El ba¨²l de Concha Piquer
Se arranca a la primera y remata hasta el burladero, luego te mira encampanada con ojos de mora valenciana desafiante, a ver qu¨¦ pasa, aqu¨ª estoy yo, Concha Piquer, ?pasa algo? Su marido, Antonio M¨¢rquez, que fue matador, se lo tiene dicho: ?Concha, si fueras toro, te cortar¨ªan siempre las orejas?. Es el car¨¢cter que le ha dado Dios. Se mueve ahora por casa con el pu?o en la cadera y el andar jacarandoso, soltando luces de oro y gui?os de diamante y al primer ramalazo en seguida se nota que est¨¢ acostumbrada a mandar. Pero por debajo de una apariencia de hembra dura de pelar se le ve todav¨ªa el lacito de ni?a arriscasa del barrio de Sagunto, en Valencia.-Yo llegu¨¦ al mundo cantando. Seg¨²n dijo mi madre cuando yo nac¨ª, que fue un 8 de diciembre, d¨ªa de mi santo, al campanero del Miguelete lo mat¨® un rayo y en ese instante mi madre dio un grito enorme y en medio de ese grito y del trueno nac¨ª yo. Mi padre cogi¨® una borrachera y se cay¨® en una acequia. ?Quieres saber c¨®mo cant¨¦ mi primera canci¨®n? La cosa fue que mi madre tuvo primero cuatro hijos y todos murieron a los tres a?os, no se sabe por qu¨¦. Alguien dijo que por mal de ojo, de lo guapos que eran. Al nacer yo todos esperaban que muriera, pero resist¨ª, ya lo ves. Ten¨ªa yo cuatro a?os y hab¨ªa pasado ya la barrera fatal y mi madre estaba embarazada de ocho meses cuando a mi padre le operaron de almorranas. Fui con ella al hospital y mi madre al ver la primera camilla cogi¨® un susto tremendo, se fue corriendo a casa y abort¨®. Naci¨® el ni?o muerto. Y aquella tarde mi madre estaba durmiendo tranquilita, la pobre, en la habitaci¨®n casi a oscuras y junto a su cama hab¨ªan colocado una mesa con el ni?o dentro de un ata¨²d, todo ensangrentado como estaba. Entonces fui muy despacito, me sub¨ª a una silla, puse las rodillitas encima de la mesa, cog¨ª al ni?o por aqu¨ª, as¨ª, lo saqu¨¦ del ata¨²d y me fui a la calle con ¨¦l, me sent¨¦ en la puerta de casa y empec¨¦ a mecerlo. El ni?o estaba lleno de sangre. Y le cant¨¦ una coplilla que aprend¨ª de o¨ªrsela a una ciega del barrio. Como arenita de oro / que se lleva el r¨ªo, que se lleva el r¨ªo / se aleja de la orillita / c¨®mo se aleja, tarar¨ª, tarar¨¢ no s¨¦ qu¨¦ de mi ni?o. Esta fue mi primera canci¨®n. Ya digo, ten¨ªa yo cuatro a?os.
El padre era un alba?il que se rizaba el bigote en la peluquer¨ªa cada s¨¢bado y una cirrosis se lo llev¨® de joven al otro mundo. La madre era modista de barrio. Iba con delantal negro y unas tijeras colgando, como la abuela Marianeta, que fue pantalonera y comadrona y llevaba un mo?o de valenciana traspasado con grandes agujas. Entonces la calle de Sagunto era un rabo de la ciudad en la huerta donde se alternaban escaparates y campos de cebollas, rieles de tranv¨ªa y maizales y se ve¨ªa alg¨²n municipal con gorra de plato rodeado de lechugas. All¨ª naci¨® Concha Piquer hace 72 a?os. Pero el m¨¦dico recomend¨® al padre que cambiara de aires y el buen alba?il por todo lujo se traslad¨® con toda la familia a Benicalap, un par de kil¨®metros m¨¢s all¨¢. La ni?a nunca fue a la escuela. Se limitaba a llevar un kiki en el pelo, con un lazo colorado para evitar el mal de ojo y a cantar todo el d¨ªa. La abuela Marianeta dec¨ªa que ten¨ªa voz de demonio.
-Un d¨ªa -yo era un mono de once a?os-, y sin que mi madre lo supiera, me fui a hablar con el due?o del teatro Sogueros, en la calle de Jordana, y le dije: ?Vengo a cantar?. El hombre me mir¨® de arriba abajo y contest¨®: ?Canta, que te oiga?. Y vestida de marinerito le pas¨¦ todo el repertorio. Cuando par¨¦, me dijo: ?Vente el domingo?. Me dio un duro, pero yo no le dije nada a mi madre. Y me guard¨¦ el duro. Y as¨ª me tuvo aquel se?or cuatro domingos. Iba, cantaba, me daba un duro y me volv¨ªa a pie a Benicalap. Y a la cuarta vez me dijo el empresario: ?Que venga tu madre que quiero hablar con ella?. Vino mi madre y le dijo: ?A esta ni?a hay que meterla en una academia?. Y fui a la academia del maestro Laguna y all¨ª aprend¨ª algunas reglas. En seguida debut¨¦ en el Apolo en plan figura. Despu¨¦s hice algunos bolos y en el teatro Kursal me vio el maestro Penella y me contrat¨® para llevarme a M¨¦xico. Pero mi destino de ni?a est¨¢ unido a la obra El gato mont¨¦s, que se estren¨® en Valencia no s¨¦ qu¨¦ a?o. Mi madre, como era modista, se pasaba todo el d¨ªa cosiendo, y mi padre, despu¨¦s de rizarse el bigote en la peluquer¨ªa, alg¨²n s¨¢bado me llevaba al teatro. Una vez fui con ¨¦l a ver El gato mont¨¦s, y como no hab¨ªa de aqu¨ª, o sea dinero, ¨ªbamos a la azotea. Aquel d¨ªa en la cola, mi padre me dijo: ?Al pasar por delante del portero te haces chiquitita, chiquitita, y te cuelas, a ver si sabes?. Yo llevaba en el pelo un lazo colorado contra el mal de ojo, me lo hab¨ªan plantado en casa como amuleto de la suerte para ver si ten¨ªa mejor salida en la vida que mis hermanos muertos. Entonces, al entrar en el teatro, trat¨¦ de escabullirme entre algunas piernas, pero el gacho de la puerta me hizo as¨ª, me trinc¨® por el kiki y se qued¨® con el lazo de la fortuna en la mano. Pas¨¦ corriendo. Y mira por d¨®nde, todo lo que soy se lo debo al Gato mont¨¦s, que fue la ¨®pera que llev¨® Penella a Nueva York, donde yo me hice. El lazo no lo volv¨ª a recuperar y a partir de ah¨ª me convert¨ª en estrella.
Iron¨ªa de litoral
Hay dos Solanas en la pared y un canario en la jaula, vitrinas con abanicos y medallas, retratos de la diva al pastel, de una belleza de calendario. En la Gran V¨ªa de Madrid zumba el tr¨¢fico con un ronroneo que hace vibrar los cristales. Concha Piquer est¨¢ ahora sentada en un sill¨®n como una valenciana de la huerta que el granmundo ha esmerilado, o al rev¨¦s, como una se?ora fina, arreada de oros, que no ha podido olvidar el arrabal de su infancia. Tiene los ojos negros llenos de humedad y un aire de mujer aventada, de esas que paran los pies al m¨¢s pintado, pero esa dureza se humaniza en la carcajada socarrona, en las ojeras cuarteadas, en una iron¨ªa de litoral.
-Ten¨ªa trece a?os cuando llegu¨¦ a Nueva York, camino de M¨¦xico, contratada por el maestro Penella para bailar la farruca y cantar la gitanilla de El gato mont¨¦s. Pero en la parada en Nueva York se estaba montando la obra en ingl¨¦s para estrenarla en el Park Theatre, un local que luego compr¨® el tal Hearst, abuelo de esa ni?a pantera de la metralleta, para poner las pel¨ªculas de la Marion Davis. El teatro estaba en Columbus Circus, en la calle 49. Ya no existe. Yo no ten¨ªa que actuar porque no sab¨ªa ingl¨¦s. Bueno. no sab¨ªa ni castellano; imag¨ªnate, acababa de salir de Benicalap, ya me contar¨¢s. Entonces yo estaba con mi madre sentada en el patio de butacas viendo el ensayo general con toda la orquesta y en el intermedio pas¨® el empresario John Cort, me vio all¨ª, y como yo no era de la compa?¨ªa, pregunt¨®: ??Qui¨¦n es esta ni?a??. Penella contest¨®: ?Una que me llevo a M¨¦xico?. ??Sabe cantar??. ?S¨ª, sabe cantar, claro?. ?Bueno, pues que cante?. El maestro Penella me hab¨ªa hecho una canci¨®n llamada La maja de rumbo para cantarla en el barco cuando pasara la l¨ªnea del ecuador. Sub¨ª y la solt¨¦. Y all¨ª se cayeron los palos de sombrajo. El empresario dijo al instante: ?Esta ni?a tiene que debutar aqu¨ª ma?ana?. Y empez¨® el l¨ªo. Penella, durante la noche, me compuso una canci¨®n que titul¨® El florero. Era un preg¨®n de un muchacho andaluz; yo, sal¨ªa vestida de chico con una cesta de esas con que venden mariscos en Sevilla, pero con flores. Y como no ten¨ªa ropa ni nada, me puse unos pantalones del maestro Penella que era peque?o y delgadito, una guayabera de dril que me hizo mi madre en unas horas, un pa?uelito rojo y una gorrita, y aqu¨ª me tienes que aprend¨ª la canci¨®n en una noche y al d¨ªa siguiente en el ensayo general fue un clamor. Par¨¦ el es-
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pect¨¢culo. Como mi nombre no figuraba en la compa?¨ªa, los periodistas me bautizaron como The Flower's Boy para los restos. Fue la novedad de cantar en espa?ol, yo no s¨¦ lo que ser¨ªa; un milagro de la virgen de los Desamparados, pero el caso es que el d¨ªa del estreno me hicieron repetir la canci¨®n hasta seis veces, y cuando el maestro daba con la batuta en el atril para volver a empezar se me nublaban los ojos de gusto. A los pocos d¨ªas se recibi¨® un contrato de los hermanos Schubert, que eran propietarios de cincuenta teatros, por cinco a?os, a raz¨®n de 350 d¨®lares a la semana. Y as¨ª me tuvo Schubert cantando El florero durante un a?o entero en el Winter Garden, de la calle 52, y Broadway. Trabaj¨¦ con todas las figuras del momento desde Al Johnson al ¨²ltimo mono. Era el a?o 1922 y yo en seguida empec¨¦ a hablar ingl¨¦s como un loro. Viv¨ªa con mi madre en un apartamento, en el 204 de la calle 59 con Central Park, pagaba 350 d¨®lares de alquiler y mi madre se echaba las manos a la cabeza, pero yo le dec¨ªa: ?No vamos a vivir bien con el hambre que hemos pasado en Benicalap? Ni hablar. Mi madre cocinaba, iba a la plaza y cuando quer¨ªa un pollo le cantaba quiquiriqu¨ª al tendero. Luego ella se tuvo que venir a Espa?a porque mis hermanas hab¨ªan enfermado de tifus, y me qued¨¦ sola en Nueva York, a los diecis¨¦is a?os. Entonces all¨ª hab¨ªa muy pocos espa?oles; recuerdo que un d¨ªa encontr¨¦ a unos por la calle y los segu¨ª durante una hora para o¨ªr hablar castellano. All¨ª conoc¨ª a Castroviejo, al duque de Tovar, a los hermanos Figueroa, que eran chicos estudiantes.
Un lamento de saxof¨®n
Nueva York era todo un lamento de saxof¨®n. Las funerarias ten¨ªan un garito en el s¨®tano y los f¨¦retros estaban llenos de botellas de whisky. En la puerta de cada lavander¨ªa hab¨ªa un gangster con traje a rayas y borsalino hasta las cejas soplando el ca?¨®n humeante del rev¨®lver displicentemente apoyado en la pared. Los h¨¦roes mor¨ªan acribillados en una peluquer¨ªa con media cara llena de espuma, y Harlem era todav¨ªa un barrio elegante para los blancos calaveras que se acercaban hasta all¨ª a o¨ªr a negros sudados tocar la trompeta con ojos desorbitados como huevos de paloma. Conchita Piquer creci¨® y se hizo mujer en Nueva York. All¨ª aprendi¨® a leer y a escribir por su cuenta, palote va, palote viene, y con un dedito d¨¢ndole al teclado de una m¨¢quina Corona.
-Yo no alternaba, no pude saborear la vida de Nueva York, tampoco ahora hago vida social. Soy un poco mujer de k¨¢bila. Me patea ir a un c¨®ctel donde no conoces a nadie y te expones a que se te acerque una t¨ªa sonriendo y te pregunte: ?Usted es Conchita Piquer; ?por qu¨¦ no nos canta una cancioncita??. Y eso me sienta como el s¨¦ptimo merengue. Nunca he sido juerguista. En Nueva York me qued¨¦ sola, y para sentirme m¨¢s cerca de mi gente, de mi tierra, le¨ªa novelas de Blasco Ib¨¢?ez, a quien conoc¨ª un d¨ªa comiendo. Al poco tiempo estaba yo tan triste, a mis dieciocho a?os, que le dije a Schubert que quer¨ªa ir a ver a mi madre. Prepar¨¦ el viaje a Espa?a a lo grande. Mand¨¦ 14.000 d¨®lares a trav¨¦s del National City Bank; el maestro Penella vino a esperarme a Chesburgo, y desde all¨ª fuimos a Par¨ªs. Me hice ropa de dentro, de fuera, de todo, como una gran estrella, y en Madrid me instal¨¦ en el hotel Palace; ah, s¨ª, si; yo siempre a la grand du monde, y era tan menor de edad que los del Banco Hispano Americano no quisieron darme los 14.000 d¨®lares, que eran m¨ªos, m¨ªos, m¨ªos, si mi madre no me firmaba un poder. Bueno, despu¨¦s fui a ver a la Virgen de los Desamparados y ya me dio pereza volver a Nueva York. Cada semana recib¨ªa un telegrama de Schubert reclam¨¢ndome, y yo le contestaba, el pr¨®ximo mes, el pr¨®ximo mes.
Aqu¨ª debut¨¦ en el Romea, de la calle de Carretas, y estren¨¦ Suspiros de Espa?a y La Maredueta, que es una cosa, que cuando la canto, ah¨ª la pringo, siempre doblo, lloro yo, lloran los m¨²sicos y moquea todo el mundo. Luego me contrat¨® Benito Perojo para hacer el Negro que ten¨ªa el alma blanca, y Cifesa me llam¨® para que fuera de fin de fiesta en cada estreno de la pel¨ªcula. Ah¨ª es donde me vio Antonio M¨¢rquez, mi marido, qu¨¦ es ese se?or que acaba de entrar por la puerta, y se enamor¨® de m¨ª. Yo lo hab¨ªa visto torear y ya me hab¨ªa fijado en sus ojos azules; le llamaban el Belmonte rubio, y pens¨¦ que aquel hombre no se me pod¨ªa escapar. Me enamor¨¦ de ¨¦l por los ojos, por eso mi hija Conch¨ªn los ha sacado igual. Luego nos encontramos en un baile de m¨¢scaras en el teatro de la Zarzuela, donde yo iba a todo meter, y se qued¨® patidifuso, era el a?o 1928.
Sus canciones tienen un argumento denso de amores, celos y desenga?os. Son narraciones con planteamiento, nudo y desenlace, como debe ser, historias que suben por los patios de luces en las casas de vecindad, parralas y tatuajes, penas del coraz¨®n y venganzas que se ventean como una colada en el tendedero. Las canciones de Concha Piquer tienen algo de autobiogr¨¢fico.
- Eso fue a partir de la guerra, cuando conoc¨ª al compositor Rafael de Le¨®n. ?Quieres que te cuente c¨®mo le conoc¨ª? Yo trabajaba en el teatro de la Exposici¨®n, en Sevilla; me estaba una tarde maquillando; de repente llaman a la puerta del camar¨ªn y oigo una vocecita dulce: ??Se puede??. Pase. Y entra Rafael vestidito de soldado. Se quita la gorrita y me dice con el cuello torcidito: ??Usted es Conchita Piquer??. Y yo le contest¨®: ?Y usted es maric¨®n?? ??Huy! ?En qu¨¦ lo ha notado usted??. ?En la gorra?. Y all¨ª mismo nos hicimos amigos, y luego hemos pasado la vida juntos, como dos hermanas. Y, claro, yo a veces le contaba cosas de mi vida, cosas que me pasaban, ya digo, como una hermana, y ¨¦l sacaba de eso tema para sus canciones. As¨ª que todas las que ha hecho Rafael tienen algo m¨ªo.
Timbrado orgullo
Como si la hubieran disparado los muelles del sof¨¢, Concha Piquer se levanta, y ahora anda por la casa con aire mand¨®n y la voz llena de orgullo muy timbrado, ense?ando cosas de vitrinas y paredes, el retrato que le pint¨® Benedito, la fotograf¨ªa de Blasco lb¨¢?¨¦z dedicada desde Menton, aquel concurso de belleza en Abc que gan¨® a los dieciocho a?os sin haberse presentado, al imagen de su hija, el mundo pasado, difuminado, de los recuerdos.
-Estos Solana los compr¨® mi marido hace muchos a?os. F¨ªjate qu¨¦ gracioso: cuando lleg¨® con ellos le dije: quita eso de mi vista, ese mamarracho no me gusta y no lo quiero para nada. A m¨ª tr¨¢eme cosas bonitas, que me alegren la vida. Tap¨¦ los cuadros con una manta y los llev¨¦ al almac¨¦n donde guardo mis cosas de teatro. Pero un d¨ªa viene Antonio y me dice: ?Hay que ver, Concha, c¨®mo eres; el doctor Z¨²mel me ha dicho que esos cuadros de Solana son una maravilla, y adem¨¢s viste mucho tenerlos?. Entonces yo salt¨¦: ?iAh! ?Es cuesti¨®n de vestir? Pues ma?ana mismo te los traigo?. Y aqu¨ª est¨¢n. Siguen sin gustarme. Yo soy cl¨¢sica en todo, ?qu¨¦ voy a hacer? Tengo temperamento y me arranco en seguida, soy muy de verdad, como mi yerno, Curro Romero, que tambi¨¦n es muy de verdad. Otros toreros hacen que hacen, pero Curro no; si el toro no embiste, no hace nada, y se queda tan fresco. Yo le quiero much¨ªsimo. No tiene nada que ver que ¨¦l y mi hija ya no se quieran; ¨¦l me llama constantemente.
En una mesilla, a la luz amorosa de una l¨¢mpara, est¨¢ el retrato de Fleming enmarcado en plata, sonriente, con cuello de pajarita. Concha Piquer lo tiene como a uno de la familia.
-Este se?or salv¨® a mi hija. Un d¨ªa Conch¨ªn se nos puso mala, y no sab¨ªamos lo que ten¨ªa hasta que vino el doctor Arce a hacerle una radiograf¨ªa y nos dijo que aquello era un tifus como una casa. La enfermera nos cont¨® que hab¨ªa le¨ªdo en el Reader Digest algo sobre una medicina llamada Cloromicetina que lo curaba todo. Pusimos un telegrama a un amigo m¨ªo de M¨¦xico, un sastre espa?ol refugiado, y contest¨® que all¨ª no hab¨ªa. Entonces llam¨¦ a Eva Per¨®n y tampoco estaba el medicamento en Argentina; pero ella habl¨® con su embajador en Washington, y a las 48 horas ya lo tuve aqu¨ª. Y se cur¨® mi hija. Por eso est¨¢ ese se?or ah¨ª. Mi hija naci¨® en Argentina, y Eva Per¨®n fue su madrina. Era muy amiga m¨ªa. Pero yo nunca he tenido que ver con pol¨ªticos. Eso lo invent¨® Miguel de Molina. Estaba cantando yo, despu¨¦s de la guerra, en el teatro Fontalba, y se present¨® Serrano S¨²?er con su mujer y otro matrimonio, y me mand¨® un recado pidi¨¦ndome por favor que cantara Ojos verdes, aunque no estaba en el repertorio. Lo hice. Y al d¨ªa siguiente me mand¨® una cesta de flores, que, seg¨²n las malas lenguas, se convirti¨® en un mill¨®n de cestas. Y entonces, como a Miguel de Molina le hab¨ªan dado una purga de aceite de ricino y lo hab¨ªan pelado al rape por ser maric¨®n, que en aquel a?o con eso ya hab¨ªa bastante, y adem¨¢s no s¨¦ qu¨¦ hizo en Valencia, lleg¨® ¨¦l y dijo que como yo era la amante de Serrano S¨²?er le hab¨ªa mandado yo a los falangistas con las tijeras y el ricino, siendo como ¨¦ramos amigos, que hizo el servicio militar con mi marido en Africa. Yo ten¨ªa la conciencia tranquila y no le di ninguna explicaci¨®n, no ten¨ªa por qu¨¦ decirle nada. Y cuando se fue a Am¨¦rica corri¨® la voz por all¨ª de mi cosa con Serrano, y yo me encontr¨¦ con treinta personas en Per¨², sin que me dieran entrada en M¨¦xico, por fascista. Mi marido mand¨® un telegrama a su amigo Chucho Sol¨®rzano, torero retirado, y ¨¦ste habl¨® con Cantinflas. Y Cantinflas -dijo: ??Pero a qui¨¦n ha matado esa mujer??. Me dejaron entrar por fin. Y debut¨¦ con un miedo espantoso. ?Ya ver¨¢s: los refugiados me van a dar una pita que me hunden?. Fue todo lo contrario. All¨ª llor¨® hasta el potito. Pol¨ªticos importantes, como Indalecio Prieto, Negr¨ªn y el doctor Segovia, que me hab¨ªa operado de apendicitis, lloraban como cr¨ªos. El que no pensaba en su madre, pensaba en su pueblo, y aquello fue un valle de l¨¢grimas. Mi generaci¨®n lleva asociada a Concha Piquer con la ternura del boniato y del gas¨®geno, con las tardes ateridas de la autarqu¨ªa, con la pubertad llena de granos y los domingos con las manos en los bolsillos. Conchita Piquer se retir¨® el 13 de enero de 1958. Ese d¨ªa comenz¨® la tecnocracia.
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