal de las sociedades capitalistas liberales no est¨¢ en ellos, sino en el nihilismo predominante.
Es un nihilismo de signo opuesto al de Nietzsche: no estamos ante una negaci¨®n critica de los valores establecidos, sino ante su disoluci¨®n en una indiferencia pasiva. M¨¢s que de nihilismo, habr¨ªa que hablar de hedonismo. El temple del nihilista es tr¨¢gico; el del hedonista, resignado. Es un hedonismo muy lejos tambi¨¦n del de Epicuro: no se atreve a ver de frente a la muerte, no es una sabidur¨ªa, sino una dimisi¨®n. En uno de sus extremos es una suerte de glotoner¨ªa, un insaciable pedir m¨¢s y m¨¢s; en el otro, es abandono, abdicaci¨®n, cobard¨ªa frente al sufrimiento y la muerte.
A pesar del culto al deporte y a la salud, la actitud de las masas occidentales implica una disminuci¨®n de la tensi¨®n vital. Se vive ahora m¨¢s a?os, pero son a?os huecos, vac¨ªos. Nuestro hedonismo es un hedonismo para robots y espectros. La identificaci¨®n del cuerpo con un mecanismo conduce a la mecanizaci¨®n del placer; a su vez, el culto por la imagen -cine, televisi¨®n, anuncios- provoca una suerte de voyeurisme generalizado que convierte a los cuerpos en sombras. Nuestro materialismo no es carnal: es una abstracci¨®n. Nuestra pornograf¨ªa es visual y mental, exacerba la soledad y colinda, en uno de sus extremos, con la masturbaci¨®n, y en el otro, con el sadomasoquismo. Lubricaciones a un tiempo sangrientas y fantasmales.
El espect¨¢culo del Occidente contempor¨¢neo habr¨ªa fascina do, aunque por razones d¨ªstintas, a Maquiavelo y a Di¨®genes. Los norteamericanos, los europeos y los japoneses lograron vencer la crisis de la posguerra y han creado una sociedad que es la m¨¢s rica y pr¨®spera de la historia humana. Nunca tantos hab¨ªan tenido tanto. Otro gran logro: la tolerancia. Una tolerancia que no s¨®lo se ejerce frente a las ideas y las opiniones, sino ante las costumbres y las inclinaciones. S¨®lo que a estas ganancias materiales y pol¨ªticas no ha correspondido una sabidur¨ªa m¨¢s alta, ni una cultura m¨¢s profunda. El panorama espiritual de Occidente es desolador: chabacaner¨ªa, frivolidad, renacimiento de las supersticiones, degradaci¨®n del erotismo, el placer al servicio del comercio y la libertad convertida en la alcahueta de los medios de comunicaci¨®n.
Pero el terrorismo no es una cr¨ªtica de esta situaci¨®n: es uno de sus s¨ªntomas. A la actividad son¨¢mbula de la sociedad, girando maquinalmente en torno a la producci¨®n incesante de objetos y cosas, el terrorismo opone un frenes¨ª no menos son¨¢mbulo, aunque m¨¢s destructivo.
Es lo contrario de una casualidad que el terrorismo haya prosperado, sobre todo, en Alemania, Italia y Espa?a. En los tres pa¨ªses, el proceso hist¨®rico de la sociedad moderna -el tr¨¢nsito del Estado absolutista al democr¨¢tico- fue interrumpido m¨¢s de una vez por reg¨ªmenes desp¨®ticos. En los tres la democracia es una instituci¨®n reciente. El Estado naicional -necesario complemento de la evoluci¨®n de las sociedades occidentales hacia la democracia- ha sido una realidad tard¨ªa en Alemania e Italia. El caso de Espa?a ha sido exactamente el contrario, pero los resultados han sido semejantes: los distintos pueblos que coexisten en la Pen¨ªnsula ib¨¦rica fueron encerrados desde el siglo XVI en la camisa de fuerza de un Estado centralista y autoritaritatio. Esto no quiere decir, por supuesto, que los alemanes, los italianos y los espa?oles est¨¦n condenados, por una suerte de falta hist¨®rica, al terrorismo. A medida que la democracia y el federalismo se afirmen (y con ellos, el Estado nacional), el terrorismo tender¨¢ a declinar. En realidad, ha desaparecido ya casi enteramente de Alemania. No es aventurado suponer que en Espa?a, a pesar del recrudecimiento de los atentados en los ¨²ltimos meses, tambi¨¦n va a decrecer. No ser¨¢ la represi¨®n gubernarnental, sino el establecimiento de las libertades y autonom¨ªas locales y regionales lo que acabar¨¢ con el terrorismo vasco. ETA est¨¢ condenada a extinguirse, no de golpe, sino a trav¨¦s de un paulatino, pero inexorable, aislamiento. Apenas deje de representar una aspiraci¨®n popular, la soledad la llevar¨¢ a la peor de las violencias: el suicidio pol¨ªtico.
El problema de Italia es de m¨¢s dif¨ªcil soluci¨®n, porque las actividades de los terroristas son m¨¢s que nada la consecuencia de la crisis del Estado italiano, resultado a su vez de la doble par¨¢lisis de los dos grandes partidos, la Democracia Cristiana y los comunistas. El Gobierno_gira sobre s¨ª mismo sin avanzar, porque el partido en el poder, la Democracia Cristiana, no tiene ya m¨¢s proyecto que mantener el statu quo. Instalada en el inmovilismo, vive de expedientes, subterfugios, trampas. No gobierna o, m¨¢s bien, ha reducido el arte de gobernar a un juego de manos: lo que cuenta es la sutileza, la habilidad para el compromiso y la componenda. Por su parte, el partido comunista no sabe qu¨¦ camino tomar. Ha renunciado al leninismo, pero no se atreve a abrazar plenamente el socialismo democr¨¢tico. Oscila entre Lenin y Kautsky, sin encontrar todav¨ªa su rumbo propio. Otro tanto le ocurre en materia de pol¨ªtica exterior: acepta la necesidad, y aun la conveniencia, de la OTAN, pero no acaba de romper con Rusia. As¨ª, por estar al mismo tiempo con Dios y con el diablo, no est¨¢ con nadie. En suma, la vida pol¨ªtica italiana es agitad¨ªsima, y, no obstante, en ella nada sucede. Todos se mueven y nadie cambia de sitio. La c¨®lera fr¨ªa y obtusa de los terroristas y de sus pedantes profesores tampoco es una salida: Italia sufre cruelmente la ausencia de un socialismo democr¨¢tico.
?Y el caso de Irlanda del Norte? Se trata, a mi modo de ver, de un fen¨®meno muy distinto. El terrorismo irland¨¦s naci¨® de la alianza explosiva de dos elementos: un nacionalismo impregnado de religiosidad y la injusta situaci¨®n de inferioridad a que ha sido sometida la minor¨ªa cat¨®lica. La historia del siglo XX ha confirmado algo que sab¨ªan todos los historiadores del pasado y que nuestros ide¨®logos se han empe?ado en ignorar: las pasiones pol¨ªticas m¨¢s fuertes, feroces y duraderas son el nacionalismo y la regi¨®n. Entre los irlandeses, la uni¨®n entre religi¨®n y nacionalismo es inextricable. Por eso es natural, aunque no sea racional, que los cat¨®licos vean a los protestantes de Irlanda del Norte como doblemente renegados. Por ¨²ltimo, a la inversa de los vascos, que no quieren unirse con nadie, salvo con ellos mismos, los cat¨®licos de Irlanda del Norte se sienten parte de la Rep¨²blica de Irlanda. Pero una cosa es el nacionalismo cat¨®lico de Irlanda del Norte y otra el IRA. Dos circunstancias juegan en contra de esta organizaci¨®n: la primera es que la poblaci¨®n cat¨®lica es la minoritaria; la segunda, que tanto sus m¨¦todos como su programa pol¨ªtico (un socialismo a la moda ¨¢rabe o africana) le han hecho perder partidarios y amigos, lo mismo en la Rep¨²blica de Irlanda que en Irlanda del Norte. El asesinato de lord Mountbatten fue reprobado por muchos que simpatizaron al principio con los terroristas. A medida que el IRA se radicaliza, se a¨ªsla. No obstante, prosigue su lucha y no es f¨¢cil que sea abatido. La raz¨®n: el problema no puede ser resuelto por las armas, sino por una f¨®rmula que satisfaga, al menos en parte, las aspiraciones de los cat¨®licos de Irlanda del Norte. La situaci¨®n tiene m¨¢s de una semejanza con la de los palestinos e israel¨ªes: se trata de satisfacer las aspiraciones contradictorias y excluyentes, pero igualmente leg¨ªtimas, de dos comunidades.
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