El muro apocal¨ªptico
Antes, la Friedrichstrasse era la calle m¨¢s importante de Berl¨ªn. All¨ª estaban los caf¨¦s-concert, los kabarets, las peque?as plateas donde Marlene Dietrich y las rubias de voces roncas, profundas, gangosas, cantaban para un p¨²blico, inquieto y no siempre atento, de obreros bebedores de cerveza, peque?os comerciantes embrutecidos por la inflaci¨®n, maestros hambrientos y estudiantes pobres; a veces, un productor de cine de segunda categor¨ªa o un director en busca de talentos aparec¨ªa en los peque?os kabarets de la Friedrischstrasse y entonces Marlene Dietrich o Lili Marlen, rubias y roncas, abandonaban el gueto.Ahora, la Friedrischstrasse est¨¢ cortada por un muro. La estaci¨®n de metro que lleva su nombre -una de las m¨¢s antiguas y hermosas de Berl¨ªn- tiene un largo and¨¦n recorrido por soldados y perros adiestrados; constantemente vigilado, ese and¨¦n no sale a la superficie, sino que conduce a un puesto fronterizo; luego de efectuar minuciosos tr¨¢mites, el viajero puede pasar "al otro lado": la otra parte de Berl¨ªn, artificialmente dividido.
"El muro es blanco y divide las dos ciudades; / como en los sue?os, / una valla nos impide pasar al otro lado".
Vi por primera vez el muro de Berl¨ªn una ma?ana muy fr¨ªa, en que la nieve cubr¨ªa todas las superficies y el aire, cargado de humedad, levitaba los ¨¢rboles, suspend¨ªa los techos.
Como en un paisaje on¨ªrico, el muro se extend¨ªa indefinidamente, circundaba en meandros la ciudad, se retorc¨ªa en algunas callejuelas y volv¨ªa sobre s¨ª mismo en otras. Tuve la sensaci¨®n de que se trataba, en realidad, de un alto r¨ªo de piedra, inmensamente blanco, que por momentos se hund¨ªa en los bosques para sobresalir despu¨¦s entre viejas casas de piedra perforadas por las balas, estigmas de la guerra. La pureza del blanco parec¨ªa concederle al muro una inocencia falsa: era la confesi¨®n de una culpa no asumida.
Yo estaba en Kreuzberg, uno de los barrios m¨¢s pobres de Berl¨ªn Occidental, habitado por los prol¨ªficos turcos que han emigrado en busca de trabajo. Al costado del muro se elevaba una triste iglesia de ladrillo, una igle
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sia vac¨ªa, de puertas cerradas. A pocos metros de ella, una simple cruz de madera, inclinada por el viento (corno en los estremecedores cuadros de Caspar David Friedrich, el notable pintor rom¨¢ntico), y una modesta l¨¢pida, con una inscripci¨®n, en homenaje a uno de los tantos j¨®venes que intent¨® cruzar el muro y, cuando ya ten¨ªa un pie en este lado, fue abatido por los disparos de los guardias.
Hac¨ªa fr¨ªo esa ma?ana en Kreuzberg, y el muro estaba completamente desierto, r¨ªo de piedra, hielo cristalizado, interrump¨ªa el paso de cualquier hipot¨¦tico transe¨²nte que hubiera querido pasar al otro lado. Como en los sue?os repetitivos, la imposibilidad, la castraci¨®n, se objetivaba. Era el l¨ªmite impuesto no s¨®lo al paseo, al desplazamiento, sino tambi¨¦n a las ilusiones de los hombres, a la fraternidad, a la comunicaci¨®n. Un muro donde, a lo sumo, los berlineses inscriben, a veces, en gruesos caracteres negros o rojos su protesta, su desolaci¨®n, en frases simb¨®licas, terriblemente ingenuas al lado de la majestuosidad del muro ilevantable. D¨¦bil protesta, insegura de s¨ª misma, que se sabe condenada s¨®lo al s¨ªmbolo.
Los p¨¢jaros, en Berl¨ªn, cantan todo el a?o. Son los amsel, negros como cuervos y de picos dorados. Los amsel se posan en las altas ramas nevadas, cerca del muro, y uno piensa que son los ¨²nicos que tienen derecho a pasar de un lado a otro, a trav¨¦s del aire, ignorantes de aquello que le est¨¢ vedado a los hombres. Cruzan las aguas del Havel (esas aguas que tambi¨¦n est¨¢n divididas por un puente y una l¨ªnea de flotaci¨®n), vuelan entre los abedules y los tilos, picotean una semilla occidental o comunista con una libertad que nadie conoce en esta isla irreal y on¨ªrica de Berl¨ªn.
You are leaving the american sector, Sie verlassen den amerikanische secktor, reza el cartel a la entrada del puente (ese puente que nadie cruzar¨¢ sin temor) que divide en dos las aguas como si las aguas fueran divisibles. Como en los sue?os, todo es s¨ªmbolo, y eso le confiere a Berl¨ªn un car¨¢cter inusual: en los monumentos, en los r¨ªos, en las paredes, en el vuelo de los p¨¢jaros o en los desplazamientos del pez hay un discurso a descifrar, el pasado y el presente -se mezclan alucinadamente y el texto interpretado es polivalente, habla de lo que fuimos y habla de lo que somos, como una gigantesca alegor¨ªa.
El otro lado (que es el otro lado del espejo, el otro lado de la realidad, el otro lado del conocimiento y de las esperanzas) no est¨¢ muy lejos; sin embargo, un muro imperforable, un muro cuya apariencia blanca y as¨¦ptica es s¨®lo superficial (?de qu¨¦ est¨¢ hecho el muro, adem¨¢s de piedra? De cables el¨¦ctricos, dinamita, disparadores autom¨¢ticos, visores potentes) nos corta el paso. Al alcance de la mirada y, a veces -pareciera-, de la mano, el otro lado es imposible; su acceso est¨¢ vedado por un obst¨¢culo que la peque?a historia individual no alcanza a comprender (las historias individuales niegan la econiom¨ªa, la pol¨ªtica Y muchas veces la historia) mas que como s¨ªmbolo de un. obst¨¢culo supremo; el obst¨¢culo que en los sue?os nos impide acudir a la cita, el tel¨¦fono de piedra que no podemos accionar, la calle que no terminamos nunca de recorrer, el viaje siempre interrumpido que nos angustia, porque nos aleja, en lugar de acercarnos.
Estos d¨ªas pasados, los berlineses se han manifestado masivamente, en las cercan¨ªas del muro, reclamando la paz para Europa. No muy lejos se eleva el sombr¨ªo espectro de la iglesia del kaiser Guillermo, bombardeada durante la segunda guerra mundial, y que ellos, deliberadamente, no han reconstruido para que las generaciones futuras tuvieran la prueba del horror. Su silencioso mu?¨®n ennegrecido atestigua.
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