Los dolores del poder
El estado de salud de una persona es un asunto de su vida privada, salvo si se da la casualidad de que esa persona sea presidente de la Rep¨²blica. Fran?ois Mitterrand lo sabe, y por eso decidi¨®, sin que ninguna ley se lo exigiera, publicar cada seis meses un informe minucioso sobre su estado de salud. El primero de ellos, que se hizo p¨²blico el 20 de mayo pasado, apenas unos d¨ªas despu¨¦s de su posesi¨®n, era m¨¢s que satisfactorio para un hombre de 64 a?os que no se priva de ninguno de los placeres sanos de la vida, y, que fue visto hace poco, muy cerca de la media noche, comiendo arenques ahumados en un restaurante del Barrio Latino.En Estados Unidos es donde menos secretos se guardan sobre las enfermedades de los presidentes, y de sus parientes y colaboradores. En 1961, el joven y deportivo John F. Kennedy sufri¨® una torcedura lumbar en el curso de una entrevista con Nikita Jruschov, en Viena, y regres¨® a su pa¨ªs caminando con un par de muletas, que le valieron una cierta aureola de veterano de guerra. Hace pocos a?os, uno de los hijos de su hermano Edward sufri¨® la amputaci¨®n de una pierna como consecuencia de un c¨¢ncer de los huesos, y el hecho fue celebrado por la Prensa como una prueba m¨¢s del valor familiar. Por la misma ¨¦poca, la esposa del presidente Gerald Ford y la esposa de Nelson Rockefeller, gobernador de Nueva York, fueron mutiladas por el rigor de sus cirujanos, y su desdicha mereci¨® el homenaje de las primeras p¨¢ginas. No parecen cosas de descendientes de ingleses, para quienes es de muy, mal gusto hablar en p¨²blico de los hijos, de dinero y de enfermedades. Pero es, en cambio, una muy sana costumbre, no s¨®lo para anticiparse a toda clase de especulaciones, sino, tambi¨¦n, en algunos casos, una manera de protegerse contra la verdad.
La salud del presidente Ronald Reagan, que ha cumplido ya setenta a?os, se hab¨ªa prestado a muchas conjeturas, hasta que una bala de nueve mil¨ªmetros le penetr¨® bajo el aler¨®n izquierdo y se le inscrut¨® muy cerca de la columna vertebral. La apariencia desenvuelta y la sonrisa de propaganda de pasta dent¨ªfrica con que sali¨® del hospital hicieron pensar a muchos que Reagan era tan buen vaquero en la vida real como en el cine. Pero las conjeturas no terminaron. Todav¨ªa se dice que el presidente de Estados Unidos perdi¨® los ¨ªmpetus de su quinta juventud despu¨¦s del atentado, y que su jornada de trabajo se hab¨ªa reducido a no m¨¢s de tres horas diarias. Sin embargo, quienes lo vimos en Canc¨²n vestido de guayabera y con un maquillaje que parec¨ªa m¨¢s bien un embalsamamiento en vida, no tuvimos la impresi¨®n de que desfalleciera en las discusiones intensas ni en sus numerosos compromisos sociales. En todo caso, para disipar los rumores, Reagan se hab¨ªa sometido poco antes a un examen m¨¦dico a fondo, y hab¨ªa abandonado el hospital con unas ¨ªnfulas de gladiador invencible que suscitaron m¨¢s sospechas que convicci¨®n.
Los sovi¨¦ticos, en cambio, no han modificado en absoluto el hermetismo tradicional del poder ruso. Sus dirigentes mueren a edades b¨ªblicas, sin ning¨²n anuncio previo a la opini¨®n p¨²blica. Hace unos tres a?os, mientras yo estaba en Mosc¨², muri¨® el gran poeta y h¨¦roe de la guerra Constantin Simonov. La noticia era de dominio p¨²blico 48 horas despu¨¦s de la muerte, y hab¨ªa sido publicada en el mundo entero, menos en la Uni¨®n Sovi¨¦tica. Los escritores consternados por aquella p¨¦rdida irreparable, que hab¨ªan velado una noche entera junto al f¨¦retro del poeta, no supieron explicarnos por qu¨¦ una noticia conocida de todos s¨®lo hab¨ªa de divulgarse de un modo oficial casi setenta horas despu¨¦s de ocurrida. Nadie ten¨ªa una respuesta segura, de modo que nos conformamos con la m¨¢s po¨¦tica: mientras no se divulgara la noticia oficial, era como si en cierto modo Constantin Simonov continuara vivo.
La apoteosis de este hermetismo parece ser la enfermedad del presidente del Consejo de Estado y secretario general del Partido Comunista sovi¨¦tico, Le¨®nidas Breznev. A los 75 a?os, este enigma humano aparece y desaparece de la escena p¨²blica, a veces en un estado de deterioro f¨ªsico impresionante, y poco despu¨¦s con la potencia y los arrestos de un toro de lidia. Nunca, que se recuerde, ha habido una sola informaci¨®n sobre su estado de salud, que, sin duda, se ha de convertir en uno de los grandes misterios de nuestro tiempo.
Hace unos a?os, sin embargo, los servicios de inteligencia de Francia lograron abrir una brecha en el enigma, y estuvieron a punto de provocar un incidente diplom¨¢tico de mucha gravedad. Se cuenta, en efecto, que en el curso de una visita oficial a Par¨ªs, el presidente Breznev olvid¨® desaguar el inodoro en su residencia de honor. Los servicios de inteligencia recogieron sus insignes materias fecales, las sometieron a un an¨¢lisis de laboratorio y lograron establecer qu¨¦ medicamentos estaba tomando el visitante ilustre. Por los medicamentos, desde luego, los cient¨ªficos franceses dedujeron el car¨¢cter de las dolencias. Sin embargo, las consideraciones de orden pol¨ªtico prevalecieron por encima de cualquier otra, y el veredicto de los m¨¦dicos permanece todav¨ªa en las tinieblas de las razones de Estado.
En Francia, el precedente m¨¢s espectacular de un presidente enfermo es el de Georges Pompidou. Muri¨® en la cama del poder, en medio del rumor mundial de que estaba enfermo de gravedad desde hac¨ªa muchos a?os, mientras sus servicios de Prensa lo negaban sin parpadear. Quienes conocen a Mitterrand, sin embargo, saben que no es por este precedente, ni por ning¨²n otro, que decidi¨® por iniciativa propia publicar un bolet¨ªn semestral de su estado de salud. Para ¨¦l es un asunto de principios. Es muy propio de su car¨¢cter jugar con las cartas sobre la mesa y exigir de los otros la misma conducta. Lo que tal vez no hab¨ªa pensado es que una torcedura dorsal durante una partida de tenis pudiera tener alg¨²n inter¨¦s para la opini¨®n p¨²blica. Por otra parte, el lumbago no afecta tanto a la salud como a la dignidad, y el saber disimularlo y soportarlo con una sonrisa no solo hace parte de la buena educaci¨®n, sino que es hasta cierto punto uno de los compromisos del poder.
El lumbago del presidente Mitterrand era conocido desde finales del verano pasado por sus amigos m¨¢s cercanos y, sus colaboradores inmediatos. Hace unos dos meses, en M¨¦xico, cuando tuve oportunidad de estar cerca de ¨¦l en distintas ocasiones, nadie advirti¨® su sufrimiento a pesar de la actividad febril que se impuso durante la visita oficial. El ¨²nico momento en que debi¨® interrumpir un programa fue cuando recorr¨ªa los laberintos arqueol¨®gicos del templo mayor. En Canc¨²n, a pesar de las jornadas agotadoras y la intensa vida social, no hizo ning¨²n gesto que permitiera vislumbrar lo que parece ser el s¨ªntoma m¨¢s notable de su dolencia: el mal humor. Lo que no pareci¨® prever el presidente Mitterrand es que su estoicismo y su discreci¨®n iban a sustentar una suposici¨®n p¨²blica de la cual lo menos que puede decirse es que es apresurada, y no exenta adem¨¢s de una cierta dosis de perversi¨®n pol¨ªtica.
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