Jos¨¦ Maldonado, ¨²ltimo presidente de la Rep¨²blica
Todos los d¨ªas recorre el mismo circuito diet¨¦tico. Sale de casa, situada en un barrio residencial de Oviedo, atraviesa el parque de San Francisco, pasa por la plaza de la Escandalera, se confunde en el traj¨ªn de la calle de Ur¨ªa, da una vuelta al claustro de la vieja universidad, y luego deshace el camino andado. Hoy sopla un ventarr¨®n del Noroeste. El hombre lleva gabardina, bufanda hasta la boca y va cogido al ala del sombrero. Ahora se ha parado a contemplar un escaparate de ante y napa. Por detr¨¢s parece un jubilado de Correos perdido en el tr¨¢fico de una capital de provincia, un anciano an¨®nimo que echa migas a las palomas. Por delante es Jos¨¦ Maldonado, el ¨²ltimo presidente de la II Rep¨²blica espa?ola.-Yo era hijo de un comerciante de tejidos y comestibles de Tineo, aqu¨ª, en Asturias. En casa de mis padres hab¨ªa sacos de sal, granos y legumbres. De ni?o me montaba en aquellos sacos con una cuerda en forma de riendas y era feliz imaginando que galopaba sobre briosos caballos. Fui a la escuela p¨²blica del pueblo hasta los siete a?os, despu¨¦s me llevaron al internado de jesuitas en Gij¨®n, pero al poco tiempo hubo all¨ª una epidemia de tifus y mis padres me sacaron. Vine a Oviedo y aqu¨ª termin¨¦ el bachillerato en el instituto, como alumno oficial. En casa, la m¨¢s pol¨ªtica era mi madre, lectora asidua de Abc y admiradora de don Antomo Maura. Mi padre era un hombre conservador. Mi formaci¨®n se realiz¨® fuera de la familia, por decirlo as¨ª. Comenc¨¦ a tener inclinaciones pol¨ªticas al final del bachillerato a trav¨¦s de don Pedro Gonz¨¢lez, profesor de Etica, que me sac¨® de la rutina. En aquel tiempo hubo aqu¨ª unas elecciones muy re?idas entre dos candidatos famosos, Juan V¨¢zquez de Mella y Melqu¨ªades Alvarez. Recuerdo que asist¨ªa con mucho inter¨¦s a los discursos en el teatro Campoamor. Despu¨¦s estudi¨¦ Derecho en la universidad, que ya no era la universidad gloriosa de antos, aunque a¨²n ten¨ªa profesores insignes: Aniceto Sela, Rogelio Joven, V¨ªctor D¨ªaz Ord¨®?ez y, Rafael Altamira. Desde fuera conoc¨ª la etapa posterior, la del rectorado de don Leopoldo Alas, hijo de Clar¨ªn, que fue mentor y director espiritual de los j¨®venes de entonces, asesinado aqu¨ª durante la guerra civil. Un condisc¨ªpulo m¨ªo en la facultad fue Wenceslao Roces. Era aquella ¨¦poca en que Franco, el comandant¨ªn, se paseaba por las calles de Oviedo con una capa muy aparatosa, montando un caballo de verdad, no como los caballos de mi infancia, que eran sacos de garbanzos. Franco era un dandi. Y Carmen Polo iba con el uniforme de las ursulinas, cogida del brazo de su hermana, por la calle de Ur¨ªa.
Hace s¨®lo quince d¨ªas que la mujer de Jos¨¦ Maldonado ha muerto. En la casa hay todav¨ªa una sombra caliente, esa primera mano de soledad, el silencio nuevo que se instaura en las paredes, en los muebles, en las figuras de porcelana al regreso del funeral. Jos¨¦ Maldonado viste de luto, con traje marengo y una corbata negra sin nudo en forma de lengua. El ¨²ltimo presidente de la Rep¨²blica tiene la piel fina, de lim¨®n tostado, con los p¨¢rpados oblicuos detr¨¢s de los cristales, con algo hebraico en la nariz y en el dise?o del cogote. Se mueve con modales antiguos, de arom¨¢tica cortes¨ªa mas¨®nica con la esencia de un frasco que se rompi¨® en 1936.
Alcaldes caciques
-Al terminar la carrera de Derecho estuve una temporada en Tineo, en casa de mis padres, con ¨¢nimo de preparar oposiciones, pero en esto fue pasando el tiempo, lleg¨® la Rep¨²blica y me hice alcalde del pueblo. En 1928 hab¨ªa surgido en Asturias un movimiento republicano alentado por Leopoldo Alas y, Sergio Sampil. Este movimiento despu¨¦s se incorpor¨® al Partido Radical-Socialista, en parte por el prestigio de la figura venerada en estas tierras de don Alvaro de Albornoz. Yo intervine aqu¨ª en todas las andanzas pol¨ªticas de aquellos a?os conspirando contra la dictadura. Y despu¨¦s de ser alcalde de mi pueblo, durante la Rep¨²blica, descontado el tiempo en que me echaron por presiones caciquiles, sal¨ª diputado en 1936 por el Partido Radical- Socialista y tuve de compa?era en la candidatura del Frente Popular a Dolores Ib¨¢rruri, que entonces era una mujer guapetona, con la lengua de fuego. En seguida comenz¨® la guerra, me incorpor¨¦ al movimiento de defensa de la Rep¨²blica y form¨¦ parte del Consejo de Asturias y Le¨®n, hasta que se perdi¨® el Norte y tuvimos que salir en un barco de pesca rumbo a Francia. Leopoldo Alas era rector de la universidad y hab¨ªa dejado la pol¨ªtica activa. Al producirse la desbandada le invit¨¦ a zarpar con nosotros. Recuerdo que me contest¨®: "Tengo que quedarme en Oviedo, pase lo que pase, aunque s¨®lo sea para calmar con mi autoridad moral a esos b¨¢rbaros". Su autoridad moral no calm¨® a ning¨²n b¨¢rbaro. Le montaron un juicio y le fusilaron, sin m¨¢s. Cuando el Consejo de Asturias decidi¨® evacuar, los consejeros nos escondimos en diferentes casas y quedamos citados a una hora determinada en el puerto de Gij¨®n, donde se supon¨ªa que un barco estar¨ªa esperando. No hubo tal barco. Al llegar a El Musel, afortunadamente, hab¨ªa desaparecido. Digo afortunadamente porque la tripulaci¨®n se hab¨ªa pasado a los rebeldes y nos hubiera recibido a tiros. Entonces, Segundo Blanco, un cenetista que fue ministro con Negr¨ªn, anduvo por los muelles buscando en la oscuridad cualquier cosa que flotara. Regres¨® gritando: "Al. final del malec¨®n hay un barco de pesca". Ese fue el famoso barquito Abascal, de cuatrocientas toneladas, que llev¨® al exilio a todo el Consejo de Asturias en pleno. All¨ª iba, entre otros, Rafael Fern¨¢ndez, el presidente actual. El barco lo pilot¨¦ yo, sin tener ni idea, con rumbo al Norte, a ver lo que sal¨ªa. Nadie sab¨ªa carbonear las calderas. El fogonero, despu¨¦s de una jornada de ocho horas, se plant¨®. Entonces, Belarnino Tom¨¢s le dijo: "Tienes que seguir paleando carb¨®n hasta que otro aprenda, porque nosotros no nos vamos a entregar a Franco". Le reemplaz¨® Ant¨®n Ortega. Y as¨ª, de madrugada, arribamos a Duarnenez, un pueblecito de pescadores de la Breta?a. Cruc¨¦ Francia y me incorpor¨¦ a la pol¨ªtica republicana en Barcelona. Fui nombrado director general de Carreteras, de unas carreteras que no exist¨ªan, porque pertenec¨ªan a la Generalidad. Me encontr¨¦ con que s¨®lo ten¨ªa jurisdicci¨®n sobre los puentes internacionales.
Ni caballos ni carreteras
No eran caballos lo que ¨¦l cabalgaba de ni?o, sino sacos de v¨ªveres en la tienda de su padre; tampoco hab¨ªa carreteras cuando fue nombrado director general. Durante los cuarenta a?os de exilio estuvo al servicio de una legalidad que se convirti¨® en una copa de aire en la mano. Uno podr¨ªa imaginarlo con una bac¨ªa y celada de cart¨®n en la cabeza, adarga antigua y lanza en ristre, atravesando una pol¨ªtica fantasmag¨®rica. Pero Jos¨¦ Maldonado es un hombre realista. El final de la l¨®gica siempre desemboca en el absurdo. El ha llevado el absurdo con una dignidad intachable. Y ahora sonr¨ªe.
-Al salir de Espa?a me instal¨¦ en un pueblecito al sur de Par¨ªs, donde ten¨ªa un amigo. Y desde all¨ª fui reculando a medida que avanzaban los alemanes, primero a Burdeos, despu¨¦s a Toulouse, con toda la familia a cuestas. Luego los franceses me confinaron, sin un duro, a Bagn¨¨res de Luchon. Yo era un subsecretario de la Presidencia del primer Gobierno de Albornoz, que ten¨ªa que ganarse la vida cubicando madera en tina serrer¨ªa. Y as¨ª fui ascendiendo en la empresa y en la pol¨ªtica del exilio, hasta alcanzar una posici¨®n m¨¢s estable. Cuando termin¨® la guerra mundial sub¨ª a Par¨ªs, y all¨ª me dediqu¨¦ a dar clases de espa?ol en un liceo y en la nueva Universidad de la Sorbona. El rector, se?or Sarrailh, era un gran amigo de los republicanos. Y dec¨ªa, con m¨¢s optimismo que nosotros: "Yo no vuelvo a Espa?a hasta que no sea embajador de Francia en Madrid". Era especialista en nuestro siglo XVIII, y escribi¨® un libro sobre la Ilustraci¨®n espa?ola, que es fundamental en la materia. Ahora puede que resulte grotesco, pero despu¨¦s de ser subsecretario de la Presidencia, pas¨¦ a ministro de Justicia en el segundo Gobierno de Albornoz. En 1966 fui nombrado vicepresidente de las Cortes republicanas en la sesi¨®n que se celebr¨® en M¨¦xico con sesenta diputados vascos, catalanes, socialistas, amigos de Bayo, de Negr¨ªn y de Llopis. A la muerte de Jim¨¦nez de As¨²a, en 1970, ocup¨¦
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autom¨¢ticamente la presidencia de la Rep¨²blica espa?ola. Ya s¨¦ que era un t¨ªtulo arbitrario, puramente testimonial y simb¨®lico; me daba cuenta de las pocas posibilidades que ten¨ªa nuestra posici¨®n, pero hab¨ªa que tener levantada a toda costa la bandera de la legitimidad. Despu¨¦s de todo, hab¨ªa una l¨®gica. Desde la renuncia de Aza?a, la Presidencia de la Rep¨²blica se hab¨ªa sucedido a s¨ª misma en un perfecto orden legal: Mart¨ªnez Barrios, Jim¨¦nez de As¨²a y un servidor, seg¨²n el escalaf¨®n de las Cortes. Lo mismo sucedi¨® con la Presidencia del Gobierno: Jos¨¦ Giral, Rodolfo Llopis, Alvaro de Albornoz, Gord¨®n Ord¨¢s, el general Herrera, Claudio S¨¢nchez Albornoz y Fernando Valera. Pasaba el tiempo y el color de la bandera se deste?¨ªa. Era natural. Por razones biol¨®gicas, cada vez ¨¦ramos menos, la muerte nos iba dejando en cuadro. Al final, todo qued¨® reducido a un Gobierno chiquit¨ªn, con un ministro de Justicia, que era notario mayor y levantaba las actas; un ministro de Hacienda, que llevaba las cuentas, y un ministro de Econom¨ªa, que administraba el poco dinero. Era m¨¢s que suficiente para el trabajo que ten¨ªamos. Pero nosotros represent¨¢bamos la legalidad republicana, y eso no desaparecer¨ªa hasta que hubiera en Espa?a un Gobierno surgido de la voluntad popular. Por otra parte, nadie sab¨ªa c¨®mo iban a derivar las cosas. Recuerdo que, en pleno per¨ªodo franquista, asist¨ª en Bayona al entierro del presidente del Partido Nacionalista Vasco, y me sorprendi¨® el n¨²mero de coches que hab¨ªan cruzado la frontera para rendirle homenaje. Ten¨ªa que ser muy lerdo para no darme cuenta de que si el muerto hubiera sido yo no habr¨ªa venido nadie. En Par¨ªs se lo dije muchas veces a Leizaola: "S¨¦ perfectamente que represento en Espa?a mucho menos que usted. Mi t¨ªtulo es s¨®lo te¨®rico; en cambio, usted representa en el Pa¨ªs Vasco una fuerza eficiente". Pero nadie sab¨ªa entonces c¨®mo iba a salir este rey.
Era un Gobierno que mandaba sus decretos por medio de un ciclista. Ten¨ªa embajadores en M¨¦xico y en Yugoslavia. Celebraba Consejo de Ministros en un bistroqu¨¦, en la tertulia del caf¨¦ o paseando por la acera, arriba y abajo, cualquier ma?anita de sol, en Par¨ªs. El presidente del Gobierno, en su despacho, traduc¨ªa la Quinta En¨¦ada, de Plotino; el presidente de. la Rep¨²blica daba clases de espa?ol en un liceo antes de evacuar consultas con el primer ministro, y el titular de Justicia llevaba ¨¦l mismo su ropa a la lavander¨ªa. Se condecoraban, se relevaban en los cargos, se repart¨ªan carteras, cab¨ªan en un taxi. Era un Gobierno surrealista y leg¨ªtimo, reunido bajo una acacia.
-Primero tuvimos un local espl¨¦ndido que nos cedi¨® gratuitamente el Gobierno franc¨¦s. Estaba en la avenida del Bosque. Aquello era realmente regio, aunque con muebles modestos. Despu¨¦s nos trasladamos a un pisito muy humilde, en una planta baja, en Boulogne de Vignancourt, n¨²cleo de poblaci¨®n de los alrededores. Ten¨ªa tres habitaciones, comedor, cocinita y ba?o. Hab¨ªa unos ficheros. Una secretaria llevaba la correspondencia y se editaba una hoja de propaganda. Yo no iba al despacho a diario, pero Fernando Valera, presidente del Gobierno, acud¨ªa invariablemente all¨ª todas las ma?anas. Cada uno ten¨ªa su habitaci¨®n. Durante alg¨²n tiempo cobr¨¦ mil francos al mes, que no era el salario de un obrero. Despu¨¦s, como presidente de la Rep¨²blica, llegu¨¦ a cobrar 3.000. Por aquel pisito pasaba gente de la oposici¨®n del interior. Dionisio Ridruejo vino muchas veces a vernos. Y tambi¨¦n Gil Robles, cuando se estaba preparando le? que se llam¨® el contubernio de Munich, en 1962, al que no asist¨ª porque me encontraba en M¨¦xico con un infarto. Por su lado, Tierno Galv¨¢n trataba con los socialistas de Llopis, y el conde de Motrico estaba en relaci¨®n estrecha con los vascos del exilio. Nos mov¨ªamos en un c¨ªrculo de intelectuales franceses de la izquierda. Mitterrand nos quer¨ªa mucho, pero nuestro mejor amigo era Albert Camus. Mientras vivi¨® no dej¨® de acudir a nuestras reuniones y de intervenir en los actos p¨²blicos. Nosotros hab¨ªamos creado un t¨ªtulo que se llamaba Orden de la Liberaci¨®n de Espa?a. A los que nos ayudaban, les condecor¨¢bamos. Uno de ellos fue Albert Camus. Siendo yo ministro de Justicia, un d¨ªa me telefone¨® para pedirme ocho o diez botoncitos de solapa, que era el distintivo. Le pregunt¨¦: "?Para qu¨¦ quiere usted tantos?". El me contest¨®: "Me voy a Am¨¦rica, yo soy muy distra¨ªdo y lo pierdo todo. Quiero llevarlo siempre en el ojal para, cuando me pregunten, tener ocasi¨®n de hablar de ustedes". Camus era muy cordial, exuberante, apasionado y, en otro aspecto, muy fr¨ªo. Ten¨ªa algo de anarquista espa?ol. Su madre hab¨ªa nacido en un pueblecito de Mallorca, cerca de Alcudia. El me contaba que de ni?o, en su casa de Argelia, se guardaban todav¨ªa las formas del machismo levantino. Los hombres com¨ªan primero, todos a la vez, y las mujeres esperaban de pie a que terminaran para sentarse a la mesa. La amante de Camus, la actriz Mar¨ªa Casares, hija de Casares Quiroga, tuvo al principio mucha relaci¨®n con nosotros, pero despu¨¦s se enfri¨® porque no estaba de acuerdo en el modo de llevar la propaganda republicana. Ella se comport¨® con su padre como una hija ejemplar. Casares Quiroga, que era presidente del Gobierno al iniciarse la guerra civil, al que Calvo Sotelo llam¨® se?orito de La Coru?a, vivi¨® en Francia sin recursos, con muchas penalidades. Se salv¨® de la miseria gracias a su hiia, que le prest¨® ayuda y estuvo con ¨¦l hasta el momento de su muerte. Ese era nuestro ambiente en Par¨ªs. Jean Casou tambi¨¦n se port¨® agradablemente con nosotros. No as¨ª Jean Paul Sartre, que se distanci¨® en cuanto se hizo famoso. Por aquel pisito pas¨® mucha gente ; Pocos d¨ªas antes de morir me entrevist¨¦ all¨ª con Ridruejo. Tambi¨¦n vino a verme el escritor Juan Benet, que quer¨ªa presentarme a un amigo republicano. Me dijo: "Animo, que en el partido de Dionisio ya somos treinta". Me reun¨ªa con Leizaola y Tarradellas. A ¨¦ste le tuve que soportar el car¨¢cter agrio y esquinado, aunque reconozca que tiene un gran temperamento pol¨ªtico.
La Monarqu¨ªa
Mientras tanto, Espa?a se hac¨ªa mon¨¢rquica. El rey Juan Carlos se hab¨ªa convertido en un clavo ardiendo. Los pol¨ªticos rojos se pusieron corbata y traje gris marengo para acudir a las recepciones reales, los intelectuales se mataban por compartir un canap¨¦ con el Monarca, los dem¨®cratas le ped¨ªan fuego para el cigarrillo sobre las mullidas alfombras.
- Le dir¨¦ una cosa. La Rep¨²blica vino a Espa?a dos veces, m¨¢s que por el empuje de los republicanos, por la colaboraci¨®n de los mon¨¢rquicos. Si don Amadeo de Saboya no abdica y Madrid no se encuentra de la noche a la ma?ana sin saber qu¨¦ hacer, a nadie se le hubiera ocurrido proclamar la I Rep¨²blica. Si don Alfonso XIII no da el golpe milita el 13 de septiembre de 1923, no hubiera desprestigiado a la Monarqu¨ªa, y la II Rep¨²blica tampoco se habr¨ªa impuesto como ¨²nica soluci¨®n. Estamos en una situaci¨®n distinta. Esta Monarqu¨ªa naci¨® de una forma arbitraria, por el capricho de Franco, y ha tenido que legitimarse con los hechos sucesivos. Los espa?oles no han dejado de ser republicanos. Son simplemente dem¨®cratas. Lo eran antes, lo son ahora. ?Qu¨¦ sucede? Aqu¨ª tenemos una democracia incipiente, inestable y tutelada. En medio de la confusi¨®n aparece un Rey como defensor de la democracia. Y yo, como dem¨®crata, sin abdicar de mis ideales republicanos, me siento al lado del Rey frente al peligro de una dictadura. Pero hay que se?alar un hecho. Por obra de las circunstancias se le est¨¢ dando al Rey un protagonismo que rebasa los l¨ªmites de lo constitucional. Y mientras acierte, como hasta ahora, todo ir¨¢ bien, aunque esa posici¨®n es peligros¨ªsima para la Corona, porque si en lugar de acertar, se equivoca, pueden caerse en un d¨ªa todos los palos del sombrajo.
Tarradellas lleg¨® a Barcelona en olor de multitud. Leizaola fue recibido con ikurri?as, xtistus y tambores. Jos¨¦ Maldonado, ¨²ltimo presidente de la Rep¨²blica, entr¨® en Espa?a de puntillas, por la puerta falsa, y se instal¨® en un pisito en los altos de Fuencarral, como un espa?ol que viene de la vendimia, sin un saludo, sin una llamada.
-Al llegar a Espa?a, despu¨¦s de un corte de cuarenta a?os, me sent¨ª como un extranjero. Lo encontr¨¦ todo cambiado en los edificios y en las costumbres. Me he ido rehaciendo poco a poco. No he tenido ninguna consideraci¨®n oficial. A nuestro reconocimiento de la legitimidad creada no se correspondi¨® con nada. En otros medios, s¨ª. Cuando llegu¨¦ a Oviedo, en 1977, para el homenaje al general Riego, que era de mi pueblo, me sorprendi¨® ver el and¨¦n de la estaci¨®n lleno de banderas republicanas, algunas de seis metros. Al encontrarse con aquello, algunos pasajeros se tiraron del tren por el otro lado, creyendo que se hab¨ªa proclamado la III Rep¨²blica. Mire esta bandera. Sali¨® de Espa?a en 1939 y ha vuelto a Espa?a conmigo. Tengo ordenado que la entierren a mi lado. Si yo hubiera muerto antes que mi mujer, habr¨ªa ido a la tumba con ella.
Es otra raza de espa?oles, tan corteses, tan firmes, forjados en el liberalismo. Jos¨¦ Maldonado se pone la gabardina, se cala el sombrero, se sube la bufanda hasta la boca y sale de casa. En el paseo diario por el parque, por el claustro ahumado de la vieja universidad, va recogiendo fantasmas de piedra. Por detr¨¢s parece un jubilado que echa migas a las palomas. Por delante es el ¨²ltimo presidente de la Rep¨²blica.
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