Desde la cuarta persona del singular
Tampoco es que fuera impronunciable, pero hasta mediados de la d¨¦cada de los sesenta no sonaba en este pa¨ªs con naturalidad literaria el nombre de Clar¨ªn. Su conocimiento estaba limitado a un entusiasta y minoritario grupo de profesores, cr¨ªticos y eruditos de influencia reducida a lo espec¨ªficamente universitario. Los manuales de literatura del bachillerato despachaban con destemplanza al autor de La regenta en un par de l¨ªneas obl¨ªcuas, luego de haber dedicado cap¨ªtulos enteros a N¨²?ez de Arce, Campoamor, Alarc¨®n, B¨¦cquer o Ventura de la Vega, cuando no reproduc¨ªan los c¨¦lebres juicios del padre Ladr¨®n de Guevara en su popular tratado de Libros buenos y malos: ?Leopoldo Alas, cr¨ªtico presuntuoso, de mala ley, que se precia por tener por su gran maestro al novelista franc¨¦s cuyo nombre las gentes decentes no pronuncian sino con mucha repugnancia?.En aquel ambiente, opiniones defensoras o simplemente ponderadas, como las de Torrente Ballester, Gull¨®n, Cabezas, Cachero, Claver¨ªa, Baquero Goyanes, Alarcos, Beser, Sobejano o Guillermo de Torre, generalmente en revistas o vol¨²menes de exclusivo uso acad¨¦mico, a duras penas pod¨ªan competir con el silencio oficioso al que el escritor estaba sometido, entre otros motivos porque su hijo, rector de la Universidad de Oviedo cuando ocurri¨® el golpe de Estado del general Franco, fue cruelmente fusilado por orden expresa de ¨¦ste, despu¨¦s de un simulacro de juicio en el que la ¨²nica acusaci¨®n era que Alas se hab¨ªa sentado al lado de Dolores Ib¨¢rruri en cierto mitin republicano; crimen, por cierto, que entonces tuvo m¨¢s repercusi¨®n internacional que el de Garc¨ªa Lorca y del que los historiadores y literatos de hoy tambi¨¦n parecen haberse olvidado.
Pero lo que llamaba la atenci¨®n en aquellos sombr¨ªos a?os silenciosos -al menos me la llamaba a m¨ª- era el incesante desfilar por Oviedo de hispanistas franceses, ingleses, americanos y hasta suecos en busca de las huellas de Ana Ozores y de las ruinas de Vetusta. Sostengo que los primeros turistas que despu¨¦s de la guerra pasearon las calles ovetenses fueron turistas literarios, gentes ¨²nicamente atra¨ªdas por lo que el padre Ladr¨®n de Guevara consideraba una historia que ?... en el fondo rebosa porquer¨ªas, vulgaridades y cinismo?, aunque ellos, tan pulcros, ex¨®ticos y poseedores de envidiables c¨¢maras fotogr¨¢ficas, estimaban la mejor novela espa?ola del XIX, o sea, la segunda de nuestra literatura.
Intento decir que fue tard¨ªo y parcial el conocimiento de la obra de Clar¨ªn, a diferencia de lo que ocurri¨® con Gald¨®s, Men¨¦ndez y Pelayo, Pardo Baz¨¢n, Palacio Vald¨¦s o Pereda, por citar solamente algunos nombres de la llamada generaci¨®n de la Restauraci¨®n. La censura secreta que padeci¨® la figura de Leopoldo Alas por absurdos sambenitos extraliterarios -en concreto, su injusta fama de comecuras societario-, as¨ª como el ¨¢mbito estrictamente universitario en el que se mov¨ªan sus primeros apologistas e investigadores, entre otras muchas razones, impidieron que en este pa¨ªs -pero no en Francia o Estados Unidos, por ejemplo- se valorara a su debido tiempo y en toda su amplitud la muy plural obra clariniana.
Su actual popularidad -si es que as¨ª puede decirse- queda reducida a La regenta,- sobre todo, al cabo de la edici¨®n de Alianza. Para el resto, las referencias a Clar¨ªn apenas son pronunciadas fuera del c¨ªrculo de tiza docta de los especialistas. Asunto que explica algo tan curioso como que el nombre de Leopoldo Alas jam¨¢s sea invocado en este extendido ritual que est¨¢ en candelero entre ciertos representantes de la intelectualidad relumbrona, y que consiste en proclamarse espont¨¢neamente heredero de un antepasado literario m¨¢s o menos olvidado.
Anda la vanguardia espa?ola en estos momentos plagada de nietos ap¨®crifos de Aza?a, Unamuno, Ortega, Larra, Giner, P¨¦rez de Ayala, Valle-Incl¨¢n o Roso de Luna, pero me extra?a -es decir, me divierte- que a nadie se le haya ocurrido todav¨ªa hacerse el moderno a costa de uno de los tipos m¨¢s modernistas del siglo pasado: divulgador en Espa?a de Baudelaire, Nietzsche, Oscar Wilde, Verlaine, D'Annunzio o lbsen; indiscutible precursor del -ya sali¨®- ?nuevo periodismo espa?ol?, como puede comprobar cualquiera que fatigue las colecciones de El Solfeo, El Imparcial, La Uni¨®n, Los Lunes del Imparcial o Madrid C¨®mico, primer cr¨ªtico literario moderno que supo conjugar en sus duros an¨¢lisis lo mundano con lo acad¨¦mico, el humor con el rigor, la ciencia literaria con la filosof¨ªa; acaso el ¨²nico escritor que domin¨® en el siglo la dif¨ªcil t¨¦cnica del relato breve, o, simplemente, el republicano por antonomasia, la implacable conciencia cr¨ªtica de la Restauraci¨®n. Por citar a vuela m¨¢quina algunas pluralidades clarinianas muy a la moda ahora mismo.
Aunque quiz¨¢ lo que en estos momentos neciamente pat¨¦ticos hace del autor de La regenta una figura poco fascinante entre la intelectualidad sea su tambi¨¦n insobornable sentido del humor. Siempre escrib¨ªa Clar¨ªn desde la cuarta persona del singular -que es el tiempo gramatical de la iron¨ªa- y eso, como dice Oscar Alzaga, es un crimen de lesa patria.
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