La fragilidad de la democracia/1
La fragilidad actual de la democracia espa?ola, obviamente, no proviene de los acontecimientos del 23 de febrero. La intentona tan s¨®lo puso de manifiesto, una vez m¨¢s, la debilidad cong¨¦nita de las instituciones democr¨¢ticas en Espa?a. Una democracia fr¨¢gil ten¨ªamos antes y seguimos teniendo despu¨¦s de esta fecha lamentable. Lo ¨²nico que probablemente haya cambiado sea la conciencia de esta fragilidad: ahora no cabe ya esconder la cabeza debajo del ala y hacerse falsas ilusiones -encantamiento al que ten¨ªa que seguir e consabido desencanto- sobre el margen de acci¨®n posible. Harto limitado fue en el per¨ªodo clave de 1976-1977, y el ¨¦xito de la operaci¨®n democracia, dirigida desde el poder por una parte de la clase pol¨ªtica del franquismo, no ten¨ªa por qu¨¦ ser de buen ag¨¹ero. La institucionalizaci¨®n de la democracia en la legalidad, sin traumas ni rupturas, fue, evidentemente, la ¨²nica forma posible; pero tambi¨¦n la marcaba con una debilidad intr¨ªnseca. Despu¨¦s de una terrible guerra civil y cuarenta a?os de dictadura, no cab¨ªa m¨¢s que una democracia fr¨¢gil, pero cualquier dem¨®crata consciente y responsable no pod¨ªa y no puede hoy, m¨¢s que preferir una democracia d¨¦bil a ninguna. Este es el verdadero dilema que ha ido marcando nuestros pasos en los dif¨ªciles a?os de la transici¨®n.Nada se entiende de los sucesos pol¨ªticos cotidianos sin una perspectiva hist¨®rica de largo alcance. El repetido malogro de la democracia a lo largo de los siglos XIX y XX tiene causas muy diversas, que se inscriben todas en el fracaso de la modernidad: Espa?a se aisla de Europa a la hora en que ¨¦sta desarrolla el capitalismo, la sociedad industrial y su correspondiente estructura pol¨ªtica, el Estado democr¨¢tico de derecho. Las guerras civiles resultan, en ¨²ltimo t¨¦rmino, de la existencia de fuerzas sociales -en cada per¨ªodo hist¨®rico distintas- que no est¨¢n dispuestas a aceptar la l¨®gica de la moderna sociedad capitalista, con las instituciones pol¨ªticas y el esp¨ªritu de libertad y de tolerancia que aporta una burgues¨ªa, entre nosotros d¨¦bil y, sobre todo, repartida de forma muy desigual entre las distintas regiones espa?olas. El nacionalismo perif¨¦rico, que se constata desde la segunda mitad del XIX, primero en Catalu?a, algunas d¨¦cadas despu¨¦s en el Pa¨ªs Vasco, pone de manifiesto una modernizaci¨®n industrial capitalista en algunas pocas regiones perif¨¦ricas, con caracteres muy particulares en cada una, sin alcanzar ala mayor parte del pa¨ªs. Parte de la burgues¨ªa perif¨¦rica se hace nacionalista al no poder conectar con el Estado central, que se identifica con la sociedad agraria tradicional que lo sostiene.
La II Rep¨²blica fracasa en el intento de modernizar el Estado y la sociedad. Dividida Espa?a en dos mitades irreconciliables, al anteponer cada una su proyecto social -cambios profun dos revolucionarios o mantenimiento inc¨®lume del modelo agrario tradicional- a cualquier forma de institucionalizaci¨®n democr¨¢tica, que permita negociar las diferencias, no queda otra salida que la guerra fraticida. El proceso imparable de modernizaci¨®n llega, por fin, a partir de 1959, en la segunda etapa del franquismo, pero con caracteres muy peculiares y en un contexto social y pol¨ªtico que dif¨ªcilmente puede considerarse positivo para un ulterior desarrollo democr¨¢tico.
De muy diversa ¨ªndole son los factores que fragilizan a la democracia en esta tercera experiencia en nuestro siglo, despu¨¦s del fracaso de la restauraci¨®n y de la Rep¨²blica. El factor gen¨¦rico que da raz¨®n de los repetidos fiascos es la falta de un desarrollo aut¨®nomo de la sociedad industrial capitalista, por un lado, y del Estado moderno, por otro. Tanto en la sociedad -modo de vertebraci¨®n, mentalidad, formas de vida- como en el Estado -funcionalidad, eficacia burocr¨¢tica, universalidad- encontramos todav¨ªa elementos inadecuados o impropios de una sociedad y de un Estado modernos. En los momentos de crisis, los espa?oles somos cabalmente conscientes del lastre hist¨®rico que arrastrarnos con nuestra tan cacareada peculiaridad, que si lo es frente a la Europa piloto, lo es mucho menos en relaci¨®n con otros pa¨ªses de nuestra ¨®rbita cultural, tambi¨¦n con estructuras b¨¢sicamente premodernas.
La falta de modernidad se hace patente en el predominio de lo particular -en el particularismo- que caracteriza tanto a la sociedad c¨®mo al Estado. Si el espa?ol vive lo social enmarcado en su perspectiva familiar, circulo de amistades y, todo lo m¨¢s, gremio y profesi¨®n, y no cree que valga la pena luchar por nada m¨¢s abstracto o universal, que rebase su horizonte de intereses particulares, el Estado sigue constituyendo un conglomerado de cuerpos con mentalidad e intereses particulares: el funcionario, lejos de sentirse servidor de la universalidad abstracta que supone el concepto moderno de Estado, se considera, como en el antiguo r¨¦gimen, propietario particular del puesto que ocupa, celoso, sobre todo, de sus competencias, privilegios y dem¨¢s derechos adquiridos.
Tanto en la sociedad como en el Estado, privan las relaciones particulares -a pesar, o m¨¢s bien, justamente a causa de las ceremonias p¨²blicas de los concursos y de las oposiciones-, sin que haya calado la universalidad propia de la sociedad moderna. Cualquier abstracci¨®n -libertad, democracia- nos dice tanto como fuere su utilidad desde la perspectiva particular de cada uno. La modernizaci¨®n franquista trajo un proceso de industrializaci¨®n y de urbanizaci¨®n, que, lejos de cuestionar los intereses particulares, los instrumentaliz¨® a su servicio. Se configura una clase obrera que ve aumentar los puestos de trabajo y los salarios, sin correspondencia visible con su grado de asociaci¨®n y capacidad de lucha, ambas prohibidas, pero a la que se concede, como ¨²nico privilegio, la permanencia en el puesto de trabajo, una vez adquirido, sin relaci¨®n muy estrecha con la habilidad, el saber o el esfuerzo. El franquismo convirti¨® en funcionarios en potencia a todos los ciudadanos con el ideal de un puesto seguro, que adem¨¢s no exigiese demasiada intensidad en el trabajo. Al Estado se le perdona que absorba todas nuestras libertades -se supone que son abstracciones que no sirven para nada- a cambio de que nos garantice una vida tranquila con un modesto pasar. El Estado est¨¢ ah¨ª para cubrir nuestras necesidades; si cumple, estamos dispuestos al mayor servilismo y devoci¨®n.
Lo que distingue, en cambio, a la clase dirigente en la sociedad moderna es su capacidad de actuar en virtud de algunos valores universales con los que se identifica plenamente: la verdad, la justicia, el, bien com¨²n. Esta dimensi¨®n de universalidad define a las minor¨ªas dirigentes en cada una de las profesiones o esferas sociales: no es ya su inter¨¦s particular, sino la realizaci¨®n de ciertos valores, lo que mantiene su esfuerzo. En Europa se respetan estas minor¨ªas que, en cada sector, cuentan con autoridad. En Espa?a, salvo honrad¨ªsimas excepciones, pocos tienen autoridad por s¨ª, y nadie duda de que los que ocupan los cargos lo hacen por propia conveniencia, aunque luego la realidad no sea tan terrible oomo se supone. En una sociedad premoderna que desconoce la universalidad como criterio de conducta, siempre hubo dificultades con las minor¨ªas dirigentes. A su tradicional debilidad hay que anadir la persecuci¨®n que sufrieron en el franquismo, obligadas a elegir entre un cinismo realista -es decir, a renunciar a su universalidad- o la m¨¢s absoluta marginaci¨®n, perdiendo el car¨¢cter, si no el de minor¨ªa, s¨ª el de dirigente.
A su vez, la modernizaci¨®n de la econom¨ªa se produce arrastrada desde fuera, casi contra la voluntad del sistema: desarrollo capitalista dependiente. La estructura industrial resultante, basada en los intereses particulares internos y los universales extra?os, se muestra inviable al llegar a un determinado grado de crecimiento y arreciar vientos de crisis. Lo que ha dejado at¨®nitos a mis compatriotas no fue el que el aparato ideol¨®gico y sindical del franquismo se derrumbara como castillo de naipes -pocos lo tornaban en serio-, sino el comprobar que la infraestructura econ¨®mica heredada era poco s¨®lida. Si la gente no crey¨® demasiado en los s¨ªmbolos del franquismo, s¨ª lo hizo, y firmemente, en los nuevos productos de consumo -el coche ut¨ªliItario, los aparatos electrodom¨¦sticos-, con los que se identific¨® el r¨¦gimen en su ¨²ltima etapa. Podr¨¢n establecerse las m¨¢s estrechas conexiones entre el modo de crecimiento franquista y la crisis que estamos sufriendo; pero para mucha gente queda la imagen del franquismo vinculada a la expansi¨®n econ¨®mica, y el origen de la crisis, a la muerte del dictador.
La debilidad de la democracia se inserta en un amplio espectro de causas, que convergen en mostrar el particularismo dominante en la sociedad y en el Estado, que corresponde globalmente a su car¨¢cter premoderno. Especial ¨¦nfasis hay que poner en el hecho de que, despu¨¦s de varios intentos fallidos, el ¨²ltimo conato de industrializaci¨®n se produjese en el franquismo, haciendo patente que si bien cabe un crecimiento econ¨®mico desprendido de los dem¨¢s factores sociopol¨ªticos de la modernidad, ¨¦ste no se sostiene por s¨ª mismo ni camina autom¨¢ticamente hacia las dem¨¢s formas sociales y pol¨ªticas propias de una sociedad industrial en plenitud. De todo ello hemos tenido experiencia cabal en estos ¨²ltimos a?os.
Ignacio Sotelo es catedr¨¢tico de Ciencias Pol¨ªticas de la Universidad Libre de Berl¨ªn y secretario de cultura de la ejecutiva federal del PSOE.
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