Fil¨®sofos y te¨®logos espa?oles han debatido durante dos a?os sobre raz¨®n y religi¨®n
?Se hace filosof¨ªa cuando se pierde la fe?, dec¨ªa Ortega y Gasset quien de esta guisa se hac¨ªa eco de la perplejidad del fil¨®sofo Leibniz, que no entend¨ªa c¨®mo los te¨®logos, tan seguros ellos en sus respuestas a las preguntas de la visa, se met¨ªan en el berenjenal de la filosof¨ªa, siempre atacada por la corrosiva duda. A pesar de esta divisi¨®n de papeles -aqu¨ª el te¨®logo que todo lo sabe, all¨ª el fil¨®sofo que de todo duda-, un grupo de te¨®logos, fil¨®sofos y fil¨®sofos de la religi¨®n se ha entretenido durante dos largos a?os en di¨¢logos y soliloquios, mitad acad¨¦micos, mitad biogr¨¢ficos, sobre el viejo negocio de la relaci¨®n entre religi¨®n y raz¨®n.
?La gente de mi generaci¨®n?, contaba Javier Muguerza, ?tuvo su primera experiencia religiosa en forma de crisis: pas¨® de la piedad rutinaria al descubrimiento de la muerte de Dios?. Y con esa defunci¨®n se neg¨® a aceptar cualquier suced¨¢neo secular, incluido el consuelo de una posible norma universal dejusticia. ?Es posible la ¨¦tica en un mundo que ha levantado acta de la muerte de Dios, y con ella de todos los absolutos? El autor de la raz¨®n sin esperanza, para seguir el hilo de la pregunta, echa mano de dos autores tan dispares, a pesar de su com¨²n pedigr¨ª marxista, como son Ernst Bloch y Horkheimer.Marx hab¨ªa sugerido que la religi¨®n era ?el viejo sue?o de algo que hay que elevar a conciencia para poderlo poseer realmente?. A ello se aplica Bloch cuando dice que quiera transformar la esperanza, spes, en un futuro razonado, docta spes. Lo que pasa es que esa esperanza no apunta a ning¨²n Olimpo de dioses, sino a la emancipaci¨®n del hombre. El hombre, dice Bloch, no pec¨® cuando instigado por la serpiente b¨ªblica comi¨® del ¨¢rbol del bien y del mal. Su pecado es no haberla hecho suficiente caso y no haber asumido el papel divino. El hombre se ha arrugado ante la lujuriosa tentaci¨®n: ?Y ser¨¦is como dioses?. Pero Muguerza se planta ante ese futuro al que apunta la docta spes, si por futuro entendemos un lugar que nos espera, aunque sea bajo la forma de la certeza de que el hombre se encontrar¨¢ consigo mismo. Ese detestable mito de la autoidentidad del hombre convertir¨ªa a toda la filosof¨ªa en un serm¨®n moralista que nada espera porque todo lo sabe.
Por eso Javier Muguerza prefiere a Horkheimer, que tambi¨¦n apuesta por la emancipaci¨®n del hombre, pero que expande el aroma esc¨¦ptico de quien sabe que nadie se la toma en serio. Fue Horkheimer el que sentenci¨®: ?Toda pol¨ªtica que no incorpore una teolog¨ªa viene en ¨²ltima instancia a reducirse a asunto de negocios?. La teolog¨ªa a la que se refiere no es la ciencia de Dios, sino el anhelo de que la injusticia que caracteriza el mundo no perdure para siempre. Nada ni nadie nos espera de ninguna escatolog¨ªa, ni siquiera la certeza del triunfo final de la justicia. Para Muguerza, la actitud ¨¦tica es ?la invocaci¨®n de una causa perdida a sabiendas de que lo es, lo que por principio excluye toda posibilidad de consuelo?.
A una posici¨®n semejante arribar¨ªa Javier S¨¢daba, aunque por un camino bien distinto. Si fil¨®sofos y te¨®logos se ponen a hablar, no hay manera de eludir la pregunta por el sentido de la vida. Pero S¨¢daba desconf¨ªa de quien se precipita con una respuesta positiva (religiosa) o negativa (ate¨ªsmo), porque ambas salidas denotan que saben demasiado cuando la verdad es que lo que sabemos es como una isla rodeada de un continente que ignoramos. Lo que designa el continente no es lo que cae bajo nuestra experiencia, que es lo que conocemos, sino algo previo y fundamental que se nos escapa y que m¨¢s que significar al continente y s¨®lo habla de la isla. La pregunta por el sentido es in¨²til, ya que no tiene respuesta, pero su inutilidad vale la pena que se plantee porque permite reconocer los contornos limitados del conocimiento, que es una isla.
La fe del creyente no es la del carbonero
G¨®mez Cafarena, jesuita ¨¦l, confes¨® que la frase de Ortega anteriormente citada le hizo pupa en su juventud y se jurament¨® dedicarse a la filosof¨ªa porque se negaba a ser un fideista, expresi¨®n de altura para designar la fe del carbonero. ?S¨®lo cree de verdad?, dec¨ªa, ?quien est¨¢ dispuesto a dejar de creer si ve que debe hacerlo?. Este prop¨®sito de ver si no la racionalidad, s¨ª la razonabilidad de la creencia, encuentra un fiel valedor en el mism¨ªsimo Kant, que, como quien no quiere la cosa, deja caer esta frase: ?Deb¨ª destruir la ciencia para hacer un lugar a la fe. ?Destruir la ciencia?, esto es, acabar con la metafisica cl¨¢sica que se preciaba de cient¨ªfica; ?hacer un lugar a la fe?, no a la fe religiosa, sino a ?la fe racional?, sustrato racional de toda fe. Cafarena encontraba punto de apoyo en la existencia de un ?deseo radical?, por la trascendencia que ¨¦l emparentaba con la ?raz¨®n ut¨®pica? de Bloch. Ese deseo tan hondo y general no puede ser adobo ocasional.A estas alturas del debate, las cartas estaban perfectamente marcadas, pero lo suficientemente sorteadas como para que los ortodoxos de la ciencia y de la religi¨®n no supieran a cu¨¢l de ellas quedarse.
Una vuelta al manubrio da todav¨ªa Fernando Savater con su defensa de la piedad. Piedad es esperar, venerar, prometer. O, en frase de Mar¨ªa Zambrano, ?el saber tratar adecuadamente con lo otro?, con el lado oculto de la realidad. No es verdad como dice Lucrecio que el temor hizo a los dioeses: los dioses han surgido de la toma de conciencia por el hombre de su propio poder. Dios significa: todo es posible: ?Si la piedad tiene alg¨²n sentido es de recuperar la plena dimensi¨®n de lo posible, m¨¢ all¨¢ de la identidad?. Si la religi¨®n es eso, el caballero de la piedad no ser¨¢ el te¨®logo, sino el poeta, apostillaba Javier S¨¢bada. ?Desde luego?, replicaba Savater, ?despu¨¦s de Hegel creo que a un pensado no le queda sino el ser ?chico de los recados? de los cient¨ªficos o un pensador religioso.
Nunca estuvo, pues, la religi¨®n tan lejos de la ciencia ilustrada y tan cerca de los Fil¨®sofos. Pero ?qu¨¦ es esa religi¨®n? No hab¨ªa ning¨²n inter¨¦s en aislar ese extra?o cuerpo que como el paganismo en el cristianismo hace acto de presencia a poco que el fil¨®sofo se eche a andar. No es la religi¨®n, dec¨ªa Aranguren, identificable sin m¨¢s con lo que las iglesias, instituciones de las grandes religiones, quieren que sea. Puede ser hasta su contrario, como dec¨ªa Santesmases, recordando a Holderlin: ?Es el terror a la salvaci¨®n lo que nos hace huir despavoridos de las afirmaciones enf¨¢ticas sobre el sentido de la historia?. La lucha parcial, puntual no la hace quien conf¨ªa en el reino de Dios en la tierra porque ese ?se instala en la finitud?. Por paradojas de la dial¨¦ctica, la desaz¨®n contra la finutidad de la tierra funciona mejor si no se pierde de vista la negociaci¨®n de las grandes salvaciones y globalizaciones, ?por eso yo reivindicar¨ªa un ate¨ªsmo monote¨ªsta?.
Esa voluntad de recuperar la religi¨®n para la filosof¨ªa, la ¨¦tica y hasta la pol¨ªtica, iba de par con la cr¨ªtica a una ciencia orgullosa que pretend¨ªa monopolizar el concepto de raz¨®n. Hab¨ªa, por tanto, una cr¨ªtica generalizada a los planteamientos de la ilustraci¨®n que con toda pulcritud hab¨ªa emitido el juicio salom¨®nico que durante siglos iba a misa: por un lado, la raz¨®n cient¨ªfica, gestora eficaz de la realidad; por otro, la religi¨®n, entretenimiento privado del individuo hipotecado. La realidad, sin embargo, es m¨¢s compleja que lo que quiere la ciencia, ya que se pierde en el pasado y se abre al futuro.
Las m¨¢s breves y cautas fueron las palabras de los te¨®logos, por tanto, bien representados. Quiz¨¢ pasara en el ambiente la cita de Russell que dec¨ªa que los te¨®logos empezaron a hablar de demostraci¨®n racional de la existencia de Dios, cuando perdieron la hegemon¨ªa religiosa. O aquella observaci¨®n de Savater recordando que con frecuencia las armas argumentativas de la teolog¨ªa hab¨ªan sido las hogueras de la Inquisici¨®n.
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