La cuadrilla del arte o aqu¨ª no mando yo
Nada m¨¢s penoso que el deber de mandar a quien conoce su oficio. Nada peor que mostrar que la maestr¨ªa es s¨®lo un gesto. Y m¨¢s a¨²n cuando el aspecto ayuda a dominar la teor¨ªa. As¨ª, Julio de Llanos, feliz poseedor de esa figura que, cuando lo taurino ejerc¨ªa su peculiar arbitraje est¨¦tico, se llamaba ?de novillero?. Y es que con Julio de Llanos ha salido a la plaza la ?cuadrilla del arte?. Cuadrilla a la que el maestro deb¨ªa mandar, a la que, sin duda, habr¨¢ mandado, pero sobre la cual no cab¨ªa sino la humilde actitud del aprendizaje rendido, la imitaci¨®n de esos viejos oficios donde la experiencia -ya que no el genio- otorgaba patente de maestr¨ªa.Porque, ?qui¨¦n puede mandar a quienes, a s¨ª mismos y con raz¨®n plena, se denominan como ?del arte ?? ?Qui¨¦n puede oponer reparo alguno a la superaci¨®n del mero oficio por la v¨ªa de su definici¨®n como algo m¨¢s que un saber estar, que un cumplir correctamente? La autoafirmaci¨®n es aqu¨ª tan di¨¢fana, tan veraz, tan demostrable, que s¨®lo cabe hacer como De Llanos, que en gesto honroso, digno, convencido de lo evidente, entreg¨® los rehiletes a los del arte como diciendo: ?Se?ores, por fortuna esto es cosa suya?. Y ni el aceptable hacer del Yiyo, ni la bullidora y embarullada acci¨®n de Juan Mora hubieran podido salir del paso m¨¢s que con semejante admiraci¨®n. Est¨¢ claro, pues, que la sola figura no da el mando, que aqu¨ª lo subalterno quiere ser sublime desde la pura conciencia de que la jerarqu¨ªa, al fin, no es sino una broma de la vida, el resultado, tantas veces falaz, de aquella circunstancia que, nunca se sabr¨¢ si por fortuna o por desgracia, acab¨® con la filusi¨®n de ser algo en una profesi¨®n que no permite nunca alcanzar el tren en marcha.
Ver esta cuadrilla del arte quiere decir, ni m¨¢s ni menos, que contemplar como tal denominaci¨®n se cumple con todo rigor, c¨®mo tal grupo es cuadrilla y c¨®mo su ejercicio como tal corresponde a la calificaci¨®n que a s¨ª misma se arroga. Ver a Curro Alvarez asomarse al balc¨®n, -poner sus -posesivamente suyas- banderillas en la cara del toro, salir del par con la suma elegancia de quien, conociendo la t¨¦cnica, asume los placeres de la obra bien hecha, es comprender, por la v¨ªa del ejemplo, eso que los antiguos llamaban torer¨ªa. O ver saludar, montera en mano, a ese Jos¨¦ Ortiz de tan torera cabeza. La figura -consuelo de tantos- no se opone a la elegancia. El estilo nace del dominio y no de la sola esbeltez. -
Si el Yiyo ha querido llevar el sal¨®n a la plaza dibujando f¨¢cilmente lo que no parec¨ªa si1no la soluci¨®n l¨®gica de un problema noblemente planteado por su antagonista; si Juan Mora no ha podido hacer de la pinturer¨ªa esa virtud cuya hermosura, si procede, s¨®lo puede compararse a la irritaci¨®n que produce cuando no, Julio de Llanos ha cumplido con creces desde su admirable af¨¢n de no mandar, desde su d¨®cil disposici¨®n a ser, inevitablemente, el complemento necesario a su cuadrilla. No ha sido -no se piense- la rebeli¨®n de los sin nombre. Los del arte corr¨ªan -las monteras asomaban vertiginosas sobre las tablas- para acudir all¨ª donde fueran requeridos por su superior natural, por ese maestro que -todo hay que decirlo-, cuando consegu¨ªa plantar un -instante en la arena su larga figura, consegu¨ªa que sus dos novillos adorables pasaran por el justo lugar donde eran obligados.
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