?Otra vez la pena de muerte?
La persistencia de la pena de muerte en el mundo a trav¨¦s de los siglos, y los retrocesos recientes de las tesis abolicionistas, parecen confirmarnos en el viejo pesimismo cristiano sobre la naturaleza del hombre. Tarado desde su orto por el pecado original, presa f¨¢cil despu¨¦s de todas las tentaciones -la carne es flaca-, y depredador cruel de sus semejantes. Homo homini lupus, dec¨ªan de ¨¦l los antiguos, con notoria injusticia, por cierto, hacia los lobos, que s¨®lo matan para alimentarse, y nunca a sus cong¨¦neres.Contra este catastrofismo cristiano se pronunciaba m¨¢s tarde Rousseau con su mito del buen salvaje, del hombre bueno por naturaleza que es corrompido por la sociedad. Y descendiendo del terreno de las ideas al de la ciencia, se perpet¨²a tal antinomia. Para Konrad Lorenz, la maldad del hombre es instintiva, mientras que Erich Fromm, en su extraordinaria obra Anatom¨ªa de la destructividad humana, trata de demostrar que esta maldad, si existe, es aprendida.
Pero el hombre, cualquiera que hubiera sido el resultado de la pugna entre estas dos teor¨ªas, parece que hubiera tomado su decisi¨®n hace ya tiempo. Coerci¨®n, castigo y muerte deb¨ªan ser los ¨²nicos argumentos disuasores de la maldad humana, fuera el hombre perverso por origen o por contagio. Se creaba as¨ª una especie de behaviorismo primitivo y salvaje. Y estas tesis, que, de haber permanecido en el limbo de las teor¨ªas filos¨®ficas, hubieran hecho poco da?o, sirvieron luego para justificar los actos de gobierno, la necesidad de la represi¨®n como defensa social. ?La Naturaleza es de derechas?, dec¨ªa el escritor suizo Charles F. Ramuz. Se ten¨ªa as¨ª una perfecta coartada para Justificar las desigualdades, la agresiv¨ªdad, la indiferencia ante el sufrimiento, ese struggle for life que los anglosajones, con su pragmatismo despiadado, pretenden hacer pasar por una suerte de derecho natural. Y en todas las concepciones del Estado que hipertrof¨ªan su contenido late el desprecio por el ser humano, ya se trate de Maquiavelo, de Hobbes o de Hegel. Cada cual, en su nivel respectivo de racionalidad, no hace m¨¢s que abonar esa simple y descarnada disyuntiva con la que se quiere hacer avanzar el cansado jumento de nuestra sociedad: zanahoria o palo. Hegel pod¨ªa disfrazar su menosprecio del hombre rechazando el concepto de Estado como contrato social, pero luego un Roosevelt extra¨ªa las oportunas consecuencias haciendo del big stick su ideal de Gobierno.
?Puede uno extra?arse, pues, de que la pena de muerte se siga aplicando en todo el mundo excepto en docena y media de pa¨ªses? ?Resulta raro que nuestra sociedad apenas se siente insegura o amenazada trate de refugiarse tras el muro de las ejecuciones? Las escasas voces alzadas contra la irracionalidad de la pena capital -Beccaria, Locke o Montesquieu- han sido insuficientes para contrarrestar siglos y siglos de justificaci¨®n pr¨¢ctica, pol¨ªtica e incluso religiosa de la utilizaci¨®n de la muerte contra la muerte, de la violencia contra la vio'Iencia. Y como quiera que este tipo de penas se erige como medio de defensa de la sociedad, de conservaci¨®n de sus valores, se convierte en el arma de aquellos estamentos que tienen mucho que conservar. De aqu¨ª la tradicional proclividad de las derechas hacia la ¨²ltima pena, pese a que tal clase social, por su soi-disant esp¨ªritu religioso, deber¨ªa ser la m¨¢s firme defensora del derecho a la vida. Sin embargo, adopta siempre en este terreno una desconcertante moral: defender airadamente la vida de los no nacidos y pronunciarse con fervor por la rnuerte de los adultos que delinquen. Y todo ello, peor todav¨ªa, con el nombre de Dios en los labios.
Como aleccionador paradigina de lo dicho acabamos de escuchar las argumentaciones del fan¨¢tico reverendo irland¨¦s lan Pasley contra la recomendaci¨®n hecha por el Parlamento Europeo de que se suprima la pena de muerte. Aparte de considerar que tal cosa ?es un insulto a los que murieron violentamente?, a?ade que ?ser¨ªa una debilidad de la sociedad el no aplicar la m¨¢xima pena, recogida adem¨¢s en la Biblia?. Nos encontrarnos aqu¨ª de nuevo con esa utilizaci¨®n partidaria e hip¨®crita que desde siempre se ha hecho de los libros sagrados. Con ellos en la mano se hajustificado la segregaci¨®n racial, la quema de brujas, el dolor, la guerra y la pena como venganza -?ojo por ojo, diente por diente-, pero ?por qu¨¦ no se condena al que gana su pan con el sudor de los dem¨¢s o al que exige r¨¦ditos por su capital prestado? ?Por qu¨¦ los cristianos parecen siempre preferir el rayo y la c¨®lera de Jehov¨¢ al mensaje de paz y de perd¨®n de Jesucristo?
Adem¨¢s de todo esto, la justificaci¨®n pr¨¢ctica que los estamentos conservadores asignan a la pena de muerte repugna a todo esp¨ªritu recto. Aunque su aplicaci¨®n, efectivamente, disminuyera el n¨²mero de actos de violencia contra seres humanos, aun as¨ª, ser¨ªa condenable. La tortura, qu¨¦ duda cabe, es muy,eficaz en la lucha contra el terrorismo; ?habr¨ªamos entonces de propugnar que en las dependencias policiales se les arrancaran las u?as a los supuestos sospechosos o se les quernaran las plantas de los pies con cigarrillos con tal de obtener confesiones sobre sus planes o sus c¨®mplices? No se puede justificar ninguna muerte, pues en tal caso estamos justificando la muerte. Pero, adem¨¢s, estas razones de pragmatismo jur¨ªdico son falsas. En Francia, por ejemplo, la guillotina no impide que se produzcan unos 1.500 asesinatos anuales; en Dinamarca, con el d¨¦cimo de poblaci¨®n, s¨®lo se producen treinta.
En ¨²ltima instancia, aunque los sectores sociales partidarios de la pena de muerte no admitan este t¨®pico de su ejemplaridad, no son consecuentes con la finalidad que con tal castigo tratan de alcanzar. Si lo consideran tan disuasorio para los futuros asesinos, las ejecuciones deber¨ªan ser p¨²blicas, hacer obligatoria su asistencia a los ciudadanos y, a ser posible, someter a los reos a los mismos tormentos con los que la justicia francesa se veng¨® de Damiens, el frustrado asesino de Luis XV. Sin embargo, hoy las ejecuciones se realizan en las sombras del amanecer, dentro del ¨¢mbito mudo de los patios carcelarios. La sociedad se oculta para eliminar a sus criminales, avergonzada sin duda de sus propias leyes.
Y ni siquiera se tratar¨ªa de una ley del tali¨®n imparcial y bien equilibrada. Imposible igualar la situaci¨®n moral y material del que asesina impulsado por pasi¨®n pol¨ªtica, codic¨ªa o vesania, a la del juez que, parapetado tras el crucifijo y el C¨®digo Penal, al condenar a un reo a la ¨²ltima pena le hace sufrir mil noches el horror de la muerte, le da una espantosa agon¨ªa anticipada de meses e incluso de a?os.
Como dec¨ªa al principio, hoy ve mos c¨®mo.la sociedad, atenazada por la inseguridad ciudadana, el terrorismo y el paro, cuyos ecos agigantan de buena o mala fe Gobiernos y medios de comunicaci¨®n, pierde el escaso humanitarismo que una moral hip¨®crita ha depositado en su superficie con cuentagotas, para retornar a las formas primitivas de justicia. En Inglaterra, una encuesta realizada en abril de 1979 por The National Opinion Poll, dio el resultado de que un 84% de los consultados era favorable a la reposici¨®n de la pena de muerte para los terroristas que comet¨ªan asesinatos. En Francia, en octubre de 1978, fueron derrotados los abolicionistas en la Asamblea Nacional, por 271 votos contra 210 -toda la izquierda vot¨® contra le pena de muerte-, mientras en la calle, m¨¢s de un 60% de los ciudadanos respaldaba la decisi¨®n del Parlamento de mantener la pena capital. Consecuentemente, Val¨¦ry Giscard d'Estaing, del mismo modo que no se atrevi¨® a condenar la acci¨®n de Israel en Entebee porque un 70% de los franceses la aprobaron, autoriz¨® la ejecuci¨®n de tres penas capitales porque ten¨ªa la coartada de aquella proporci¨®n favorable a la justicia dr¨¢stica. Esto parece lo democr¨¢tico, pero ?es realmente as¨ª? Un partido pol¨ªtico representa, por supuesto, a sus electores, pero no puede limitarse a ser un gestor delegado de la res p¨²blica. Un programa pol¨ªtico es algo m¨¢s que eso. Encierra una concepci¨®n de una sociedad m¨¢s justa, de unos valores humanos. El papel de un Gobierno no puede limitarse a abolir y restablecer la pena de muerte al comp¨¢s de los deseos de la masa. En esto hay que reconocer a UCD -que no es precisamente el partido del que esto escribe- un alto sentido de lo que una fuerza pol¨ªtica vale como motor de un sentido moral, pues, como dec¨ªa Montesquieu, ?las leyes pueden poco si no consiguen tambi¨¦n influir sobre las costumbres?.
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