La normalidad del presidente
No hay discurso m¨¢s pat¨¦tico que el que pronunci¨® el presidente del Gobierno, don Leopoldo Calvo Sotelo, en el momento de su investidura. Ten¨ªamos todos presente los sucesos de la noche del 23 de febrero; pues bien, nada de lo vivido en aquellas horas interminables, ninguno de los pensamientos y prop¨®sitos que concebimos en las horas de mayor impotencia, tomaron cuerpo en las palabras del presidente. La sesi¨®n fue memorable por el modo brutal en que fue interrumpida, por el alivio que sentimos cuando pudo reanudarse, pero invito a los m¨¢s duchos a que recuerden una sola frase de las que pronunci¨® el presidente en tan se?alada ocasi¨®n. Tan contundente fue el golpe, tan abatidos nos encontr¨¢bamos, aun despu¨¦s de recobrada la libertad, que resultaba hasta explicable, aunque no menos sobrecogedor, el contemplar al presidente sobrevolar el terreno, con un discurso trivial y rutinario, no fuera a estrellarse, si dec¨ªa algo concreto y significativo, antes de tomar tierra. Tan grande era el pavor por lo que hab¨ªamos presenciado y mayor por lo que present¨ªamos, que hasta pudo parecer razonable el que el nuevo presidente conservase ¨ªntegro el Gobierno heredado. Ni una palabra, ni una acci¨®n, ni un movimiento: he aqu¨ª, por lo pronto, la reacci¨®n inmediata del Gobierno al 23 de febrero.El silencio del presidente se ha convertido entre tanto en su rasgo definitorio. No se espere una palabra aclaratoria de sucesos inveros¨ªmiles que desgraciadamente ocurren cada vez con mayor frecuencia: el asalto del Banco Central en Barcelona, los tres muchachos muertos en Almer¨ªa, el envenenamiento colectivo producido por un agente t¨®xico todav¨ªa desconocido. Tampoco una palabra orientadora sobre c¨®mo plantea el Gobierno los problemas graves de la Espa?a de hoy, empezando por el decisivo, del que depende la soluci¨®n pac¨ªfica de todos los dem¨¢s: la democratizaci¨®n y control democr¨¢tico del aparato del Estado. Unicamente el estribillo: vivimos una situaci¨®n normal, en un pa¨ªs normal, en el que funcionan normalmente las instituciones democr¨¢ticas y la Adminstraci¨®n p¨²blica, con los problemas normales del resto de Europa. Resulta, ciertamente, pat¨¦tico que en la situaci¨®n que vivimos el presidente del Gobierno sea el ¨²nico espa?ol que est¨¢ plenamente convencido de la normalidad existente en todos los ¨®rdenes, y de modo particular en el ¨¢rea militar".
Claro que los hombres p¨²blicos, a veces irremediablemente por gajes del oficio, se sienten obligados a decir una cosa aunque piensen lo contrario. Pero las mentiras no tienen las piernas largas, y en pol¨ªtica se manifiesta pronto la disparidad entre lo que se dice y lo que se hace. Medido con este rasero, hay que creer en la sinceridad del presidente, dada la congruencia entre lo que dice -normalidad en todos los frentes- y, lo que hace, mejor no hace. En estos ¨²ltimos meses, tanto como su silencio, que no ha interrumpido m¨¢s que para calificar de normal todo lo que iba ocurriendo, ha llamado la atenci¨®n su parsimonia en el arte de no hacer, dando la espalda con gesto displicente a todo aquel que exija una respuesta o una iniciativa. Si la situaci¨®n es completamente normal en todos los ¨®rdenes, ?por qu¨¦ se empe?ar¨¢ la oposici¨®n en que se tomen medidas extraordinarias y urgentes?
Aqu¨ª radica el meollo de la cuesti¨®n; muy distintas ser¨¢n las conclusiones pr¨¢cticas que se saquen si se considera la situaci¨®n normal o si, por el contrario, se tiene conciencia de que Espa?a est¨¢ pasando por un momento crucial de su historia contempor¨¢nea que puede tildarse de todo menos de normal. En los momentos de normalidad, es decir, en aquellos en los que no se conciben ni proyectan cambios sustanciales, y tanto la vida social como la del Estado transcurren por cauces seguros, que nadie pone en tela de juicio, el gobernar tiende a convertirse en administrar. En momentos de cambios profundos, el arte de gobierno poco tiene que ver con la mera gesti¨®n de los negocios p¨²blicos, sitio que exige una buena dosis de imaginaci¨®n para fijar metas y prioridades, y no poco valor para asumir el riesgo que implica su persecuci¨®n.
Max Weber observ¨®, teniendo muy presente el r¨¦gimen autoritario del canciller Bismarck, que estos reg¨ªmenes tienden a confundir gobierno con administraci¨®n, ya que gobernar, lo que se dice gobernar, s¨®lo gobierna el hombre fuerte, quien se reserva las decisiones fundamentales, mientras que deja al resto de la clase pol¨ªtica, incluidos ministros, labores exclusivamente administrativas. Amando de Miguel ha se?alado la misma tendencia a convertir el gobierno en administraci¨®n, como uno de los rasgos definitorios del r¨¦gimen de Franco. Dos caracteres confluyen en ¨¦l: por un lado todo es normal, ya que cualquier anormalidad que se consintiera f¨¢cilmente podr¨ªa retrotraerse a la anormalidad de origen; por otro, en estos reg¨ªmenes, donde no cabe m¨¢s que la normalidad, ¨¦sta consiste siempre en la reducci¨®n de la pol¨ªtica -que se considera fuente de todos los males- a administraci¨®n, identific¨¢ndose un buen gobierno con una buena administraci¨®n. Despu¨¦s de largos per¨ªodos de poder personal, conclu¨ªa Max Weber, su peor secuela consiste en la falta de verdaderos pol¨ªticos, capaces de decidir por encima de la norma, y la abundancia de gestores, que han aprendido la pol¨ªtica como el arte de acomodarse a lo establecido, sin concibir siquiera otro tipo de relaciones y de estructuras que las dadas. Para estos administradores de la cosa p¨²blica, donde no hay normas, y por tanto normalidad, no queda m¨¢s que el caos.
Tal vez desde el contexto pol¨ªtico-social en el que madura el' presidente se explique en parte este af¨¢n de normalidad, hasta el punto de parecer creer que con predicarla con cara de caballo
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La normalidad del presidente
Viene de la p¨¢gina 11basta para mantenerla o conseguirla. Por lo menos, una cosa ha quedado clara en estos meses: el presidente s¨®lo aspira a ser un jefe de Gobierno normal en un pa¨ªs normal. Nada de hacer pinitos o sacar los pies del tiesto. No se olvide que todo buen administrador basa su conducta en un ¨²nico principio: seguir fielmente las pautas establecidas, y en los casos en los que la norma no est¨¦ clara, lo decisivo es no cometer error alguno. El se?or presidente del Gobierno, como el mejor director de una sucursal bancaria, no tiene otra preocupaci¨®n que no meter la pata. Concebida as¨ª la pol¨ªtica, no consiste m¨¢s que en un sutil no hacer y en un prudente callar, a la espera de que si se mantienen las aguas por los cauces normales, al final prevalecer¨¢ la normalidad de los pode res establecidos.
La insistencia en la "normalidad en todos los ¨®rdenes", adem¨¢s de provenir de diferentes or¨ªgenes y tener muy distintas explicaciones -algunas hemos insinuado-, tiene una ventaje evidente: pulveriza la propuesta socialista de un Gobierno de amplia base parlamentaria, s¨®lo concebible y deseable en una situaci¨®n excepcional que exige medidas extraordinarias.
Si prestamos la atenci¨®n debida a este punto, cabe formular algunas otras hip¨®tesis sin necesidad de empecinarse en que el presidente sea el ¨²nico espa?ol todav¨ªa no consciente de la gravedad de la situaci¨®n. Pues podr¨ªa ocurrir que si¨¦ndolo pensase que el remedio fuere peor que la enfermedad, y ello por razones diversas. Descartemos de entrada la hip¨®tesis de que, en opini¨®n del presidente, la situaci¨®n habr¨ªa llegado yaa un punto l¨ªmite, en la que una operaci¨®n de la envergadura de un Gobierno de amplia mayor¨ªa parlamentaria podr¨ªa desencadenar justamente lo que se quiere evitar: tan pesada ser¨ªa la carga de la propia responsabilidad por haber desechado en febrero esta soluci¨®n; cuando obviamente todav¨ªa resultaba operativa, que el presidente, con un sentido m¨ªnimo de la dignidad, ya habr¨ªa dimitido.
Tal vez andemos m¨¢s acertados si admitimos que la derecha -incluidos los diferentes "poderes f¨¢cticos"- nunca consider¨® en serio la posibilidad de perder el poder. La instauraci¨®n de un r¨¦gimen democr¨¢tico desde el poder establecido tuvo ¨²nicamente el objetivo de legitimarlo, aunque ello implicara legalizar a las fuerzas democr¨¢ticas antifranquistas y reconocer solemnemente, en un texto constitucional, las reglas del juego democr¨¢tico. Para la derecha, en el poder o en sus aleda?os, el fin com¨²n es el mantenimiento de este su poder lo m¨¢s intacto posible. Dividida se halla tan s¨®lo en la cuesti¨®n de si el apoyo a la Constituci¨®n, sobre todo en lo que concierne a la reestructuraci¨®n democr¨¢tica del Estado y a su conversi¨®n en el Estado de las autonom¨ªas, debilita o mejora a la larga su posici¨®n. Una parte, obviamente, parece dispuesta a exigir cambios profundos en la Constituci¨®n; otra prefiere defenderla, aunque con la conciencia de que hay que frenar su aplicaci¨®n y ulterior desarrollo.
Desde esta doble posici¨®n de la derecha, se comprende que resulte inaceptable una coalici¨®n con la izquierda, cuyo ¨²nico sentido ser¨ªa el consolidar el orden democr¨¢tico, aplicando y desarrollando la Constituci¨®n. La amenaza de que una parte de la derecha, probablemente minoritaria, aspire a soluciones poco constitucionales no es raz¨®n suficiente, antes al contrario, para compartir el poder con la izquierda, acelerando as¨ª el salto cualitativo de socialistas en el Gobierno, que se espera ocurra dentro de algunos decenios. La coalici¨®n ser¨ªa necesaria s¨®lo si los socialistas contasen con un amplio respaldo popular y en las pr¨®ximas elecciones arrancasen de verdad los votos que hoy auguran las encuestas. Pero justamente esto es lo que se trata de impedir por todos los medios, y amplio es el cat¨¢logo de medidas que tiene preparada la derecha para tal fin.
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