Los chistes pestilentes de Ar¨¦valo
Vocecillas revisteriles anuncian la llegada del sacamuelas: ? ?A re¨ªr, a re¨ªr / con los chistes de Ar¨¦valo!? Y anuncian su tub¨¦rculo: ?Cuenta de andaluces y de mariquitas, / tambi¨¦n de gangosos, charros y pasotas?. Renuncian lo del parto sin dolor: ? ?A re¨ªr, a re¨ªr / con los chistes de Ar¨¦valo! / ?A re¨ªr, a re¨ªr / con su buen humor, / con su buen humor. / con su buen humor!? Leve pausa. Chillido: ?Ar¨¦valo!?Ah¨ª est¨¢. Trajeado, bajito, regordete, calvorota, en medio del c¨¦lebre escenario de Florida Park. Donde antes pusieron sus pies Gila y Pedro Ruiz o, m¨¢s recientemente, Esteso. Ar¨¦valo, corno si tal cosa, comienza su actuaci¨®n contando que acaba de llegar del bingo y que lo malo no es perder, ?sino la cara de jilipollas que se le queda a uno?. El rigor inicial del autorretrato se convierte, a rengl¨®n seguido, en pura p¨®lvora mojada.
El racismo de Ar¨¦valo empieza con la historia de un moro que vende relojes. Sigue luego con la de un italiano, para colmo marica. Ar¨¦valo, imparable tal vez en la atm¨®sfera de sobremesas familiares, nota que algo no marcha en la sala. Y rellena el silencio del eco con muletillas zozobrantes: ?Es algo de miedo...? O busca espectadores c¨®mplices por medio del olfato: ??Qu¨¦ perfumada est¨¢ la sala! ? El se encarga muy pronto de hacerla pestilente.
Su obsesi¨®n se espesa: ?Antes les llamaban los de la acera de enfrente. Ahora, como van por todas partes, no saben c¨®mo llamarlos?. Los andaluces y los gitanos hallan tambi¨¦n su cruz en la boca del c¨®mico. Al rozar lo pol¨ªtico, su comicidad permanece a la misma altura: ?Hay tantas mujeres en el PCE porque van al mercado con carrillo y vuelven con dolores?. Nunca faltan personas que, al fin, caen en la cuenta y r¨ªen a mand¨ªbula batiente
Su¨¢rez, Felipe y Tarradellas son imitados con un distanciamiento m¨¢s que brechtiano. Los catalanes entran en el calvario: ?Yo hice la mili con un catal¨¢n que ve¨ªa la misa por la televisi¨®n. Cuando pasaban la bandeja, la apagaba?. El madrile?o chuleta es tratado con mayor benevolencia. Y la sal gorda contin¨²a cayendo sobre mujeres y ancianos.
La sola historia salvable de Ar¨¦valo es, para su desdicha, archiconocida: la primera visita a una iglesia de un mexicano. El resto es pestilencia amasada a base de gangosos, homosexuales y tartamudos.
Sin duda alguna es necesario que quede claro que el problema de Ar¨¦valo no reside en los temas que toca y hasta soba -el humor suele alzarse contra lo vedado-, sino en su ausencia radical de talento. Este hombre necesita que alg¨²n tartamudo le diga, con trina-ranjus o sin ¨¦l, que solamente hay una tara bochornosa: la tartamudez mental, convertida en obsceno espect¨¢culo.
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