"Suspense" medieval
Cuando a Hitchcock le preguntaban qu¨¦ cosa era su famoso suspense sol¨ªa contestar con un ejemplo simple: ?Imag¨ªnese usted a un hombre sentado en el sof¨¢ favorito de su casa. Bajo ¨¦l hay una bomba a punto de estallar. El lo ignora, pero el p¨²blico lo sabe?.Imaginemos nosotros hoy que tal artefacto tiene forma de garrafa an¨®nima, sin precinto o marca y se halla llena de un l¨ªquido turbio y oleaginoso. Vino, como la mayor parte de lo que se fr¨ªe, come y bebe, en el cami¨®n habitual que con aires de mercado ambulante hace sonar su claxon a la entrada del pueblo. Como las nuevas t¨¦cnicas de venta y promoci¨®n han llegado a las entra?as m¨¢s apartadas del pa¨ªs, la raz¨®n de su compra estriba en el precio. Est¨¢ en oferta y resulta m¨¢s barato que los otros, demasiado econ¨®mico como para no tentar bolsillos que a¨²n guardan recuerdos de pasadas estrecheces. Sin embargo, la familia que la compr¨® no es la de menores recursos econ¨®micos; se hizo con ella porque tiene en puertas una pr¨®xima fiesta familiar en la que, a m¨¢s de parientes, asistir¨¢n, invitados a rosquillas y dem¨¢s fritangas, los amigos que a¨²n comparten suertes y comunes desgracias en torno al cerro de casas malparadas.
Tan malparadas se hallan que algunas ni siquiera tienen luz. La radio es apenas un lamento lejano que entre tormentas y estertores anuncia a los vecinos su pr¨®xima entrada en la OTAN o el Mercado Com¨²n. Curiosamente, se escuchan muy claramente emisoras de Par¨ªs o Lisboa que dicen poco a los sumisos radioyentes y, como la televisi¨®n s¨®lo muestra la cara muda del pa¨ªs entre aludes de nieve, ya se trate de agosto o de diciembre, s¨®lo queda la Prensa escrita, que, por demasiado cara y demasiado lenta, nadie compr¨® ni ley¨® nunca. Cabr¨ªa el recurso del tel¨¦fono, pero tal adelanto no lleg¨® todav¨ªa ni hay noticias de su pr¨®xima arribada. Seg¨²n parece, la vida y muerte de la comunidad no compensan los gastos que tan costosa instalaci¨®n supone.
As¨ª pues, la noticia ha llegado como en plena Edad Media, de boca en boca, a lomos de viajeros y tratantes, desde la capital y otros lugares m¨¢s favorecidos, y, como entonces, ha sido acogida con id¨¦ntica mezcla de fatalidad y escepticismo. Si no se sabe de qu¨¦ enfermedad se trata, si se ignora qu¨¦ caminos recorre, c¨®mo nos lleva al otro mundo o por qu¨¦ nos perdona, ?qu¨¦ hemos de hacer en ¨¦ste? Esperar o salir en procesi¨®n; dif¨ªciles remedios cuando no se tiene a mano cura que prepare el alma, ni m¨¦dico que enderece cuerpo y salud en caso de contagio. Como en tiempos del temido Almanzor, s¨®lo queda encomendarse al Se?or y que el destino decida.
Mientras tanto, los d¨ªas se consumen y el mercado ambulante sube y baja repartiendo embutidos, vino, queso, pescado salido de la mar qui¨¦n sabe cu¨¢ndo y latas de conservas desahuciadas. Nadie lo inquieta ni detiene en una carretera donde se multa a algunos conductores por no llevar cruzado sobre el pecho el europeo cintur¨®n de seguridad.
Cierto d¨ªa se conoce la primera novedad importante desde que all¨¢ en Madrid se inici¨® el mal todav¨ªa sin nombre, pero en eterno cuarto creciente. El mal -se dice- llega, como las viejas plagas de la Biblia, por el aire y al tiempo a ras de tierra por culpa de los fresones y los canes. Como la fresa siempre fue por all¨ª manjar desconocido, los vecinos respiran aliviados. Los p¨¢jaros no abundan; no hay aves de corral, y respecto a los perros no dan se?ales de perecer si no es del hambre secular que arrastran salvo cuando alguna oveja muere y devoran su carne.
Finalmente, otra voz ha comenzado a abrirse paso, gargantas arriba, al igual que ese camino, cord¨®n umbilical por donde va la vida de los que a ¨¦l se aferran todav¨ªa. Ha llegado ganando puentes, salvando vados, dejando atr¨¢s ventas y lomas susurrando su balance de muertes junto a o¨ªdos ni demasiado asustados ni, por supuesto, convencidos. La voz acusa a unas cuantas de esas garrafas negras, de burbujas pesadas como las heces que el r¨ªo arrastra cuando se secan las cloacas.
La primera respuesta viene en un gesto incr¨¦dulo. Si all¨¢ en Madrid se equivocaron tantas veces, ?por qu¨¦ no una m¨¢s? A fin de cuentas, por las mismas razones traer¨ªan la muerte los embutidos que nadie controla, el queso de cabra que alza la fiebre de chicos y grandes e incluso las conservas que se consumen en la misma capital sin que el envase explique durante qu¨¦ plazo, breve o largo, pueden sin riesgo tomarse. Adem¨¢s, las noticias siempre llegan precedidas de un ?parece ser? o un ?tal vez? o un ?nada asegurarnos?, que, unidas a las diversas cifras de enfermos y defunciones, levantan, entre cerros y montes, vagos recuerdos de remotos males. ?Qu¨¦ hacer con ese negro aceite? ?Tirarlo al r¨ªo y envenenar las truchas? ?Enterrarlo? ?Quemarlo? ?Delatar a quien lo vendi¨® cuando en Madrid nadie es culpable, responsable? Mejor seguir esperando un milagro y que la historia no vuelva a repetirse, aunque siempre queda el recurso de comparar el n¨²mero de muertos con el de epidemias anteriores, sufridas siglos atr¨¢s.
As¨ª, entre dudas, desconfianza y miedo de perder lo que cost¨® un dinero al que no se est¨¢ dispuesto a renunciar, el aceite sigue bajo el mismo esca?o de la cocina que ocupar¨¢n los invitados a la fiesta. El tiempo no perdona y la fecha se acerca. En ese mismo sof¨¢ de viejas tablas se sentar¨¢ la familia, el presidente, el secretario y alguna que otra fuerza viva m¨¢s, que bien puede dejar de serlo si la garr¨¢fa al fin se abre.
Puede que la familia lo haga y calle. Si tal cosa decide, s¨®lo ella lo sabr¨¢. Los invitados conocer¨¢n su suerte algo m¨¢s tarde, poniendo broche final y desenlace an¨®nimo a este curioso suspense del medievo a escala nacional.
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