Monarqu¨ªa nacional
La actitud del Rey y su conducta en dos momentos recientes, uno delicado (Guernica) y otro grav¨ªsimo (el secuestro del Congreso y el Gobierno el 23 de febrero), han aumentado incre¨ªblemente su prestigio. Como el prestigio es aquel irreal poder que m¨¢s conviene a los reyes, creo que los espa?oles debemos felicitarnos. El que m¨¢s y el que menos piensa que si no fuera por el Rey a estas horas no tendr¨ªamos en Espa?a democracia, libertad pol¨ªtica ni derechos ciudadanos. Algunos ciertamente lo deploran, pero creo que la mayor¨ªa ha visto pasar por delante un fantasma amenazador que le ha producido un estremecimiento.De esa convicci¨®n se sacan algunas consecuencias; pero me pregunto si son las adecuadas. ?Se trata del Rey o de Juan Carlos I? Algunos dir¨¢n que se trata del rey Juan Carlos I, ¨²nico concreto y efectivo. Evidentemente es as¨ª, pero mi pregunta no es superflua ni ret¨®rica. No son pocos los que, despu¨¦s de haber retaceado todo lo posible las funciones y poderes del Rey, hasta intentar reducirlo (ya que no hab¨ªan podido eliminarlo) a tina figura decorativa, est¨¢n ahora encantados de que nos haya sacado las casta?as del fuego, y cuentan con ello en el futuro. Los que no han querido que el Rey sea cabeza de la naci¨®n esperan que sea jefe de bomberos del reino.
El prestigio de Juan Carlos I se funda -aparte de sus admirables condiciones personales- en que ha sabido ajustarse con rigor a su condici¨®n de Rey de Espa?a. Hasta tal punto que ni siquiera a los senadores reales hizo la menor presi¨®n, la menor indicaci¨®n de cu¨¢les eran sus preferencias o sus deseos. Puso en marcha la transformaci¨®n pol¨ªtica de Espa?a, la confi¨® a quien le parec¨ªa capaz de realizarla, y dej¨® que la legalidad vigente engendrase tina legitimidad total, a la cual se someti¨® escrupulosamente, por lo cual qued¨® absoluta, irreprochablemente legitimado. Y desde entonces, desde que la Constituci¨®n complet¨® la arquitectura del Estado, el Rey ha sido estrictamente un rey constitucional, al servicio de la naci¨®n entera y, rec¨ªprocamente, sostenido por ella (salvo los sediciosos de cualquier color).
?Qu¨¦ significa esto? ?Es una novedad? Si se piensa en el r¨¦gimen anterior, por supuesto. Si se recuerda la Rep¨²blica establecida hace cincuenta a?os, hay que hacer algunas restricciones. El presidente era hombre de partido; ciertamente deb¨ªa olvidar esta condici¨®n, y el origen de su mandato, una vez alcanzada la presidencia; pero esto no es f¨¢cil. Las Cortes del Frente Popular destituyeron a Alcal¨¢ Zamora sin dejarle terminar su mandato presidencial, por haber seguido sus consejos y disuelto las Cortes de 1933. En cuanto a Aza?a, su concepci¨®n de la Rep¨²blica estaba ligada al partidismo (puede verse en el n¨²mero 2 de Cuenta y Raz¨®n lo que dec¨ªa el 7 de junio de 1931, y los que no hab¨ªan le¨ªdo su Velada en Benicarl¨® tienen ocasi¨®n de escuchar en adecuada versi¨®n teatral lo que opinaba de los dos beligerantes de la guerra civil, desde 1937, a pesar de lo cual sigui¨® presidiendo uno de los dos bandos hasta casi el final).
Pero -se dir¨¢- ?y m¨¢s all¨¢, durante los largos a?os de la Monarqu¨ªa? Quiero recordar la actitud ante ella de Ortega, en tres momentos significativos: 1914, 1921 y 1930. Hay que ver cu¨¢l es el nervio de su interpretaci¨®n de la Monarqu¨ªa y lo que para ¨¦l era lo decisivo, la exigencia primaria de la cual depend¨ªa la posici¨®n que frente a ella se debiera tomar.
En su conferencia Vieja y nueva pol¨ªtica (23 de marzo de 1914), Ortega trata extensamente de las formas de gobierno. Ve con simpat¨ªa ?un movimiento que ha puesto a muchos republicanos espa?oles en ruta hacia la Monarqu¨ªa?; cree que ?lo ¨²nico que queda como inmutable e imprescindible son los ideales gen¨¦ricos, eternos, de la democracia?, y concluye: ?Somos mon¨¢rquicos, no tanto porque hagamos hincapi¨¦ en serlo, sino porque ella -Espa?a- lo es?. Y aclara: ?Esperamos de la Monarqu¨ªa, en lo sucesivo, no s¨®lo que haga posible el derecho y que se recluya dentro de la Constituci¨®n, sino mucho m¨¢s: que haga posible el aumento de la vitalidad nacional?. ?La Monarqu¨ªa tiene que justificar cada d¨ªa su legitimidad no s¨®lo negativamente, cuidando de no faltar al derecho, sino positivamente, impulsando la vida nacional?. Y despu¨¦s de criticar el ?lealismo? de C¨¢novas, que reaparece en Maura, llega a la f¨®rmula decisiva: ?Sobre la Monarqu¨ªa hay por lo menos dos cosas: la justicia y Espa?a. Necesario es nacionalizar la Monarqu¨ªa?.
?Qu¨¦ quiere decir esto? Siete a?os despu¨¦s, en Espa?a invertebrada, se aclara esta expresi¨®n. Para Ortega, la ra¨ªz de los males de Espa?a, desde hace siglos, es el particularismo, la desintegraci¨®n, el hecho de que las partes del todo empiecen a vivir como todos aparte. ?La esencia del particularismo?, escribe, ?es que cada grupo deja de sentirse a s¨ª mismo como parte y, en consecuencia, deja de compartir los sentimientos de los dem¨¢s?. Por eso es caracter¨ªstica de ese estado social la hipersensibilidad para los propios males. Se pensar¨¢ en los movimientos separatistas, escisionistas dentro de la naci¨®n; as¨ª es, y de ellos habla largamente Ortega; pero los considera como ejemplos o manifestaciones de ese particularismo que es su verdadera ra¨ªz y que se extiende a todas las ?partes? de Espa?a, en cualquier `sentido que se tome esta expresi¨®n. ?Empezando por la Monarqu¨ªa y siguiendo por la Iglesia, ning¨²n poder nacional ha pensado m¨¢s que en s¨ª mismo?. ?Monarqu¨ªa e Iglesia se han obstinado en hacer adoptar sus destinos propios como los verdaderamente nacionales?. ?La vida social espa?ola ofrece en nuestros d¨ªas un extremado ejemplo de este atroz particularismo. Hoy es Espa?a, m¨¢s bien que una naci¨®n, una serie de compartimientos estancos?. Monarqu¨ªa, Iglesia, pol¨ªticos, el grupo militar, las clases sociales, las regiones se entregan al particularismo en lugar de sentirse como partes que tienen que contar con las dem¨¢s: es lo que Ortega llama nacionalizaci¨®n.
Las esperanzas en que la Monarqu¨ªa supiera y quisiera ?nacionalizarse? se han pedido enteramente en 1930. El 15 de noviembre publica Ortega en El Sol su famoso art¨ªculo ?El error Berenguer?. Cree Ortega que la Monarqu¨ªa ten¨ªa el deber de haberse extenuado, hora por hora, en corregir los defectos de los espa?oles. en vez de especular sobre ellos, ?excitando la vitalidad pol¨ªtica del espa?ol, haci¨¦ndole hiperest¨¦sico para el derecho y la dignidad civil?.
?Supongamos un instante?, dice Ortega, ?que el advenimiento de la dictadura fue inevitable. Pero esto, ni que decir tiene, no vela lo m¨¢s m¨ªnimo el hecho de que sus actos despu¨¦s de advenir fueron una creciente y monumental iniuria, un crimen de lesa patria, de lesa historia, de lesa dignidad p¨²blica y privada. Por tanto, si el r¨¦gimen la acept¨® obligado, raz¨®n de m¨¢s para que al terminar se hubiese, con leal entereza, con natural efusi¨®n, abrazado al pueblo y le hubiese dicho: "Hemos padecido una incalculable desdicha. La normalidad que constitu¨ªa la uni¨®n civil de los espa?oles se ha quebrado. No existe el Estado espa?ol. iEspa?oles: reconstruid vuestro Estado!"?.
El haber querido ?salir del paso?, realizar la pol¨ªtica del ?aqu¨ª no ha pasado nada?, fue el ?error Berenguer, de que la historia hablar¨¢?. Es lo que llev¨® a Ortega a concluir su art¨ªculo con la frase famosa: Delenda est Monarchia.
?Cu¨¢l es la situaci¨®n actual, medio siglo despu¨¦s? No hay que ?nacionalizar? la Monarqu¨ªa, porque ha nacido nacionalizada. Se ha puesto desde el primer d¨ªa -desde antes de su legitimaci¨®n din¨¢stica y democr¨¢tica- al servicio de Espa?a en su integridad; ha buscado su figura no mirando a la conveniencia particular, ni siquiera a la memoria del pasado, sino a las exigencias espa?olas en el ¨²ltimo cuarto de siglo. En lugar de tomar sus destinos propios como si fueran los nacionales, ha visto que los destinos de la naci¨®n son los que justifican y legitiman a la Monarqu¨ªa. Ha impulsado la vida nacional, ha excitado la sensibilidad de los espa?oles para la dignidad civil, ha ejercido en nombre de ella -es decir, del Gobierno constitucional- el mando de las Fuerzas Armadas; ha mantenido, con entereza, con evidente riesgo, ?la uni¨®n civil de los espa?oles?.
Tenemos una Monarqu¨ªa nacional, sin particularismo, sin ego¨ªsmo, sin vanidad, sin temor. Su fuerza le viene de su absoluto respeto a la comunidad nacional de que es cabeza, de su aceptaci¨®n ¨ªntegra de su estructura pol¨ªtica, de su funci¨®n de servicio desde la c¨²spide. No es l¨ªcito pedirle que ejerza funciones que no tiene; no es decente esperar que lo haga en beneficio de nadie que no sea Espa?a en su totalidad pol¨ªticamente organizada; es quim¨¦rico pensar que pudiera hacerlo a las ¨®rdenes de nadie.
Es claro que el Rey ha intensificado gradualmente su poder; se entiende, su poder espiritual, hecho de estimaci¨®n, respeto, prestigio; es el que le corresponde, el que llevo pidiendo cinco a?os completos. Pero ?qui¨¦n cree que el poder espiritual no es poder?
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