La envenenadora: in¨²til espera del indulto Jarabo: la entereza ante el pat¨ªbulo
Para Gal, el alcohol era un velo que pod¨ªa ponerse a voluntad delante de los ojos; la oportunidad de ver a jueces, alguaciles, m¨¦dicos y capellanes a trav¨¦s de un cristal empa?ado, como ve¨ªa a la turbia clientela de las tabernas de Mes¨®n de Paredes en sus escapadas de la pensi¨®n Ferroviaria. El alcohol hac¨ªa temblar las manos a mediod¨ªa, pero les daba un sobrenatural empuje al amanecer, cuando hab¨ªa que dar las dos vueltas de manivela en el garrote. ?Yo nunca he sido muy religioso. Ni muy cat¨®lico. Nunca me he cre¨ªdo esa historia de Abel y Eva, ni que nadie pueda hacer de una costilla una criatura, ni en eso de la virginidad sin romperlo ni mancharlo. He pensado que tiene que haber alguien competente por encima de nosotros; en cambio, no me creo que pueda estar en todas partes. Y si est¨¢, ?por qu¨¦ permite las injusticias y los horrores? M¨¢s conf¨ªo en la religi¨®n de los moros: seg¨²n supe en la guerra, cuando trataba con ellos, veneran a la luna y al sol, y se ve que tienen raz¨®n ?. Gracias a los delirios del alcohol, Gal pas¨® por una larga ¨¦poca en que personajes y horrores se mezclaban y confund¨ªan como en un libro ap¨®crifo de la Sagradas Escrituras: Abel y Eva las costillas y la ubicuidad se intercalaban en su cabeza con el vidrio h¨²medo del Tribunal, ?con el delegado del gobernador, los dos testigos del Ayuntamiento, los religiosos de la Adoraci¨®n Nocturna, y conmigo y la estaca, en mitad del recinto. Nunca consegu¨ª dejar de o¨ªr el murmullo del capell¨¢n, que ven¨ªa rezando junto al reo con un crucifijo en la mano ?.En esa ¨¦poca, piensa ¨¦l, fueron ejecutadas dos sentencias en las que el reo es un personaje incompleto, una figura de perfiles ambiguos. ?Sin embargo, me acuerdo muy bien de las historias. Uno era un muchacho madrile?o de veinti¨²n a?os que hab¨ªa asesinado y violado aluego a la ni?a de un pastor que le hab¨ªa dado cobijo. Esto ocurri¨® en la serran¨ªa de Soria, el pueblo quer¨ªa lincharlo. Llegu¨¦ para cumplir la sentencia, se enteraron de que era el ejecutor y todos me convidaban en las cantinas. De madrugada, vino a hablar conmigo el capell¨¢n. Me dijo que el reo quer¨ªa verme. Pedirme clemencia. ?Clemencia? ?Qu¨¦ quer¨ªa? ?Que me procesaran? Yo no pod¨ªa concederle clemencia, y adem¨¢s, como le dije al cura: "?Por qu¨¦ no hab¨ªa tenido clemencia ¨¦l con la ni?a?". Y no quise saber nada. Al verle entrar en el recinto comprob¨¦ lo que ya hab¨ªa supuesto: ten¨ªa cara de golfante?.
?El otro fue un mec¨¢nico de Castell¨®n. Hab¨ªa matado al hijo de su jefe; adispu¨¦s lo hab¨ªa quemado en un bid¨®n de combustible; hizo desaparecer el cad¨¢ver para simular un secuestro y sacarle dinero al padre. Mand¨® a un ni?o a cobrar lo que hab¨ªa pedido, y, siguiendo al ni?o, los polic¨ªas llegaron hasta ¨¦l. En Castell¨®n, la gente tambi¨¦n me convidaba, porque quer¨ªa que se le ajusticiase. En las horas de Capilla, un fiscal quiso tomarme el pelo, por aquello de que yo era un paleto. Me pregunt¨® que cu¨¢ntos a?os ten¨ªa. Le dije que cuarenta y tantos. Me pregunt¨® si a esa edad no se pod¨ªa encontrar un trabajo mejor que el m¨ªo. Le contest¨¦: "M¨¢s joven es usted. ?No ha encontrado otro trabajo mejor que condenarlos a muerte para que aluego los mate yo?". Los que escuchaban la conversaci¨®n se echaron a re¨ªr. "?Leches con el paleto!", dijeron. El asesino de Castell¨®n entr¨® en el recinto muy nervioso. Es el ¨²nico reo ejecutado por m¨ª que lleg¨® gritando. Nos dec¨ªa a todos los que est¨¢bamos all¨ª que ¨¦ramos tan criminales como ¨¦l. Los asesinos de Castell¨®n y Soria me parecieron los seres m¨¢s repugnantes que nunca tuve que ejecutar?. En la mitolog¨ªa de Gal, los asesinos repugnantes siempre estuvieron asociados a ni?os y a profanaciones, asesinos de cuento de aldea que, insatisfechos con matar, pretendieron perseguir a los muertos hasta vaguadas y quemarlos en bidones de combustible. ?Hay que respetar a los muertos. Recuerdo que los moros enterraban a los suyos mirando al sol?.
Pilar la envenenadora
En las maquinaciones de Gal la mujer fue siempre un ser privilegiado y sublime. ?Y c¨®mo habr¨ªa sido mi profesi¨®n que, a pesar de la repugnancia, he sentido la muerte de casi todos los reos m¨¢s que la de mi madre?. Su madre y su mujer, ?cada d¨ªa m¨¢s activa, creo yo?, han sido la representaci¨®n de un pueblo que no hizo la guerra contra ¨¦l, que nunca le persigui¨® en las aduanas y que est¨¢ estrechamente emparentado con los ni?os: ?Trece de los quince hijos se nos murieron, parece mentira?. Por eso, Pilar Pradas, la envenenadora de Valencia, fue un reo al que nunca se atrevi¨® a someter a juicio.
?Era una sirvienta que se enamoraba de los se?oritos y, por amor envenenaba a sus mujeres. Tendr¨ªa celos, supongo?. Ten¨ªa veintisiete a?os, unas cejas ingr¨¢vidas y, dijeron los investigadores la misma afici¨®n al veneno que las sutiles princesas venecianas. Su producto favorito era el matahormigas Diluvi¨®n disuelto en boldo; la primera noticia sobre el delito de envenenamiento que se le imputaba fue el comienzo de una obsesi¨®n popular que provoc¨® serios recelos hacia las infusiones, los matahormigas y las sirvientas de la zona. La tesis de su abogado, cuyo informe se extendi¨® a tres horas y media en el juicio, fue una relaci¨®n matem¨¢tica: ?Hubieranse necesitado m¨¢s de veinte tubos de Diluvi¨®n para provocar la muerte de la v¨ªctima, y pensando que la capacidad de cada uno de ellos es ocho cent¨ªmetros c¨²bicos y que se supone que Pilar los dilu¨ªa en boldo, calculo que habr¨ªa tenido que preparar en media hora doscientas tazas de infusi¨®n?. Era un buen argumento, pero los indicios de ars¨¦nico aislados por los analistas invalidaron las cifras de la defensa. El tribunal declar¨® culpable a Pilar ?de dos delitos de asesinato consumado y de otros dos de asesinato frustrado?.
En v¨ªsperas del 23 de mayo de 1959, Gal fue llamado a Valencia.
El d¨ªa prescrito, a las diez de la noche, Pilar entr¨® en capilla. ?Todos est¨¢bamos compungidos. Hab¨ªa en la prisi¨®n un silencio de espanto. Como siempre en los casos de ejecuci¨®n inminente, todas las l¨ªneas de la centralita telef¨®nica de la c¨¢rcel fueron liberadas, a la espera de que el jefe del Estado con cediera un indulto in extremis. A las cinco, todos, tribunal, testigos, oficiales y ejecutor, est¨¢bamos deshechos. A las seis en punto lleg¨® al recinto conducida por dos monjas. Igual que varios de los otros reos, tampoco pod¨ªa tenerse en pie. El tribunal quiso hacer una excepci¨®n. El acto fue aplazado unos minutos. Las siete de la ma?ana, las ocho. Ya no se pod¨ªa esperar m¨¢s. No olvidar¨¦ en toda mi vida la imagen de aquella mujer llorando hasta las ocho punto?. Nunca como entonces tuvo la impresi¨®n de que sus manos cobraban vida propia y se negaban a obedecerle. En la mente del verdugo, Pilar no fue un reo, sino una v¨ªctima. De vuelta a Madrid, Gal not¨® c¨®mo crec¨ªa m¨¢gicamente el peso de su maleta.
"Carabanchel-la-nuit destino de Jarabo
A diferencia de Gal, ex alba?il, ex divisionario, ex emigrante y verdugo, Jos¨¦ Mar¨ªa Jarabo P¨¦rez Morris, ex pilarista de General Mola, ex estudiante de derecho, ex portador de fotograf¨ªas pornogr¨¢ficas y millonario, no pod¨ªa pensar en s¨ª mismo como en un desheredado. Gal discurr¨ªa calle abajo por las bodegas como un reguero; iba a desembocar en Molino Rojo y qui¨¦n sabe si en los brazos de alguna molinera perdida entre Embajadores y Lavapi¨¦s. Iba siguiendo la cuesta, estimulado por el peso de la maleta y por la intuici¨®n de que en el futuro la paz tampoco ser¨ªa alcanzable. Jos¨¦ Mar¨ªa Jarabo P¨¦rez Morris ten¨ªa el trueno en la cartera: cuando Ievantaba la mano se deten¨ªan los taxis de Gran V¨ªa, se inclinaban los porteros de librea de Casablanca, temblaba el lanzador de cuchillos del Circo Price y brotaba whisky o agua dorada de las botellas los anaqueles. Cuando no ten¨ªa dinero ni mam¨¢ contestaba al tel¨¦fono en Puerto Rico, ¨¦l empe?aba brillantes, sortijas y oropeles, y, adispu¨¦s, al llegar los giros, volv¨ªa a desempe?arlos. Para Gal siempre era lunes, para Jos¨¦ Mar¨ªa Jarabo siempre era domingo.
Un d¨ªa, sin embargo, a Jos¨¦ Mar¨ªa Manuel Pablo de la Cruz Jar¨¢bo P¨¦rez Morris le fallaron las previsiones. Al parecer, dos compravendedores se negaron a que desempe?ara un brillante y una carta de mujer: ??El brillante y la carta, estaba usted dispuesto a conseguirlos por cualquier procedimiento??, preguntar¨ªa el fiscal en el juicio. ?Perd¨®n: la carta, por cualquier procedimiento; el brillante, pagando lo que por ¨¦l se me pidiese?, responder¨ªa Jarabo. ??Por qu¨¦ se llev¨® usted la pistola??, insisti¨® el fiscal. ?Tengo debilidad por las armas?, dijo Jarabo. Para entonces ya hab¨ªa matado a tiros a Emilio Fern¨¢ndez D¨ªez; a su mujer, Mar¨ªa de los Desamparados Alonso; a su sirvienta, Paulina Ramos, y a su colega compravendedor F¨¦lix L¨®pez. De regreso a casa se hab¨ªa llevado unas cuantas joyas que consideraba suyas. Moralmente, se entend¨ªa.
Algo m¨¢s de veinte a?os antes, a Gal los carabineros le hab¨ªan pillado en la frontera; a Jos¨¦ Mar¨ªa Manuel Pablo de la Cruz le denunciaron en la tintorer¨ªa: hab¨ªa dado a lavar prendas manchadas de sangre.
A las horas de juicio, el pueblo se agolpaba primero ante las puertas de la audiencia y, adispu¨¦s, se sobrecog¨ªa al escuchar las ingeniosas respuestas del reo, que sal¨ªa de los di¨¢logos tieso y di¨¢fano, como Arsenio Lup¨ªn sal¨ªa por las ventanas. Muchos espa?oles oyeron por primera vez la palabra psic¨®pata, manejada por la defensa o por la Fiscal¨ªa en distintas fases del juicio, y tambi¨¦n el modismo toxicoman¨ªa. Jos¨¦ Mar¨ªa Manuel Pablo de la Cruz Jarabo P¨¦rez Morris hab¨ªa pasado por la vida despidiendo destellos; ahora no pod¨ªa ser menos: el Tribunal le dict¨® cuatro penas de muerte.
Gal s¨®lo ten¨ªa un garrote. En la madrugada del 4 de julio de 1959, ya en la c¨¢rcel de Carabanchel, el veterano ejecutor se asom¨® discretamente a la capilla. Ocho semanas despu¨¦s del ajusticiamiento de Pilar Pradas, all¨ª estaba, yendo y viniendo, un hombret¨®n jovial, capaz de bromear todav¨ªa con los oficiales: repart¨ªa cigarrillos, comentaba lo largo de la noche, sonre¨ªa sin rencor y, para llevar hasta el final la leyenda de Jarabo, hac¨ªa mirar tristemente hacia el suelo a los vigilantes.
?A las seis en punto lleg¨® al recinto. Era muy alto. Deb¨ªa pesar m¨¢s de cien kilos. Pens¨¦ que, si se lanzaba por nosotros, cinco o seis saldr¨ªamos volando. Pero era muy competente. Se sent¨® en la silla, acondicion¨¦ las lunetas y el tornillo pasador y, ayudado por el caf¨¦ y el co?¨¢, di dos vueltas a la manivela, Como siempre, el reo mantuvo el pulso durante siete, ocho o nueve minutos?.
Despu¨¦s de Jarabo hubo otras ejecuciones. Gal se retir¨® con un atracador que hab¨ªa matado a un taxista: ?Asesinato y robo?. Un d¨ªa vino a Madrid, sali¨® en libros y pel¨ªculas y, no se sabe por qu¨¦, de repente comenz¨® a tener miedo y a creer que la huida es posible. ?Me emplee en una porter¨ªa, y aluego me cambi¨¦ a otra: no quiero que nadie m¨¢s sepa mis se?as?. Y el domingo pasado vigilaba los espejos de El Comercial, en la glorieta de Bilbao, para saber lo que ocurr¨ªa a su espalda, moment¨¢neamente desabrigada de su mujer, de la oscuridad del portal y del runr¨²n de la vieja lavadora de carga superior. Toma caf¨¦, dice que la reinstauraci¨®n de la pena de muerte va a ser aprobada cualquier tarde en el Parlamento: ?Si se votara hoy, seguro?. Al mediod¨ªa, tan bien afeitado, tan pulcro, tan apretado de sienes, comienza a arrastrar sus zapatos de pana hacia la puerta. Antes de disolverse en el contraluz, alarga una mano hacia el pomo. Nadie consigue reconocer la mano del verdugo.
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