Autenticidades
Consider¨¢bamos que era m¨¢s aut¨¦ntico. ?iGuardarme el secreto, aceitunas, abejas!?, a?adir¨ªa, quiz¨¢, Rafael Alberti. Autenticidad invest¨ªa de autoridad la ¨¦poca. Y, por consiguiente... -ioh, por cons¨ªguientes de las d¨¦cadas!- consider¨¢bamos digno, justo, equitativo y sartriano comparar la eleg¨ªa con el llanto. Bastaba leer ambos lamentos, recitarlos, con voz, pastosa y alta, a ser posible, para ver que, a la luz de la evidencia de la microficha de la firma autorizada del dolor leg¨ªtimo, el dolor de Miguel Hern¨¢ndez era un dolor m¨¢s sobrio, m¨¢s natural, m¨¢s fuerte, mucho m¨¢s primativo y menos uterino que el de Lorca. (Nosotros -que no ¨¦ramos sencillos de coraz¨®n- jam¨¢s, de hecho, llegamos a decir que un poema fuera primitivo. Todo poema, por definici¨®n -y los poemas de Miguel Hern¨¢ndez, en particular, por definici¨®n y a mayor abundamiento-, era, a finales de los a?os cincuenta, un artefacto. Fuimos una juventud horrible, las cosas como son; feos como ajos.A nuestros resbaladizos, fr¨ªos, luminosos ojos, pues, reci¨¦n autenticados, el dolor de Lorca parec¨ªa entre otras muchas perversas cosas, deleitable. Miguel Hern¨¢ndez, al rev¨¦s. Despu¨¦s de ?piedras, rayos y hachas estridentes? -reflexion¨¢bamos entre terceto y terceto- quiere escarbar la tierra con los dientes; si esto no es expresi¨®n de un dolor elemental, aut¨¦ntico, baje Dios y lo vea.
?C¨®mo se le puede ocurrir a nadie que estercolas rima con caracolas, si su dolo`r no es un aut¨¦ntico rayo que no c esa? ?Considera?, nos deciamos uno a otro, ?el difunto objeto poem¨¢tico. ?Qu¨¦ ves??. Y ve¨ªamos a Miguel Hern¨¢ndez, sin calor de nadie y sin consuelo, llorando su desventura y sus conjuntos a dentelladas, secas y calientes.
La idea de una teor¨ªa de conjuntos de la desventura, por supuesto, nos seduc¨ªa brevemente. Era una tentaci¨®n racionalista que, hiperest¨¦ticam ente, logr¨¢bamos dominarmuy pronto. El caso era, sin embargo, que un cierto conceptismo o logicismo varonil parec¨ªa, sin duda, uno de los leg¨ªtimos encantos de Miguel Hern¨¢ndez.
En el fondo pens¨¢bamos que a un poeta con tan excelsas actitudes para la l¨®gica se le puede permitir que escriba, entre tormentas, una ?nana del pan y la cebolla?, en lugar de escribir, entre distingos, una nana del marr¨®n-glac¨¦. Y al leer y releer, comparativamente, odiosamente, la eleg¨ªa y el llanto nos acord¨¢bamos de Kant y pens¨¢bamos -o, por lo menos, yo he ido pens¨¢ndolo con los a?os- que quiz¨¢ en Lorca sobraran los deleites de la carne muerta, perb que en Miguel Hern¨¢ndez faltaba tambi¨¦n -y con m¨¢s pretensiones- la idea de nada como nihil negativum, ese objeto vac¨ªo, sin concepto, que es sencillamente la muerte.
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