La enfermedad pol¨ªtica de Reza Pahlevi
Pierre Salinger -el sagaz periodista norteamericano que fue asesor de Prensa de John F. Kennedy- ha dicho, al parecer, en un programa de televisi¨®n que David Rockefeller y Henry Kissinger son en ¨²ltimo an¨¢lisis los responsables del triste drama de los rehenes de Teher¨¢n, porque fueron ellos quienes lograron que el sha Mohamed Reza Pahlevi fuera admitido en Estados Unidos para una operaci¨®n quir¨²rgica que bien pod¨ªa hacerse en M¨¦xico. Esta declaraci¨®n pone en primer plano el cuento tenebroso de la enfermedad del sha, cuyos misterios de doble fondo -m¨¢s pol¨ªticos que m¨¦dicos- no son nada f¨¢ciles de descifrar.En realidad, en septiembre de 1979, los m¨¦dicos mexicanos que se ocupaban del sha estaban preparados para operarlo, y ¨¦l estaba de acuerdo. En su refugio primaveral de Cuernavaca -una inmensa mansi¨®n de seis millones de d¨®lares, muy bien disimulados entre los ruise?ores y las bugambillas-, el sha hab¨ªa sido sorprendido a finales de agosto por unas raras fiebres crepusculares. Despu¨¦s de un examen a fondo, los m¨¦dicos mexicanos encontraron indicios de una anemia perniciosa, que es una enfermedad end¨¦mica en Ir¨¢n, y que el propio sha cre¨ªa haber contra¨ªdo desde que era cadete militar. El doctor Georges Flandrin, del hospital St. Louis, de Par¨ªs, que en 1973 hab¨ªa detectado por primera vez la grave enfermedad del sha, fue llamado de urgencia. Por su parte, el sha solicit¨® a su amigo y banquero David Rockefeller que le mandara un especialista norteamericano. Rockefeller -seg¨²n el periodista Mark Bloom lo cont¨® en la revista Science- envi¨® a Cuernavaca al doctor Benjamin Kean, jefe de medicina tropical del New York Hospital, y profesor de parasitolog¨ªa de la Universidad de Cornell. Desde su primera visita, el doctor Kean lleg¨® a la conclusi¨®n simple de que los m¨¦dicos mexicanos hab¨ªan confundido los par¨¢sitos de la malaria con la precipitaci¨®n de unos cristales de tinte en el an¨¢lisis de sangre. Estuvo de acuerdo, sin embargo, en que deb¨ªa extirpar la ves¨ªcula cuanto antes y hacer exploraciones del col¨¦doco, pero consider¨® que esto s¨®lo era posible en el New York Hospital. Fue en base a ese informe que Rockefeller y Kissinger solicitaron el ingreso del sha en Estados Unidos.
El propio sha parec¨ªa tener otros planes. Por instrucciones suyas, el doctor Flandrin hab¨ªa hecho ya gestiones para que le operaran en M¨¦xico, en cuyos m¨¦dicos confiaban ambos, y cuyos recursos t¨¦cnicos les parec¨ªan suficientes. Por otra parte, el doctor Even Dustin -secretario de Estado adjunto para asuntos m¨¦dicos- pidi¨® otra opini¨®n calificada, adem¨¢s de la del doctor Kean, antes de dar el visto bueno al ingreso del sha en Estados Unidos. Enterado de esto, David Rockefeller visit¨® en Washington a su amigo Cyrus Vance, secretario de Estado y antiguo director de la Fundaci¨®n Rockefeller, y consigui¨® la autorizaci¨®n de la visa sin m¨¢s tr¨¢mites. El sha lleg¨® a Estados Unidos el 22 de octubre de 1979, ingres¨® de inmediato en el New York Hospital y fue operado sin contratiempos. Dos semanas despu¨¦s, un grupo de universitarios iran¨ªes asalt¨® la Embajada de Estados Unidos en Teher¨¢n, como protesta por la presencia del sha en Nueva York, y tom¨® como rehenes a los 52 empleados que hab¨ªan de permanecer en cautiverio mucho m¨¢s que Reza Pahlevi en este mundo.
Estas debieron ser las razones que Pierre Salinger tom¨® en cuenta para decir lo que dicen que dijo. Pero el enigma pol¨ªtico de la enfermedad del sha tuvo otros episodios secretos, cuyo protagonista m¨¢s visible fue el doctor Kean, en nombre de David Rockefeller.
El cap¨ªtulo de Panam¨¢ fue tal vez el m¨¢s intrigante. El sha lleg¨® a ese pa¨ªs el 15 de diciembre de 1979, porque el presidente James Carter, le pidi¨® al general Omar Torrijos que le recibiese por pocas semanas, en una tentativa de desempatar las diligencias de liberaci¨®n de los rehenes. Lleg¨® acompa?ado por su esposa, Farah Diba; por el coronel Jahnbini, su jefe de seguridad; por la doctora Pernio, su m¨¦dico personal; por su valet iran¨ª, y por Roberto Armao, hombre de confianza de los Rockefeller, que era quien tomaba las decisiones mayores y manejaba el dinero. Llevaba dos perros afganos y siete baules enormes con documentos secretos. Desde el primer examen a que le sometieron los m¨¦dicos paname?os, se estableci¨® que era urgente extirpar el bazo, cosa que no se hab¨ªa hecho en Nueva York por las malas condiciones del paciente; pero, al cabo de dos meses de cuidados intensos, hab¨ªa aumentado veinticuatro libras, su estado general era el mejor posible y los m¨¦dicos paname?os consideraron que era el momento de operarlo. El doctor Flandrin, que volvi¨® de Francia, estuvo de acuerdo. ?Una operaci¨®n como ¨¦sa no es t¨¦cnicamente dif¨ªcil?, me dijo m¨¢s tarde el doctor Carlos Garc¨ªa Aguilera, uno de los m¨¦dicos del sha, ?y se realizaba sin problemas en todos los hospitales de Panam¨¢?. Sin embargo, por las condiciones y la significaci¨®n del paciente, se tomaron precauciones excepcionales. Se hizo llevar incluso un separador de sangre fabricado por la IBM sobre un dise?o de los m¨¦dicos del hospital M. D. Anderson, de Houston, cuya funci¨®n es separar los distintos elementos de la sangre y permitir una transfusi¨®n selectiva. Cuando el doctor Kean se enter¨® de estos aprestos, se dirigi¨® al Departamento de Estado y al comando m¨¦dico de la zona del canal, para que la m¨¢quina no fuera despachada a Panam¨¢. M¨¢s tarde pidi¨® la participaci¨®n del doctor Michael de Bakev, jefe de cirug¨ªa cardiovascular del hospital metodista de Houston y una de las estrellas m¨¢s brillantes de la cirug¨ªa mundial. Esto ocurri¨® el d¨ªa 7 de marzo de 1980. Sin embargo, el propio doctor De Bakey le cont¨® a un periodista de su pa¨ªs que el doctor Kean le hab¨ªa contratado para operar al sha desde el 4 de marzo, o sea, tres d¨ªas antes de su reuni¨®n con los m¨¦dicos paname?os.
El viernes 14 de marzo, el sha ingres¨® en el hospital de Paitilla, en Panam¨¢, para ser operado. El equipo m¨¦dico local estaba dispuesto. Esa misma tarde llegaron en un avi¨®n particular los miembros del equipo norteamericano, incluso el doctor De Bakey con sus asistentes personales. Sin embargo, en lugar de proceder a la operaci¨®n, los dos equipos se encarnizaron en debate tormentoso, que termin¨® por despojarse de todo su car¨¢cter cient¨ªfico. Los compa?eros ten¨ªan la impresi¨®n de que los norteamericanos no ten¨ªan otro prop¨®sito que el de impedir la operaci¨®n mediante toda clase de maniobras dilatorias para forzar su regreso a Estados Unidos. En efecto, consiguieron aplazarla.
De regreso a su casa de Contadora -una casa tropical sobre una colina, desde la cual se divisa el oc¨¦ano Pac¨ªfico-, el sha no parec¨ªa ser ya el due?o de su destino. Su esposa ocupaba el dormitorio de la planta baja. El sha ocupaba el de la planta alta, junto con los siete baules. En sus ¨²ltimos d¨ªas s¨®lo ley¨® un libro: La ca¨ªda del trono del pavo real, de William Forbis, que era la historia de su propia desgracia. Las ¨²nicas visitas que recib¨ªa eran las de sus m¨¦dicos, y a todos les impuso el protocolo real, de modo que ten¨ªan que tratarlo como a un monarca reinante. ?Lo hac¨ªamos por compasi¨®n?, me dijo uno de ellos. El 23 de marzo -contra el criterio del propio presidente Carter, pero al parecer con la anuencia de Rockefeller- se fug¨® a Egipto en un avi¨®n privado. Sus administradores no pagaron el alquiler de la casa, ni la cuenta de los m¨¦dicos, ni los gastos de su seguridad personal. Ocho d¨ªas despu¨¦s, en Egipto, el doctor Michael de Bakey le hizo por fin la operaci¨®n del bazo.
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