La responsabilidad de la inteligencia
Hace escasos d¨ªas, unos cuantos amigos discut¨ªamos acerca de la cuota de responsabilidad que los intelectuales ten¨ªan con respecto al deterioro progresivo de los valores morales como fundamento de la democracia. Al referirnos, ineludiblemente, a nuestro pa¨ªs, ven¨ªamos a coincidir en que el abandono de la militancia y el creciente desinter¨¦s por la actividad pol¨ªtica de los intelectuales hab¨ªan tenido un efecto negativo, tanto para la convivencia como para la cultura.Porque se mire como se mire, y por m¨¢s que frecuentemente se censure y rechace la intromisi¨®n del Estado, inteligencia y pol¨ªtica van indisociablemente unidas en cualquier sociedad moderna. Bien entendido que esa relaci¨®n no deber¨ªa ser de complicidad, sino de cr¨ªtica y de denuncia. Pero, en cualquier caso, relaci¨®n al fin, y bien estrecha.
La deserci¨®n de la participaci¨®n pol¨ªtica -bajo cualquiera de sus m¨²ltiples formas- y el refugio en el ¨¢mbito de lo privado, han dejado a muchos ciudadanos sin referencias y sin argumentos que oponer a la continua propaganda del poder. Es cierto que en ocasiones muy se?aladas, y desde plataformas muy concretas (entre las que destaca las p¨¢ginas de este diario), algunos intelectuales han dejado o¨ªr su voz para oponerse a alg¨²n hecho particularmente repudiable.
Pero ni ese es el comportamiento general ni, desde luego, ha sido suficiente para evitar la continua repetici¨®n de hechos como los eventualmente denunciados. El que en un determinado momento la sensibilidad de un intelectual se haya visto alterada no significa en ning¨²n caso que la actitud global en los ¨²ltimos tiempos haya sido participativa y vigilante.
Se puede arg¨¹ir que la permeabilidad del poder es muy escasa y que la capacidad de influencia del intelectual sobre gobernantes y gobernados ha disminuido sensiblemente. Pero, con todo y con ello, tal situaci¨®n no debe convertirse en un pretexto para el abandono: al fin y al cabo, una de las caracter¨ªsticas de la acci¨®n moral es crear su objeto afirm¨¢ndolo.
Porque, adem¨¢s, aunque las voces de los intelectuales no logren acallar el ruido de las armas, su acci¨®n -al denunciar la mentira y las arbitrariedades del poder- tiene una dimensi¨®n m¨¢s profunda: si la ¨²nica oposici¨®n fuera la de los intelectuales, los gobernantes har¨ªan, bien es cierto, cuanto les viniese en gana. Pero no lograr¨ªan, sin embargo, que sus actos fueran ?santificados?.
Y esa bendici¨®n de los intelectuales, que el poder acostumbra a buscar por los medios m¨¢s diversos, constituye su arma m¨¢s poderosa. Concederla o negarla posee una importancia singular que en ning¨²n caso puede reducirse a su significado como testimonio de disentimiento o a su aportaci¨®n para juicios futuros. Sea cual fuere la legitimaci¨®n de origen en que los gobernantes. apoyan el ejercicio de su poder, la conducta de los intelectuales ha de afectar a su comportamiento.
De ah¨ª, precisamente, el temor que con frecuencia suscitan. Y debido a ello, tambi¨¦n los permanentes intentos de acallar, mediante represi¨®n o corrupci¨®n, a cuantos disponiendo de ese particular valor simb¨®lico de referencia puedan potencialmente ejercerlo en sentido contrario a los intereses de los poderosos. El relato que Lilian Hellman nos ofrece en su Tiempo de canallas constituye todo un paradigma de lo dicho.
Es sumamente costoso, desde luego, mantener una actitud de permanente vigilancia. Se requiere, entre otras cosas, disponer de un grado de independencia -econ¨®mica, psicol¨®gica, social- de muy dif¨ªcil logro en una sociedad en donde la divisi¨®n del trabajo y la interdependencia ha alcanzado cotas elevad¨ªsimas. Es preciso ese valor que s¨®lo proporcionan la gallard¨ªa y las convicciones profundas. Y se corre el riesgo de caer en un peligroso aislamiento que genera mesianismo y desd¨¦n por las creencias, que acaso sin ser morales ni tan siquiera veraces, son, no obstante, las m¨¢s extendidas.
Cuando entre intelectuales y gobernantes hay enfrentamiento, este combate es tan desigual y decidido de antemano que al frontalizarse quedan pocas posibilidades de ¨¦xito. Sin embargo, suelen existir resquicios en donde caben actuaciones puntuales. El caso Dreyfuss -recordado aqu¨ª reciente y oportunamente por Senillosa- constituye, sin duda, un buen exponente de ello. Y aunque en un balance global significa poco m¨¢s que un hecho aislado que se sald¨® con un resultado satisfactorio, sirve, empero, como muestra de que no todo esfuerzo es bald¨ªo.
Desde hace unos meses ha comenzado a hablarse de la necesidad de lo que llaman un ?rearme? c¨ªvico o moral. Frente a los criterios que los poderes mantienen de ?no proliferaci¨®n?, hay quienes defienden la necesidad de reafirmar e incrementar el arsenal de valores que posibilita una convivencia m¨¢s satisfactoria. Pocas dudas caben acerca de la conveniencia de tal tarea, aunque los tiempos no sean muy propicios y el des¨¢nimo se haya impuesto por doquier. La primac¨ªa en la consideraci¨®n general de los valores de orden pr¨¢ctico, la dictadura del pragmatismo de corto alcance, no es, desde luego, el mejor est¨ªmulo.
Pese a ello, tampoco la marginaci¨®n y el aislamiento contribuyen a mejorar la situaci¨®n. No se trata ni de condenar a todo y a todos -que es lo mismo que hacerlo con nadie- ni de aburrir con sermones moralizantes de p¨²lpito culterano. Los intelectuales no son minor¨ªas elegidas en cuyas manos los pueblos depositan la salvaguarda de sus valores de mayor permanencia que se han mostrado convenientes. Son, algunas veces, individuos dotados de una mayor informaci¨®n, lucidez y capacidad para desvelar lo falso, y por ello mismo pueden ayudar en la b¨²squeda colectiva de lo mejor. Planteada as¨ª, con toda su modestia, pero sin merma de su importancia, su tarea tiene una conformaci¨®n tangible e insustituible, eficiente y solidaria. Y abandonar este cometido equivale, de un modo u otro, a finalizar convirti¨¦ndose en c¨®mplices. Una complicidad a la que se llega pasando de la denuncia a la aceptaci¨®n silenciosa, y del silencio al halago interesado. Entonces es cuando el poder avanza incontenible en el ejercicio de unas tropel¨ªas que ya, ante los ojos de todos, aparecen ensalzadas.
Y exactamente en ese punto es donde la responsabilidad de los intelectuales aparece en toda su desnudez. Sometidos a los intereses, mucho m¨¢s que a los perjuicios, contribuyen a institucionalizar un orden de cosas en el que todos los valores quedan trastocados: en donde la villan¨ªa se toma en valent¨ªa, y la humillaci¨®n, en sentido del deber. Por eso, precisamente, aunque los intelectuales no puedan evitar que se cometan cr¨ªmenes, s¨ª pueden contribuir a que quienes aquello hagan sean llamados criminales. Si tal cosa se consigue se habr¨¢ dado un importante paso.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.