La espada de Al¨¢
El lugar convencional de vigencia en el que antes y despu¨¦s de un juego, una lucha deportiva -digamos un encuentro de boxeo-, los contendientes se suelen dar la mano es un lugar exterior y superior al lugar de la contienda y en el que la constricci¨®n l¨²dica -la virtualidad y obligatoriedad por la que todo juego se gobierna- queda en suspenso y se revala, por tanto, relativa, o sea, no necesaria en un sentido omn¨ªmodo, al par que los contendientes se revelan libres y a salvo con respecto a ella, exonerados del papel de antagonistas que en el seno de ella se les impon¨ªa. Es, justamente, esta libertad, esta inmunidad lo que en el protocolo de darse la mano antes y despu¨¦s se afirma y representa. Cuando la guerra sube a combatirse a los eternos, collados celestiales de la universalidad aspira acaso a no dejar por encima de s¨ª misma es trato alguno en que la causa pueda -como s¨ª hemos visto que puede y hace en la lucha deportiva- ser puesta en suspenso ni, por tanto, arriado o apagado el correspondiente antagonismo. La causa quiere prevalecer, preponderar, permanecer m¨¢s all¨¢ y por encima de cualquier cosa de la tierra, del cielo o del infierno; quiere ser ella el exterior extremo, plantar su trono sobre las estrellas, lo que es id¨¦ntico a no consentir instancia alguna ante la que quepa apelar de ella, que ser¨ªa tanto como recono cerle un l¨ªmite, por alto que haya de ser, a su vigencia. Para el que, como Eisenhower, necesita -por exigencias morales, cuya sinceridad subjetiva corre pareja y se halla en relaci¨®n directa con su miseria intelectual- sentir su guerra a nivel de universal, como dir¨ªa un periodista, cualquier caballerosidad con el enemigo, equipar¨¢ndose, con pleno fundamento y propiedad, a las usuales cortes¨ªas entre los antagonistas de un combate de boxeo, supondr¨ªa ofender y escarnecer la suprema dignidad que aspira a reclamar para su causa, al trabar por sobre su cabeza relaciones que, por lo mismo, tendr¨ªan que reputarse de un rango inferior, o tal caballerosidad quedar¨ªa expuesta a verse interpretada como un incontestable desmentido de aquella pretendida universalidad, supuesto que en la admisi¨®n de su posibilidad resultar¨ªa reconocido un orden de humanidad que rebasa y subsume el de la causa misma, tal como hemos visto que en el darse la mano de los contendientes de una lucha deportiva se trasciende el orden de vigencia -o realidad- de su pelea y se la convierte, respecto de este otro orden superior, precisamente en juego. Y esto es lo que, en la moral ecum¨¦nica, tiene la guerra, cada vez m¨¢s horror a sospechar de s¨ª misma.Pura ficci¨®n ceremonial
Dicho desde otro sesgo, el que la guerra renunciase a reservarse el grado m¨¢ximo de universalidad, tolerando -aunque nada m¨¢s sea bajo el entendimiento de rito y simulacro- acciones o ademanes que suponen ese estrato exterior o superior -metaling¨¹¨ªstico, si se me admite la met¨¢fora-, equivaldr¨ªa para ella a declararse o reconocerse no ya omn¨ªmodamente necesaria, sino, en el grado que fuere, facultativa, al cabo, como el juego. Para garantizar la propia causa contra cualquier posible puesta en cuesti¨®n o en entredicho, lo m¨¢s seguro, es negar o eliminar hasta la imagen, hasta la pura ficci¨®n ceremonial, de un orden de libertad o de una instancia de conocimiento en que tal puesta en cuesti¨®n sea tan siquiera posible o concebible; y no otra cosa viene a ser, tal vez, para el esp¨ªritu ecum¨¦nico, el execrado fantasma de lo caballeresco, que la ilustrada racionalidad llegada a cumplimiento est¨¢ acabando de borrar del mundo como a una pura aprensi¨®n supersticiosa que es necesario exorcizar, hundir en el descr¨¦dito, como la trivial f¨¢bula del duende del castillo, del alma en pena del antiguo caballero que ha bita en la armadura.
Tal me parece que debe de ser el mecanismo por el que la universalidad y la necesidad, en la acepci¨®n que fuere, se muestran tan inclinadas a venir de la mano como dos hermanas, sin que se pueda, o tan siquiera quepa, discernir a ciencia cierta si los generales imbuidos de esp¨ªritu ecum¨¦nico proclaman la universalidad de su causa para recibir el refrendo moral que, en la moderna ideolog¨ªa, proporciona la necesidad, o si tratan, inversamente, de encerrarse -y a menudo tal vez no s¨®lo ideol¨®gicamente- en la necesidad, para que se le concedan a su causa el cr¨¦dito y los honores de la universalidad, o si, por ¨²ltimo, procuran a la vez, entrecruzada, simult¨¢nea y confundidamente, la una y la otra cosa.
Cuando no hay ning¨²n estrato superior a la guerra, ¨¦sta deja de ser, en cierto modo, algo que se hace para pasar a ser algo a lo que se pertenece, ya que, por definici¨®n, ser pleno autor, pleno sujeto de una acci¨®n es conservar al menos un reducto a salvo de ella, por encima de ella; es, seg¨²n el feliz hallazgo calderoniano (que, al margen de su m¨¢s o. menos torpe y pobre desarrollo literario, encierra la m¨¢s alta concepci¨®n del albedr¨ªo, y fue, por cierto, inolvid ablem ente renovado por Kafka en el famoso Teatro Natural de Oklahoma de su novela Am¨¦rica), guardar con el papel de agente que en cada acci¨®n se encarna una relaci¨®n virtualmente an¨¢loga a la que en el teatro guarda el actor con su propio personaje.
Pero los generales de hoy, envenenados de conciencia hist¨®rica y esp¨ªritu ecum¨¦nico, no quieren albedr¨ªo sino necesidad, no quieren voluntad sino destino, no quieren autor¨ªa sino mandato. Obedeciendo al general descr¨¦dito de toda subjetividad, aspiran a que su propio nombramiento se halle inscrito entre las determinaciones objetivas de la Historia. El sentimiento moral de Eisenhower -y acaso el de la mayor parte del pueblo norteamencano- no pod¨ªa aplacarse con ser sencillamente el que lo ha hecho, como autosustent¨¢ndose en las solas credenciales subjetivas de una iniciativa contingente y una decisi¨®n particular, aut¨®ctona, sino que necesita ser qui¨¦n para hacerlo, ?tener t¨ªtulos? para ello -por aplicar en un m¨¢s vasto y radical sentido la expresi¨®n del derecho de guerra del padre Vitoria-, que en su caso significaba nada menos que arrogarse la superior autoridad de llamado a tal empresa, destinado a ella. Y por cierto que la imaginer¨ªa ideol¨®gica adecuada al caso ten¨ªa ya un se?alado antecedente entre el pueblo americano en la doctrina del Destino manifiesto, que fue la racionalizaci¨®n moral lucubrada para justificar y hasta apoyar el exterminio de los pieles rojas, como el mandato de Yav¨¦ lo fuera para el de los cananeos por el pueblo de Israel.
Eisenhower necesitaba que a su hierro, a su fuego, a sus banderas les fuese acreditado el carisma objetivo, que es siempre algo heter¨®tiomo respecto de la propia, espont¨¢nea iniciativa, algo que se remite a una instancia superior, ya sea Dios, ya la Historia, ya el Destino, o cualquier otro nombre que le ponga usted. Tal vez tras el curioso efecto -algo chocante para la m¨¢s directa apariencia etimol¨®gica- de,que la autoridad moral para una acci¨®n no vaya unida a la autor¨ªa, sino al mandato, de que no sea algo que se le reconozca al que se presenta como autor, sino al que se proclama simple mandatario, se esconde la ya antigua funci¨®n de la moral como instrumento irresponsabilizador (y de manera especial precisamente, respecto de la guerra, donde cualquier tratado o compendio teol¨®gico o moral acostumbra a carecer del m¨¢s m¨ªnimo ¨¢liento de reflexi¨®n ¨¦tica y suele, presentar el deprimente y despreciable aspecto de prontuario de coartadas morales), pues si con larga y despreocupada consecuencia se persigue la idea de responsabilidad, se llega a la evidencia, o al menos al vislumbre, de que ser verdaderamente responsable -verdadero sujeto, verdadero autor- es siempre, inevitablemente, ser culpable. Y cualquier otra cosa ha de quedar para los ni?os.
La guerra santa
Si es motivado, es significativo, y si s¨®lo es casual, no deja de ser simb¨®lico el que el primer gran general de la yihad -la guerra santa de quienes inventaron o determinaron por primera vez el g¨¦nero-, el terrible Jalid Ibn Al-Walid, recibiese un sobrenombre de instrumento: La Espada de Al¨¢.
La guerra santa es, en efecto -en el monote¨ªsmo, claro est¨¢, que es su ¨¢mbito nativo y su supuesto necesario-, la guerra m¨¢xima, la guerra de suprema y total universalidad, y el hombre no puede, por tanto, si es cierto lo observado en el p¨¢rrafo anterior, ser pleno sujeto, pleno autor respecto de ella, sino tan s¨®lo instrumento o mandatario. En ella el hombre toma conciencia hist¨®rica -por decirlo con la abominable f¨®rmula vigente- de instrumento divino, mandatario de la divinidad, lo que hace inferir para la guerra misma igual car¨¢cter de instrumento de los designios del Se?or.
Por este lado es, pues, por donde estimo que el escandalizado repudio moral, por parte de Eisenhower, de cualquier tradici¨®n caballeresca -repudio que creo haber relacionado con suficiente fundamento con la necesidad, la universalidad y la instrumentalidad, tomadas en s¨ª, sin m¨¢s, como categor¨ªas morales- est¨¢ en perfecta concomitancia y congruencia con el t¨ªtulo de sus memorias de guerra: Cruzada en Europa, o sea, con la calificaci¨®n de cruzada o guerra santa que la segunda guerra mundial reclamaba en su conciencia.
Por lo dem¨¢s, el propio general, en el pasaje de la obra en que comenta su actitud para con Von Arnim, establece la m¨¢s directa relaci¨®n entre esta calificaci¨®n y aquel rechazo, seg¨²n se ver¨¢ en la cita del pasaje que transcribir¨¦ entera y literalmente en la entrega de ma?ana.
Mientras el oscurantismo medieval -testigo de vergonzosas elegancias caballerescas entre guerreros de Dios, como Ricardo Coraz¨®n de Le¨®n y Saladino- estaba todav¨ªa tan impregnado de prejuicios caballerescos que hasta la propia Iglesia se dej¨® influir, cayendo en la incongruente ingenuidad de excoinulgar la ballesta en el primer momento de su aparici¨®n -horrorizada, sin duda, ante su muy superior capacidad mort¨ªfera con respecto al arco-, hoy, superadas al fin aquellas inconsecuentes e irracionales pervivencias del polite¨ªsmo, triunfante al fin la ecum¨¦nica moral monote¨ªsta frente a los ¨²ltimos residuos de la moral de honor, la Iglesia se ha despojado y liberado totalmente de su vieja y cerrada intolerancia, y adelantos tan eficaces como el napalm pueden al fin desarrollarse y circular honrada y libremente, sin tener que sentirse m¨ªnimamente amenazados por la sombra obtusa y cavern¨ªcola de una posible excomuni¨®n. Los gratuitos prejuicios de la moral de honor distingu¨ªan, como con una especie de dogm¨¢tico apriorismo, entre armas nobles y armas infames; la moral ecum¨¦nica ha venido a dejar en claro, de una vez por todas, que las armas en s¨ª mismas no pueden ser buenas ni malas.
Mandato de la historia
Y cuando se es la Espada de Al¨¢, cuando se ha sido designado para cumplir los siempre inescrutables designios del Alt¨ªsimo, cuando se ha recibido el mandato de la Historia para una misi¨®n civilizadora, cuando se est¨¢ se?alado por un Destino Manifiesto, cuando la causa por la que se combate es nada menos que La Revoluci¨®n o nada menos que La Causa de la Humanidad, cuando se es, en una palabra, por fas o por nefas, el Esp¨ªritu Universal a Caballo -a tenor de la grotesca y repelentemente reverencial mirada que tuvo Hegel para Napole¨®n- no se tiene derecho a comprometer m¨ªnimamente la victoria vacilando ante la pretendida infamia de determinadas armas, ante la aparente inhumanidad de ciertos medios. Es la moral ecum¨¦nica, fundada y difundida por los monote¨ªsmos, la que, remasticada con saliva de racionalidades laicas, ha vuelto a abrir los caminos de la guerra hacia una nueva e ilimitada barbarie. As¨ª pues, la inhumanidad pavorosamente creciente de la guerra moderna en modo alguno se deriva de una presunta concepci¨®n profana o hasta atea, sino todo lo contrario: de una honda asimilaci¨®n -bajo representaciones s¨®lo superficialmente seculares- de rasgos religiosos, en el particular sentido, claro est¨¢, de la religi¨®n monote¨ªsta. No s¨®lo una u otra guerra, esta o aquella contienda, sino incluso la propia guerra como instituci¨®n en s¨ª parece, en alg¨²n grado, haber aprendido a penetrarse y tomar en s¨ª misma los caracteres de cruzada, porque bajo la moral ecum¨¦nica imperante son esos caracteres los que consiguen, como ¨²nica coartada moral inapelable, el silencio y la sumisi¨®n de las conciencias.
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