Los ni?os espa?oles homenajean a Picasso, pero impugnan el precio de sus cuadros
La madrile?a galer¨ªa Aele contribuye actualmente, de manera ins¨®lita, al homenaje nacional a Pablo Picasso: mediante obras realizadas por los hijos de diversos pintores espa?oles, entre los cuales figuran Rafael Canogar, Lucio Mu?oz, Francisco Farreras, Agueda de la Pisa, Fernando Mignoni, Mat¨ªas Quetglas, Crist¨®bal Toral, Teresa Eguibar y Francisco Peinado. Algunos de estos chavales, junto a otros totalmente ajenos a la familia del arte, han acudido a la citada galer¨ªa para mostrar su admiracion por Picasso y, a la vez, cierta indignaci¨®n por el precio que alcanzan sus cuadros.Pintores, cr¨ªticos de arte y profesores de dibujo cantan las excelencias de la obra picassiana, su originalidad, su sentido l¨²dico y, en especial, su parentesco con los dibujos infantiles. Incluso Jos¨¦ Luis Fajardo tuvo la habilidad de condensar la imagen del mito en una deliciosa an¨¦cdota: Picasso, imitando a un payaso, hace muecas ante un espejo minutos antes de morir.
Adultos y peque?os escuchan religiosamente la variopinta introducci¨®n. S¨®lo el hijo menor de Crist¨®bal Toral prefiere realizar arriesgadas cabriolas. Y llega el esperado instante en que la presidencia pide que sean los ni?os quienes ahora opinen, con toda libertad, sobre el genio. Carraspeos. Un profesor aclara que sus muchachos no saben mucho de arte, que han venido, sobre todo, a aprender.
Los hijos de los pintores y un espont¨¢neo, que maneja el discurso a la perfecci¨®n, son los primeros en abrir el fuego, airear frases recordables, titubear con gracia. La atm¨®sfera es simp¨¢tica.
Mas, de pronto, un muchacho se atreve a levantar el dedo forastero, a aguar la fiesta sin rodeos: ??Por qu¨¦ se le da tanto precio a los cuadros de Picasso si son s¨®lo unos garabatos?? Se le viene a responder que hay garabatos y garabatos, que Picasso pintaba al principio como Dios manda, que en el arte se premia la originalidad.
El di¨¢logo acaba en acusaciones precisas: contra los padres y contra los profesores. Ambos practican la represi¨®n contra la espontaneidad en el dibujo de los ni?os. Ambos cercenan m¨¢s de una vocaci¨®n. Ambos desde?an esa asignatura ol¨ªmpicamente. Y hay quien pide soluciones. Y se las dan: ?Un profesor debe ense?arnos a dibujar, pero no juzgar lo que dibujamos?. O tambi¨¦n: ?Los profesores no suelen tener ni idea de dibujo. ?C¨®mo van a ense?arnos? Mejor que nos dejen hacer lo que queramos?.
Doctas voces apuntan que acaso lo esencial ser¨ªa que el profesor conociese primero al ni?o, supiera el tipo de dibujo que corresponde a su personalidad. Respuesta fulminante de un rapaz: ?En nuestra clase somos m¨¢s de cincuenta. El mismo profesor ense?a en ocho clases. ?C¨®mo va a conocer en un curso a cerca de cuatrocientos alumnos?
Repliegue afable, al mundo de Picasso. A alg¨²n ni?o le gusta. Y da razones: ?Porque hizo de todo, incluso algunos cuadros muy cachondos?. Otro se aferra al clasicismo: ?Yo prefiero a Vel¨¢zquez, porque no pintaba garabatos?. Y se defiende a Picasso, sus garabatos y los de los ni?os.
El forastero vengativo acecha: ?Si Picasso pintaba garabatos como los nuestros, ?por qu¨¦ no nos los pagan como a ¨¦l?? Se le intenta meter en vereda mediante una arriesgada analog¨ªa: ?T¨² entiendes muy bien que un futbolista prodigioso tenga una cotizaci¨®n m¨¢s alta que otro del mont¨®n?. El chaval no se deja seducir. R¨¦plica a palo seco: ?Eso no es una respuesta?.
Y, en efecto, no hubo verdaderas respuestas. Pero s¨ª un aluvi¨®n de f¨¦rtiles preguntas.
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